Evangelios
Antes de la pandemia, enseñaba casi todos los semestres en la cárcel de máxima seguridad de Riverbend, una prisión para hombres en Nashville, Tennessee (EE. UU.), en la que hay también un corredor de la muerte estatal ya que Tennessee es uno de los muchos estados de EE. UU. que aplican todavía la pena de muerte. Solía ir a la prisión con doce estudiantes del “mundo libre” de la Escuela de Teología de la Universidad de Vanderbilt, y hacíamos nuestras clases con doce estudiantes “internos”. Quisiera relatar aquí tres profundas observaciones hechas por los estudiantes internos a medida que recorríamos los evangelios. Tengo su permiso para relatar sus reflexiones, sin mencionar sus nombres. No quieren que se publique para no causar dolor a las familias de sus víctimas. Sin embargo, como veremos, su anonimato también toca los textos evangélicos.
La primera se hizo cuando, leyendo el Sermón de la Montaña (Evangelio según Mateo 5-7), llegamos al pasaje del Padrenuestro o, en latín, Pater noster. La oración también aparece en el Evangelio de Lucas. Sin embargo, la redacción difiere en los dos textos. El griego de Mateo 6:12 dice “y perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Y el griego de Lucas 11, 4, en cambio, dice “y perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todos nuestros deudores”. En Lucas la palabra “deuda” es otra forma de decir “pecado”.
En la época de Jesús, los judíos usaban varias metáforas para describir el pecado: el pecado podía ser un peso o una carga de la que había que librarse, una mancha que debía quitarse o una deuda que debía pagarse. En arameo, el idioma hablado por Jesús, la palabra hovah podría significar “deuda” o “pecado”. El contexto ayudó a quienes hablaban y leían arameo a comprender su significado. Pero en griego, el idioma de los evangelios, la palabra usada para “deuda” se refiere a una deuda monetaria; no tenía la connotación de “pecado”. Entonces, ¿qué quiso decir Jesús cuando, en arameo, enseñó esta oración sobre el perdón: ¿hablaba de dinero, de una deuda que una persona le debía a otra, o hablaba más en general del pecado?
Analizando esta oración, lo primero que pensé fue que Jesús quería decir “perdónanos nuestras deudas”, como sugiere Mateo 6:12. Creí que deseaba la justicia económica, un año jubilar, cuando todas las deudas son perdonadas. Como dice Habacuc 2, 6: “¿Y no pregonarán todos estos un poema, una adivinanza, un enigma a su costa? Dirán: ¡Ay del que acumula lo que no es suyo!” Entonces pensé que Lucas había querido dejar claro a los lectores que la oración no se trata de dinero, de deuda monetaria, sino del pecado, el pecado de no mostrar amor y compasión. En Riverbend, cuando llegamos a esta oración, sugerí que Lucas había cambiado el enfoque del dinero al pecado. También que es más fácil perdonar un pecado que una deuda. “Si cometen un pecado contra mí”, le dije a la clase, “puedo perdonarlos, pero si me deben 100,000 dólares y tengo grandes gastos, necesito el dinero”. Uno de los internos, un hombre silencioso condenado a varias cadenas perpetuas por asesinato, habló entonces. “Señora usted no sabe de lo que habla”, me dijo.
Contó cómo, siguiendo un programa llamado mediación víctima-victimario, se reunía regularmente con los familiares de las personas que había asesinado por una cuestión de drogas que salió mal. La familia inició el proceso con odio hacia mi estudiante y el estudiante con vergüenza y culpa. Cuanto más se conocían, más cambiaban sus sentimientos. Al final, los familiares le dijeron, “te perdonamos”. “Señora, usted no comprende el pecado, y por lo tanto no comprende el perdón. El perdón que me ofrecieron vale mucho más que cualquier deuda económica”, me aseguró. ¿Qué habrá enseñado Jesús? Creo que dijo a los ricos que estaban entre sus discípulos: “A quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas” (Mateo 5,42). También les dijo a todos sus discípulos que, así como Dios había sido misericordioso y los había perdonado, ellos también debían ser misericordiosos y perdonar a los demás.
Sin embargo, como observó mi alumna del “mundo libre”, María Mayo, a veces somos incapaces de perdonar. Para algunos de nosotros, el dolor es demasiado profundo, demasiado reciente para perdonar, especialmente si quienes nos lastiman no se arrepienten. En estos casos, María mira a Lucas 23, 34, donde Jesús ora así: “Padre, perdónalos…”. Él mismo podría haber concedido el perdón, pero mientras sufre la tortura de la crucifixión, deja que sea Dios Padre quien perdone. Mis estudiantes internos me dijeron que encontraron esta lectura reconfortante.
La segunda observación la hizo cuando, continuando la lectura del Evangelio de Mateo, llegamos al versículo 12, 31, donde Jesús dice a sus discípulos: “Por eso os digo que cualquier pecado o blasfemia serán perdonados a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada”. La discusión terminó centrándose en lo que podría constituir tal blasfemia. Uno de mis internos, un sacerdote católico suspendido que estuvo en prisión por abuso de menores, dijo con lágrimas en los ojos que “la blasfemia contra el Espíritu es pensar que Dios no puede amar a alguien como yo. Blasfemar es negar el amor infinito de Dios”. Por horrendo que sea el crimen, el amor de Dios prevalece.
La tercera observación se produjo cuando, habiendo llegado a la muerte de Jesús, hablamos del centurión que había proclamado a Jesús Hijo de Dios, de las piadosas mujeres que lo habían seguido desde Galilea hasta la cruz y de José de Arimatea, quien tuvo el valor de ir a Poncio Pilato para pedir el cuerpo de un condenado y colocarlo en su propia tumba. Uno de mis alumnos internos preguntó: “¿Quién se quedó con los otros dos hombres crucificados ese día con Jesús? ¿Quién bajó sus cuerpos de la cruz y les dio una verdadera sepultura? ¿Quién lloró por ellos?” Y continuaban las preguntas del estudiante interno: “¿Quién estará con nosotros cuando muramos? ¿Quién va a pedir nuestros cuerpos? ¿Quién llorará por nosotros?” Los alumnos internos encontraron consuelo en el amor infinito de Dios al mismo tiempo que nos lanzaban un desafío a mí y a mis alumnos de teología, que nos preparábamos para ser ministros y educadores religiosos: “¿Os acordaréis de nosotros? ¿Le diréis a vuestras congregaciones que se acuerden de nosotros?”
Mis estudiantes internos son culpables de asesinato, violación, tortura y abuso infantil. También son mis amigos. No pienso en ellos como “ese asesino” o “ese violador”. Pienso en ellos por sus nombres, y los conozco por lo que dicen en clase y lo que escriben en sus trabajos. Al mismo tiempo pienso en sus víctimas. No me corresponde a mí perdonarlos por lo que han hecho: el perdón es prerrogativa de sus víctimas y de Dios. Pero tampoco me corresponde a mí condenarlos, pues también ellos están hechos a imagen y semejanza de Dios.
Dios no quiera que ellos, o nosotros, seamos conocidos por las peores cosas cometidas. Y el cielo no permita que pongamos límites al amor de Dios.
de Ami-Jill Levine