“Este encuentro nuestro fue programado tras la beatificación del padre Alfredo Cremonesi, de Cremona, misionero y mártir en Birmania, hoy Myanmar. Como sabéis, es una tierra atormentada, ésta, que llevo en el corazón y por la que os invito a rezar, implorando de Dios el don de la paz”. El Papa Francisco dijo esto a los participantes en la peregrinación de la diócesis de Crema recibidos en audiencia en el Aula Pablo vi , en la mañana del sábado 15 de abril. Publicamos, a continuación, el discurso pronunciado por el Pontífice tras el saludo que le dirigió monseñor Daniele Gianotti.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos!
Agradezco al señor obispo, monseñor Daniele Gianotti, las palabras que me ha dirigido. Saludo a monseñor Rosolino Bianchetti, obispo de Quiché, en Guatemala; al superior general del Pontificio Instituto para las Misiones Extranjeras; a los seminaristas de la diócesis de Taungngu, en Myanmar; a los sacerdotes y misioneros presentes; así como al presidente de la provincia de Cremona y a los alcaldes que han venido. Y saludo cordialmente a todos vosotros, que habéis venido en tan gran número. Gracias, gracias por vuestra visita.
Este encuentro nuestro estaba previsto desde hace tiempo, a raíz de la beatificación del padre Alfredo Cremonesi, de Cremona, misionero y mártir en Birmania, hoy Myanmar. Como sabéis, es una tierra atormentada, ésta, que llevo en el corazón y por la que os invito a rezar, implorando de Dios el don de la paz.
Así pues, la pandemia nos ha obligado a aplazar nuestra reunión hasta hoy. Sin embargo, éste es también un año especial: en efecto, precisamente en estos meses se celebra el septuagésimo aniversario del martirio del beato Alfredo, que tuvo lugar el 7 de febrero de 1953 en Donoku. El padre Cremonesi trabajó en ese pueblo de montaña durante la mayor parte de su vida, y volvió allí varias veces, a pesar de mil dificultades y peligros, para estar cerca de su gente y construir y reconstruir lo que la guerra y la violencia seguían destruyendo. Lo que llama la atención del padre Alfredo es la tenacidad con la que ejerció su ministerio, entregándose sin cálculo y sin escatimar por el bien de las personas que le fueron confiadas, creyentes y no creyentes, católicos y no católicos. Un hombre universal, para todos.
Sin duda encarnó de forma ejemplar las sólidas virtudes de su lugar natal: piedad robusta, trabajo generoso, vida sencilla y fervor misionero. Sembró la comunión, sabiendo adaptarse a un mundo completamente nuevo para él y haciéndolo suyo, con amor. Ejerció la caridad especialmente con los más necesitados, encontrándose muchas veces sin nada, obligado a mendigar él mismo. Se dedicó a la educación de los jóvenes y no se dejó intimidar ni desanimar por la incomprensión y la oposición violenta, hasta el fuego de ametralladora que lo abatió. Pero ni siquiera esta violencia extrema detuvo su espíritu ni silenció su voz. De hecho, continuó hablando a través de los que siguieron sus pasos: entre estos misioneros se encuentra hoy el P. Andrea Mandonico, y aunque no haya podido estar aquí con nosotros, no olvidemos al P. Pierluigi Maccalli, durante dos años prisionero en Níger y Malí, ¡por cuya liberación rezasteis tanto! Pero la voz misionera del padre Alfredo no se confía sólo a ellos: se confía a todos nosotros, a todos vosotros, a vuestras palabras y, sobre todo, a vuestra experiencia de comunidad cristiana.
En los escritos dejados por el P. Alfredo hay una frase muy hermosa sobre el espíritu misionero. Dice: “Los misioneros no somos nada. La nuestra es la obra más misteriosa y maravillosa que se ha dado al hombre, no para realizar, sino para ver: ver a las almas convertirse es un milagro más grande que cualquier milagro”. En estas palabras se resumen algunas características importantes del misionero, que os invito a reflexionar y a hacer vuestras: la humilde conciencia de ser un pequeño instrumento en las grandes manos de Dios; la alegría de realizar una “obra maravillosa” acercando a los hermanos a Jesús; el asombro ante lo que el Señor mismo obra en quienes le encuentran y le acogen. Humildad, alegría y asombro: tres hermosos rasgos de nuestro apostolado, en toda condición y estado de vida.
Queridos hermanos y hermanas, es verdaderamente un don teneros aquí: una comunidad rica en los colores de cada época y condición. Parafraseando a san Lorenzo, diácono y mártir de la Iglesia de Roma, podemos decir que éste es el tesoro de la Iglesia: sois vosotros, somos nosotros, todos pobres ante Dios y todos ricos de su amor infinito, que se refleja de manera única en los ojos de cada uno, y del que somos testigos y misioneros.
Por eso quiero animaros a continuar con empeño y entusiasmo vuestro camino comunitario, en todas sus dimensiones. Os exhorto a cultivar la comunión, entre las personas y entre las comunidades, en la ayuda mutua, en la colaboración, incluso en la apertura a nuevos caminos, en un mundo que cambia cada vez más deprisa. No tengáis miedo de traducir los valores antiguos a lenguajes modernos, para que lleguen a todos, y para que todos puedan saborear y disfrutar de sus beneficios.
Intentad ser siempre acogedores e inclusivos con quienes llaman a vuestra puerta; cuidad especialmente la educación de los jóvenes, ayudándoles a “sacar” lo mejor de sí mismos y a encontrar el plan de Dios en sus vidas, haciendo de ello una misión, con pasión.
No olvidéis a los ancianos, a los más débiles, especialmente a los pobres y a los enfermos; os invito a escucharlos, porque hay mucho que aprender de quienes saben lo que es la vida, el trabajo y el sufrimiento. Por último, que en una tierra tan rica y hermosa como la vuestra, seáis modelos de administración respetuosa de la creación, de sobriedad al utilizar sus frutos y de generosidad al compartirlos.
Queridos hermanos y hermanas, ¡gracias por venir! Os encomiendo a la intercesión de la Virgen María y de san Pantaleón. Os bendigo cordialmente a todos vosotros y a toda la comunidad diocesana.
Y os ruego encarecidamente que no olvidéis rezar por mí.
Gracias.