«Quiero deciros en primer lugar, con las palabras del santo obispo y mártir Ignacio de Antioquía: trabajad para “hacer coro…” Esta armonía pide ser cultivada en primer lugar en vosotros mismos, entre las tres inteligencias que vibran en el alma humana: la de la mente, la del corazón y la de las manos». Lo dijo el Papa Francisco en el discurso a la comunidad de las Universidades e Instituciones Pontificias romanas, recibidas en audiencia, en la mañana del sábado 25 febrero, en el Aula Pablo vi . A continuación, el discurso del Pontífice.
Señor cardenal, ilustres rectores y profesores,
queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días y bienvenidos!
Doy las gracias al profesor Navarro por sus palabras y a todos vosotros por vuestra presencia. Como recuerda la Constitución Apostólica Veritatis gaudium (cfr Proemio, 1), vosotros pertenecéis a un sistema de estudios eclesiásticos vasto y pluriforme, que floreció a lo largo de los siglos gracias a la sabiduría del Pueblo de Dios, difundido por todo el mundo y estrechamente vinculado a la misión evangelizadora de toda la Iglesia. Sois parte de una riqueza que ha crecido bajo la guía del Espíritu Santo en la búsqueda, el diálogo, el discernimiento de los signos de los tiempos y la escucha de las diferentes expresiones culturales. En ella os destacáis por vuestra especial cercanía -también geográfica- al Sucesor de Pedro y a su ministerio de anuncio alegre de la verdad de Cristo.
Sois mujeres y hombres dedicados al estudio, algunos durante algunos años, otros toda la vida, con varias procedencias y competencias. Por esto quiero deciros en primer lugar, con las palabras del santo obispo y mártir Ignacio de Antioquía: trabajad para “hacer coro…”[1]. ¡Haced coro! La universidad, de hecho, es la escuela del acuerdo y de la consonancia entre voces e instrumentos diferentes. No es la escuela de la uniformidad: no, es el acuerdo y la consonancia entre voces e instrumentos diferentes. San John Henry Newman la describe como el lugar donde diferentes saberes y perspectivas se expresan en sintonía, se completan, se corrigen, se equilibran entre sí [2].
Esta armonía pide ser cultivada en primer lugar en vosotros mismos, entre las tres inteligencias que vibran en el alma humana: la de la mente, la del corazón y la de las manos, cada una con su timbre y carácter, y todas necesarias. El lenguaje de la mente que esté unido al del corazón y al de las manos: lo que se piensa, lo que se siente, lo que se hace.
En particular quisiera detenerme un momento con vosotros en la última de las tres: la inteligencia de las manos. Es la más sensorial, pero no por esto la menos importante. Se puede decir, de hecho, que esta es como la chispa del pensamiento y del conocimiento y, en cierto modo, también su resultado más maduro. La primera vez que salí a la plaza, como Papa, me acerqué a un grupo de chicos ciegos. Y uno me dijo: “¿Puedo verle? ¿Puedo mirarle?”. Yo no entendí. Sí – le dije. Y con las manos buscaba… me ha visto tocándome con las manos. Esto me conmovió mucho y me hizo entender la inteligencia de las manos. Aristóteles, por ejemplo, decía que las manos son “como el alma”, por el poder que tienen, gracias a su sensibilidad, de distinguir y de explorar [3]. Y Kant no dudaba en definirlas como «el cerebro externo del hombre» [4].
La lengua italiana, como otras lenguas neo-latinas, subraya el mismo concepto, haciendo del verbo “tomar” (“prendere”) que indica una acción típicamente manual, la raíz de palabras como “comprender”, “aprender”, “sorprender”, que indican sin embargo actos del pensamiento. Mientras las manos toman, la mente comprende, aprende y se deja sorprender. Y para que esto suceda, son necesarias manos sensibles. La mente no podrá comprender nada si las manos están cerradas por la avaricia, o si son “manos agujereadas”, que malgastan tiempo, salud y talentos, o incluso si se niegan a dar la paz, saludar y estrechar las manos. No podrá aprender nunca si las manos tienen dedos que apuntan sin misericordia contra los hermanos y las hermanas que se equivocan. Y no podrá sorprenderse de nada, si las mismas manos no saben unirse y alzarse al Cielo en oración.
Miramos las manos de Cristo. Con ellas Él toma el pan y, recitada la bendición, lo parte y lo da a los discípulos diciendo: «Esta es mi cuerpo» (cfr Mc 14,23-24). ¿Qué vemos? Vemos manos que, mientras toman, dan las gracias. Las manos de Jesús tocan el pan y el vino, el cuerpo y la sangre, la vida misma, y dan gracias, toman y dan gracias porque sienten que todo es don del Padre. No por casualidad los Evangelistas, para indicar su acción, usan el verbo lambano, que indica al mismo tiempo “tomar” y “recibir”. Hagamos por tanto armonía en nosotros mismos, haciendo también nuestras manos “eucarísticas” como las de Cristo y acompañando al tacto, en todo contacto, con un humilde, gozoso y sincero agradecimiento.
En la custodia de la armonía interior, os invito a “hacer coro” también entre los diferentes componentes de vuestra comunidad, y entre las diferentes instituciones que representáis. A lo largo de los siglos, la generosidad y la amplitud de miras de muchas órdenes religiosas, inspiradas por sus carismas, han enriquecido Roma con un número notable de Facultades y Universidades.
Pero hoy, también frente al menor número de alumnos y profesores, esta multiplicidad de centros de estudio corre el riesgo de desperdiciar energías valiosas. Así, en vez de favorecer la transmisión de la alegría evangélica del estudio, de la enseñanza y de la investigación, a veces amenaza con ralentizarla y cansarla. Tenemos que tomar nota de ello. Especialmente después de la pandemia de Covid 19, es urgente iniciar un proceso que conduzca a una sinergia efectiva, estable y orgánica entre las instituciones académicas, para honrar mejor los propósitos específicos de cada una y promover la misión universal de la Iglesia [5]. Y no ir discutiendo entre nosotros para tomar un alumno, una hora más. Por lo tanto, os invito a no conformarse con soluciones efímeras, y a no pensar en este proceso de crecimiento simplemente como una acción “defensiva", dirigida a enfrentar la disminución de los recursos económicos y humanos. Más bien se debe ver como un impulso hacia el futuro, como una invitación a acoger los desafíos de una época nueva de la historia. La vuestra es una herencia riquísima, que puede promover vida nueva, pero que puede también inhibirla, si se vuelve demasiado autorreferencial, si se vuelve una pieza de museo. Si queréis que tenga un futuro fecundo, su custodia no puede limitarse al mantenimiento de lo recibido: debe abrirse a desarrollos valientes y, si fuera necesario, también inéditos. Es como una semilla que, si no la esparces en la tierra de la realidad concreta, se queda solo y no trae fruto (cfr Jn 12,24). Os animo por tanto a iniciar lo antes posible un confiado proceso en esta dirección, con inteligencia, prudencia y audacia, teniendo siempre presente que la realidad es más importante que la idea (cfr Exhort. Ap. Evangelii gaudium, 222-225). El Dicasterio para la Cultura y la Educación, con mi mandato, os acompañará en este camino.
Queridos hermanos y hermanas, ¡la esperanza es una realidad coral! Mirad, a mis espaldas, la escultura del Cristo Resucitado, obra del artista Pericle Fazzini, querida por san Pablo vi para que dominase este palco y esta aula. Observad las manos del Cristo: son como las de un maestro de coro. La derecha está abierta: dirige todo el conjunto de los coristas y, tiende hacia lo alto, parece pedir un crescendo en la ejecución. La izquierda, sin embargo, aunque se dirige a todo el coro, señala con el dedo índice, como para convocar un solista, diciendo: “¡Te toca a ti!”. Las manos del Cristo involucran al mismo tiempo al coro y al solista, para que en el concierto el rol de uno se acorde con el del otro, en una constructiva complementariedad. Por favor: nunca solistas sin coro. “¡Os toca a todos vosotros!” y al mismo tiempo: “¡Te toca a ti!”. Esto dicen las manos del Resucitado: ¡a todos vosotros y a ti! Mientras contemplamos los gestos, renovamos entonces nuestro empeño a “hacer coro”, en la sintonía y en el acuerdo de las voces, dóciles a la acción viva del Espíritu. Es lo que pido en la oración para cada uno de vosotros y para todos. De corazón os bendigo y os pido: no os olvidéis de rezar por mí.
[1] Cfr Carta a los Efesios, 2-5.
[2] Cfr La idea de Universidad, Roma 2005, 101.
[3] Cfr El alma, iii , 8.
[4] Antropología pragmática, Roma-Bari 2009, 38.
[5] Cfr Discurso a los participantes de la Plenaria de la Congregación para la Educación Católica,
9 de febrero de 2017.