«La guerra siempre es una derrota, siempre… Somos hijos reconciliados y por tanto estamos llamados a reconciliarnos siempre entre nosotros, y a ser operadores de reconciliación en el mundo». Lo dijo el Papa Francisco a una delegación ecuménica de Finlandia recibida en audiencia, con ocasión de la fiesta de san Enrique, en la mañana del jueves 19 de enero en la Biblioteca privada del Palacio apostólico. Estaban presentes el cardenal Kurt Koch y el obispo Brian Farrel, presidente y secretario del Dicasterio para la promoción de la unidad de los cristianos.
¡Queridas hermanas, queridos hermanos!
Una calurosa bienvenida a todos vosotros, miembros de la Delegación ecuménica de Finlandia. Gracias porque este año habéis venido a Roma para celebrar la fiesta de san Enrique con una acentuación aún más ecuménica: me alegra mucho acoger representantes no solo luteranos y católicos, sino también ortodoxos y metodistas. Querida hermana, le agradezco sus cordiales palabras y el pésame expresado por la muerte de mi predecesor Benedicto xv i. También agradezco la sugestión que ha evocado a través de la imagen del Mar Báltico, fuente de vida amenazada por la acción del hombre, lugar de encuentro dolorosamente afectado del clima de enfrentamiento causado por la feroz insensatez de la guerra. La guerra siempre es una derrota, siempre.
Me gusta sobre todo retomar lo que ha dicho a propósito de las aguas, que a nosotros cristianos nos recuerdan al don de la reconciliación recibido en el Bautismo. Hace poco hemos celebrado el Bautismo del Señor. El Hijo de Dios, sumergiéndose en las aguas del Jordán al inicio de su ministerio público, manifestó la voluntad de sumergirse completamente en nuestra condición humana. Y nosotros, bautizados en Cristo, por pura gracia hemos sido sumergidos en Él: por eso nos llamamos y somos hijos de Dios a su imagen, hermanos y hermanas entre nosotros. Habiendo recibido el único Bautismo, como creyentes estamos por tanto llamados sobre todo a dar gracias porque, a partir de las aguas del Bautismo, nuestra existencia ha sido reconciliada con Dios, con los otros, con la creación. Somos hijos reconciliados y por tanto estamos llamados a reconciliarnos cada vez más entre nosotros, y a ser operadores de reconciliación en el mundo.
Es hermoso ver todo esto en la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. En ella, recitando juntos el Credo niceno-constantinopolitano, profesamos «un solo bautismo para el perdón de los pecados», pero este año reflexionamos también sobre algunas palabras tomadas del libro del profeta Isaías: «Aprended a hacer el bien, buscad lo justo» (Is 1,17). Sentimos así el eco de nuestro Bautismo que nos llama, en cuanto justificados por gracia, a realizar con gratuidad obras de justicia, a practicar gestos concretos de cercanía a los que son víctimas de injusticias, descarte, de varias formas de opresión y sobre todo de guerras. Como testigos de la fe en Cristo, que se ha sumergido en la fragilidad de nuestra condición humana, debemos sumergirnos en las heridas de los necesitados. Y hacerlo juntos.
En la comunidad de todos los bautizados, sabemos estar unidos entre nosotros, aquí y ahora, con cada hermana y hermano en Cristo, pero también a nuestras madres y nuestros padres de la fe que han vivido antes que nosotros. Desde la comunión perfecta del Cielo nos miran y nos invitan a caminar juntos en esa tierra. San Enrique, testigo de la fe, mensajero de esperanza e instrumento de caridad, es uno de ellos. Con él celebramos la comunión ecuménica de todos los santos, conocidos y desconocidos, renacidos a nueva vida a partir de las aguas del Bautismo. Por tanto, podemos abrazar al mismo tiempo con la mirada la gracia ordinaria del Bautismo y el objetivo de la vida eterna; la fuente de vida que en tierra nos ha hecho hijos del Cielo y el Cielo donde los santos nos esperan y nos animan. En todo reconocemos cuán grande es la unidad que nos une y cuán importante es rezar juntos, trabajar asiduamente y dialogar intensamente para superar las divisiones y ser, según la voluntad del Señor, una cosa sola en la comunión trinitaria, para que el mundo crea (cfr Jn 17,21). Ciertamente somos conscientes de esto, pero solo la conciencia no basta. Es necesario alimentar una verdadera pasión, una pasión que brota del amor por la comunión, del deseo de superar el contra-testimonio dado por las laceraciones históricas entre los cristianos, que han herido tanto la unidad del Cuerpo de Cristo. Es necesario, hoy sobre todo, un celo ardiente por la evangelización, porque anunciando juntos nos descubrimos hermanos y hermanas; y porque nos damos cuenta de que no se puede difundir dignamente el nombre de Jesús, nacido, muerto y resucitado por todos, sin testimoniar la belleza de la unidad, signo distintivo de sus discípulos.
Queridos, al renovar el reconocimiento por vuestra visita anual, siempre esperada y agradable, quisiere hoy pedir con vosotros el don de esta pasión ardiente para no cansarnos de amar, de esperar, de buscar a los alejados, de quemar dentro del deseo de anunciar a Jesús y de edificar la unidad que Él tanto desea. Pidamos el don de un renovado celo apostólico, que nos haga redescubrir cada vez a los otros creyentes como nuestros hermanos y hermanas en Cristo, que nos haga sentir apóstoles reconciliados por Dios para reconciliarnos entre nosotros y convertirnos en artífices de reconciliación para el mundo. Por eso quisiera invitarnos ahora a recitar juntos el Padre Nuestro, la oración de los hijos que, mejor que cualquier otra, manifiesta la realidad de nuestro Bautismo. Podemos rezarla cada uno en nuestra propia lengua, pero juntos: los unos con los otros y los unos por los otros. [Oración del Padre Nuestro]