Las historias
El d justicia es un concepto mucho más amplio que el de “derecho”. Tanto si nos remitimos a la etimología latina iustitia como a la griega dikaiosýne, esta palabra contiene una referencia a lo trascendente que garantiza los derechos de los seres humanos. Es la “justicia” de la que Jesús habla varias veces y es la “justicia” por la que luchan sin armas los habitantes de la Comunidad de San José de Apartadó en Colombia y quienes los acompañan desde 2009 como Monica Puto, de 54 años y originaria de Pordenone. Es una de las pioneras de la Operación Colomba, el cuerpo civil no violento de la Comunidad Juan XXIII que opera en lugares como Palestina o Ucrania. Mónica Puto ha encontrado en Operación Colomba su propio camino para seguir el Evangelio, su propia misión, a través del acompañamiento a los perseguidos por la justicia.
“En realidad es su misión, de las mujeres y hombres de la Comunidad de Paz. Los voluntarios estamos a su lado y es un honor y un orgullo hacerlo. Son nuestros maestros de la no violencia y la justicia”. La “escuela” es un pueblo de unos pocos cientos de casas rodeado por las colinas verde esmeralda de Urabá, en el noroeste del país. Allí, unos cientos de campesinos resisten desde hace casi veintiséis años la guerra más larga de Occidente, negándose a participar en ella. En el corazón de la región bananera lucharon durante décadas los milicianos pseudomarxistas del Quinto Frente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), los paramilitares de ultraderecha de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) y la Brigada XVII del Ejército cuyo comandante, el general Rito Alejo del Río, fue condenado a 25 años por ejecutar a un sindicalista. Los tres grupos pusieron a los agricultores locales en el dilema de colaborar con ellos o resistirse a ellos. Los sanjoseños han optado por una tercera vía inédita, es decir, declararse neutrales y construir una forma de vida solidaria y no violenta.
Los vecinos gobiernan juntos la Comunidad a través de la asamblea mientras que los ocho miembros del consejo, elegidos por turnos, se encargan de la gestión. Cada uno tiene su propio campo que administra de manera autónoma y todos juntos cuidan la porción común de tierra. Y el jueves se dedica al trabajo colectivo de mantenimiento de las carreteras, la escuela y el centro social. Los resultados se ven a simple vista: las casas, con paredes de madera y techo de hojalata, son humildes, pero están cuidadas, como las plantas y los animales. En una de estas casas viven las colombas. “Lo que hacemos no es un trabajo. Es un compartir la realidad de estas personas. Tratamos de vivir como ellos e incluso de movernos como ellos, a lomo de mula o a pie”.
Mónica, como miembro de la Papa Juan XXIII, ha optado por vivir sin salario, solo con el reembolso de gastos. Además, durante sus estancias en Italia, colabora en la recaudación de fondos para el proyecto que se financia con donaciones de particulares, asociaciones y realidades laicas y eclesiales. “La mayoría son pequeñas contribuciones. Sobre todo, son los pobres quienes nos ayudan. Los principales donantes contribuyen con mayor disposición cuando ven un resultado tangible como una escuela, un hospital o una iglesia. Pero nosotros no construimos nada. Simplemente caminamos juntos. Elegimos voluntariamente una situación que otros se ven obligados a sufrir. No podemos cambiarla, pero podemos ser un punto de apoyo en un sistema injusto por el cual nuestras vidas de europeos valen más que las de los campesinos colombianos. Así que usamos esas vidas para protegerlos. Quizás, precisamente por esa característica de “protección” muchas veces, como ahora, todos los voluntarios son mujeres. No somos trabajadoras humanitarios sino hermanos y hermanas de una humanidad que está dispuesta a dar su vida por la justicia”.
Para la gente de la Comunidad, la muerte violenta es una constante compañera. “No nos dicen si nos van a matar sino cuándo”, subraya Mónica. Los grupos armados han hecho pagar un alto precio a los rebeldes no violentos que se niegan a portar armas, delatar, cultivar coca o incluso venderles comida. De las trescientas familias fundadoras, quedan 35. 325 nombres están escritos en las piedras blancas que forman el mausoleo del Parque de la Memoria. Uno por cada habitante asesinado. El goteo continúa a pesar de la paz firmada por el gobierno y las Farc el 24 de noviembre de 2016.
El vacío dejado por los guerrilleros desmovilizados fue llenado de inmediato por nuevas formaciones criminales, herederas de los viejos paramilitares. “El 29 de diciembre de 2017, hombres encapuchados con armas y machetes irrumpieron en la comunidad e intentaron matar al diputado Germán Graciano Posso y al concejal Roviro López. Este último pudo haber huido, pero no quiso dejar solo a Germán. Ambos habrían muerto si los niños no se hubieran dado cuenta y dado la alarma. Entonces toda la Comunidad se apresuró y desarmó a los agresores. Fue impresionante verlos movilizarse como un solo cuerpo para protegerse unos a otros. Me vino a la mente la frase de Juan: no amor más grande que dar la vida por los amigos”.
No es fácil para las colombas velar por estas personas en constante peligro. “Es un viaje muy profundo, espiritualmente intenso. Te hace preguntarte muchas cosas, te sacude y te pide que repitas tu sí todos los días. Lo más difícil de soportar es la frustración porque no vemos grandes resultados”. Por eso, además de la formación inicial, la Comunidad ofrece una formación constante. “En una sociedad obsesionada con la performatividad, la Comunidad me ha enseñado que la misión no tiene fin. Es un camino en el que se avanza sin saber adónde y cómo se llega. Lo único importante es dejar huellas que indiquen el horizonte correcto. Que vas por el camino correcto. Entonces cada paso se convierte en justicia”.
de Lucia Capuzzi
Periodista de Avvenire