«Sintámonos llamados por Jesús mismo a anunciar su Palabra, a testimoniarla en las situaciones de cada día, a vivirla en la justicia y la caridad, llamados a “darle carne” acariciando la carne de los que sufren. Esta es nuestra misión: convertirnos en buscadores del que está perdido, de quien se siente oprimido y desanimado, no para llevarles a nosotros mismos, sino el consuelo de la Palabra, el anuncio impetuoso de Dios que transforma la vida, para llevar la alegría de saber que Él es Padre y se dirige a cada uno»: esta es la consigna que el Papa Francisco encomendó a los que participaron en la misa celebrada por él en la basílica de San Pedro el domingo 22 con ocasión del Domingo de la Palabra de Dios. Publicamos a continuación la homilía pronunciada por el Pontífice.
Jesús abandona la vida tranquila y oculta de Nazaret y se traslada a Cafarnaún, ciudad situada a orillas del mar de Galilea, lugar de paso, encrucijada de pueblos y culturas diferentes. La urgencia que lo impulsa es el anuncio de la Palabra de Dios, que debe ser llevada a todos. De hecho, vemos en el Evangelio que el Señor invita a todos a la conversión y llama a los primeros discípulos para que transmitan también a los demás la luz de la Palabra (cf. Mt 4,12-23). Captemos este dinamismo, que nos ayuda a vivir el Domingo de la Palabra de Dios: la Palabra es para todos, la Palabra llama a la conversión, la Palabra hace anunciadores.
La Palabra de Dios es para todos. El Evangelio nos presenta a Jesús siempre en movimiento, en camino hacia los demás. En ninguna ocasión de su vida pública nos da la idea de que sea un maestro estático, un doctor sentado en una cátedra; al contrario, lo vemos como itinerante, lo vemos peregrino, recorriendo pueblos y aldeas, encontrando rostros e historias. Sus pies son los del mensajero que anuncia la buena nueva del amor de Dios (cf. Is 52,7-8). En la Galilea de las naciones, en el camino del mar, más allá del Jordán, donde Jesús fue a predicar, se hallaba —señala el texto— un pueblo sumido en las tinieblas: extranjeros, paganos, mujeres y hombres de diversas regiones y culturas (cf. Mt 4,15-16). Ahora ellos también pueden ver la luz. Y así Jesús “ensancha las fronteras”: la Palabra de Dios, que sana y levanta, no está destinada sólo a los justos de Israel, sino a todos; quiere llegar a los lejanos, quiere sanar a los enfermos, quiere salvar a los pecadores, quiere reunir a las ovejas perdidas y levantar a los que tienen el corazón cansado y agobiado. Jesús, en definitiva, “va más allá” para decirnos que la misericordia de Dios es para todos. No nos olvidemos de esto: la misericordia de Dios es para todos y cada uno de nosotros. “La misericordia de Dios es para mí”, esto puede decírselo cada uno cada uno a sí mismo.
Este aspecto también es fundamental para nosotros. Nos recuerda que la Palabra es un don dirigido a cada uno y que, por tanto, nunca podemos restringirle el campo de acción, porque ella, más allá de todos nuestros cálculos, brota de manera espontánea, inesperada e imprevisible (cf. Mc 4,26-28), en los modos y tiempos que el Espíritu Santo conoce. Y si la salvación está destinada a todos, incluso a los más lejanos y perdidos, entonces el anuncio de la Palabra debe convertirse en la principal urgencia de la comunidad eclesial, como lo fue para Jesús. Que no nos suceda profesar la fe en un Dios de corazón ancho y ser una Iglesia de corazón estrecho ―me atrevo a decir que ésta sería una maldición―; predicar la salvación para todos y hacer impracticable el camino para recibirla; que no nos pase sabernos llamados a llevar el anuncio del Reino y descuidar la Palabra, distrayéndonos en tantas actividades secundarias, o tantas discusiones secundarias. Aprendamos de Jesús a poner la Palabra en el centro, a ensanchar nuestras fronteras, a abrirnos a las personas, a generar experiencias de encuentro con el Señor, sabiendo que la Palabra de Dios «no se cristaliza en fórmulas abstractas y estáticas, sino que conoce una historia dinámica hecha de personas y de acontecimientos, de palabras y de acciones, de progresos y tensiones» [1].
Pasemos ahora al segundo aspecto. La Palabra de Dios, que se dirige a todos, llama a la conversión. Jesús, en efecto, repite en su predicación: «Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca» (Mt 4,17). Esto significa que la cercanía de Dios no es neutra, su presencia no deja las cosas como están, no preserva la vida tranquila. Al contrario, su Palabra nos sacude, nos inquieta, nos apremia al cambio, a la conversión; nos pone en crisis porque «es viva y eficaz, y más cortante que cualquier espada de doble filo […] y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón» (Hb 4,12). Y así, como una espada, la Palabra penetra en la vida, haciéndonos discernir los sentimientos y pensamientos del corazón, es decir, haciéndonos ver cuál es la luz del bien a la que hay que dar cabida y dónde en cambio se adensan las tinieblas de los vicios y pecados que hay que combatir. La Palabra, cuando entra en nosotros, transforma nuestro corazón y nuestra mente; nos cambia, nos lleva a orientar nuestra vida hacia el Señor.
Esta es la invitación de Jesús: Dios se ha hecho cercano a ti, así que toma conciencia de su presencia, hazle lugar a su Palabra y cambiarás la perspectiva de tu vida. Quisiera decirlo también de este modo: pon tu vida bajo la Palabra de Dios. Este es el camino que nos muestra la Iglesia; todos, incluso los pastores de la Iglesia, estamos bajo la autoridad de la Palabra de Dios. No bajo nuestros propios gustos, tendencias y preferencias, sino bajo la única Palabra de Dios que nos moldea, nos convierte y nos pide estar unidos en la única Iglesia de Cristo. Así pues, hermanos y hermanas, podemos preguntarnos: ¿dónde encuentra dirección mi vida, de dónde saca su orientación?, ¿de las muchas palabras que oigo, de las ideologías, o de la Palabra de Dios que me guía y purifica? Y, ¿cuáles son los aspectos en mí que requieren cambio y conversión?
Por último —el tercer pasaje—, la Palabra de Dios, que se dirige a todos y llama a la conversión, hace anunciadores. En efecto, Jesús pasó por la orilla del mar de Galilea y llamó a Simón y Andrés, dos hermanos que eran pescadores. Los invitó con su Palabra a seguirlo, diciéndoles que los haría «pescadores de hombres» (Mt 4,19). Ya no sólo expertos en barcas, redes y peces, sino expertos en buscar a los demás. Y así como para la navegación y la pesca habían aprendido a alejarse de la orilla y a echar las redes mar adentro, del mismo modo se convertirán en apóstoles capaces de navegar por el mar abierto del mundo, de salir al encuentro de sus hermanos y de proclamar la alegría del Evangelio. Este es el dinamismo de la Palabra: nos atrae hacia la “red” del amor del Padre y nos convierte en apóstoles que sienten el deseo irreprimible de hacer subir a la barca del Reino a todos los que encuentran. Y esto no es proselitismo, porque quien llama es la Palabra de Dios, no nuestra palabra.
Por eso, consideremos que también hoy a nosotros se dirige la invitación a ser pescadores de hombres; sintámonos llamados por Jesús mismo a anunciar su Palabra, a testimoniarla en las situaciones de cada día, a vivirla en la justicia y la caridad, llamados a “darle carne” acariciando la carne de los que sufren. Esta es nuestra misión: convertirnos en buscadores del que está perdido, de quien se siente oprimido y desanimado, no para llevarles a nosotros mismos, sino el consuelo de la Palabra, el anuncio impetuoso de Dios que transforma la vida, para llevar la alegría de saber que Él es Padre y se dirige a cada uno, llevar la belleza de decir: “¡Hermano, hermana, Dios se ha hecho cercano a ti, escúchalo y en su Palabra encontrarás un don maravilloso!”.
Hermano y hermana, quisiera concluir invitando simplemente a agradecer a quienes dedican sus esfuerzos para que la Palabra de Dios vuelva a estar en el centro, sea compartida y proclamada. Gracias a quienes la estudian y profundizan en su riqueza; gracias a los agentes pastorales y a todos los cristianos comprometidos en la escucha y difusión de la Palabra, especialmente a los lectores y catequistas: hoy confiero estos ministerios a algunos de ellos. Gracias a quienes han aceptado las numerosas invitaciones que he hecho para que lleven el Evangelio consigo a todas partes, para leerlo cada día. Y, por último, un agradecimiento especial a los diáconos y a los presbíteros: gracias, queridos hermanos, por no dejar que al Pueblo santo de Dios le falte el alimento de la Palabra; gracias por comprometerse a meditarla, vivirla y anunciarla; gracias por vuestro servicio y vuestros sacrificios. Que para todos nosotros sea consuelo y recompensa la dulce alegría de anunciar la Palabra de salvación.
[1] La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia. Instrumentum laboris para la xii Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, 2008, 10.