El 19 de abril de 2005, a las 18.44 horas, Joseph Ratzinger, que había cumplido 78 años tres días antes, fue elegido 265º Papa con el nombre de Benedicto xvi .
Todos recordamos las pocas pero densas palabras con las que se presentó desde la Logia de las Bendiciones: “Queridos hermanos y hermanas, después del gran Papa Juan Pablo ii los cardenales han elegido a un sencillo y humilde trabajador de la viña del Señor. Me consuela saber que el Señor sabe obrar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo confío en vuestras oraciones. En la alegría del Señor resucitado, confiando en su ayuda permanente, sigamos adelante, el Señor nos ayudará y María, su Madre santísima, está de nuestro lado. Gracias”.
Calificando de “grande” a su predecesor, para el que había trabajado con denodada generosidad desde 1981, cuando fue nombrado Prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, se atribuyó automáticamente el carácter de "pequeñez", añadiendo luego también sencillez, humildad, declarándose finalmente "instrumento insuficiente". Una narrativa opuesta a la difundida durante años por los medios de comunicación de masas que lo habían retratado como el panzer-kardinal, el prefecto de hierro, cerrado en las complicaciones abstractas de la teología y, al final, por tanto arrogante en su pose e imponiéndose como el gendarme de la ortodoxia. Quienes han tenido la suerte de conocer personalmente a Joseph Ratzinger saben cuál de las dos versiones se acerca más a la verdad. Amabilidad, cortesía, delicadeza, dulzura, ligereza, humildad... ésta es la “constelación” que ha iluminado la parábola humana de Joseph-Benedict. Una humildad que también iba asociada a una forma sencilla de humor y a una ligera ironía que de vez en cuando se filtraba y golpeaba a los observadores más atentos. Sin duda, para él el humor era una virtud muy importante (“La alegría profunda del corazón es también la verdadera condición del humor y así el humor, en cierto sentido, es un índice, un barómetro de la fe”) sobre todo porque está ligado a la alegría, que para el Papa emérito es la esencia de la fe. En su ensayo de teología dogmática El Dios de Jesucristo afirma que: “Una de las reglas fundamentales para el discernimiento de los espíritus podría ser, por tanto, la siguiente: donde falta la alegría, donde muere el humor, ni siquiera existe el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesucristo. Y viceversa: la alegría es signo de gracia” y en la entrevista del libro de Peter Seewald La sal de la tierra lo reitera: “La fe da alegría. Si Dios no está aquí, el mundo es una desolación, y todo se vuelve aburrido, todo es totalmente insuficiente. [...] El elemento constitutivo del cristianismo es la alegría. Alegría no en el sentido de disfrute superficial, cuyo trasfondo también puede ser la desesperación”. A un mundo “obligado” al entretenimiento porque estaba profundamente desesperado, Benedicto respondió con la alegría del Evangelio, con el anuncio de una novedad rica en luz y vida, capaz de penetrar incluso en el abismo más oscuro. Este es el tema de una de sus más bellas reflexiones dedicadas al triduo pascual y, en particular, al Sábado Santo, día al que estaba muy unido ya que ese día coincidía con el 16 de abril de 1927, fecha de su nacimiento. En esta reflexión, titulada La luz que nos viene de las tinieblas, Ratzinger medita sobre el misterio de Jesús descendiendo a los infiernos, y al hacerlo pasa a liberar al hombre de su angustia más atroz: “Esta angustia, en efecto, no tiene ningún objeto al que se pueda dar un nombre, sino que es sólo la expresión terrible de nuestra soledad última. ¿Quién no ha sentido la aterradora sensación de esta condición de abandono?[...] Una cosa es cierta: hay una noche en cuya oscuridad no penetra ninguna palabra de consuelo, una puerta que debemos atravesar en absoluta soledad: la puerta de la muerte. Toda la angustia de este mundo es, en última instancia, la angustia causada por esta soledad”. El descenso de Jesús es una luz que penetra “incluso en la noche extrema en la que no penetra ninguna palabra, en la que todos somos como niños expulsados, llorando”, en esta oscuridad hay “una voz que nos llama, una mano que nos toma y nos conduce. La soledad insuperable del hombre ha sido superada desde el momento en que se encontró en ella. El infierno fue conquistado desde el momento en que el amor entró también en la región de la muerte y la tierra de nadie de la soledad fue habitada por él” y, concluye con palabras que resuenan aún más vertiginosamente hoy, si “a veces nos es dado acercarnos a la hora de nuestra última soledad, se nos permitirá comprender algo de la gran claridad de este oscuro misterio”. Con la certeza esperanzada de que en esa hora de soledad definitiva no estaremos solos, ya podemos presagiar algo de lo que está por venir. Y en medio de nuestra protesta contra la oscuridad de la muerte de Dios empezamos a agradecer la luz que nos viene de esta misma oscuridad. El incipit de un cuento de Vladimir Nabokov habla de un caballero alemán, llamado Albinus, del que sabemos lo poco que dice la lápida, pero, escribe Nabokov, “aunque la superficie de una lápida cubierta de musgo es suficiente para contener el resumen de la vida de un hombre, los detalles siempre son bienvenidos”. En estas páginas aparecerán algunos detalles de la vida de Benedicto xvi , recogidos y relatados a la luz de la misma fe que animó toda su existencia, esa fe de los cristianos que saben muy bien que no hay lápida suficiente para encerrar el destino de ningún hombre. El título de esa historia es “una risa en la oscuridad”: ésta es la condición de Joseph-Benedict, que ha traspasado la puerta de la muerte para vivir en esa alegría y esa luz que siguió con humilde tenacidad durante toda su vida.
Andrea Monda