Los dogmas
Los dos dogmas marianos más recientes (la Inmaculada Concepción y la Asunción) comparten un pecado original que los aleja de la vida de los creyentes y, por tanto, no pueden consolarlos y moverlos al amor y al testimonio. Este pecado original es el ser pensados en un contexto -y más aun obsesivamente transmitidos- como privilegios de la persona de María, descrita como única, inalcanzable, (casi) diosa. Evidentemente, este no es el sentido de los dos dogmas, pero ese mensaje ha quedado impreso en la predicación, en la devoción y también en la teología, haciendo que los dogmas sean incapaces de tocar experiencias, porque el hecho de que haya una mujer que ha conocido la liberación del pecado y la muerte no cambia mucho nuestra vida ni nos consuela.
El primer paso por dar para disfrutar de la belleza de los dogmas marianos es, por tanto, eliminar esta pre-comprensión. María es la hija de Adán, es decir, plenamente humana; la hija de Sión, es decir, plenamente miembro del pueblo judío; y miembro de la Iglesia según el Concilio Vaticano II. Todo lo que predicamos sobre ella o lo que la Iglesia ha entendido sobre ella no puede sino partir de su humanidad real, concreta e igual a la nuestra en todos los aspectos, como la del mismo Cristo. De otro modo no hay encarnación y sin encarnación no hay esperanza cristiana. Una vez dado este paso, podemos ir a los dogmas sobre María y releerlos para que nutra ahora nuestra vida, nuestra fe y nuestro compromiso.
Comencemos con el dogma de la Asunción. Cronológicamente se proclama por primera vez el dogma de la Inmaculada Concepción en 1854. Y en 1950, para el dogma de la Asunción, se presenta como argumento teológico el que sea consecuencia de la Inmaculada Concepción, porque se deduce de la ausencia de pecado en María. A pesar de ello partimos del dogma de la Asunción porque la reflexión y la oración en torno a la muerte de María son mucho más antiguas que la reflexión sobre su concepción, fruto sobre todo de especulaciones medievales y de una devoción que en el segundo milenio cristiano había iniciado una hiper- exaltación de María. En cambio, la dormición, es decir, el misterio de su muerte pensada como un adormecerse sereno para entrar inmediata y completamente en la vida de Dios, es algo que atrajo la fe de la Iglesia desde los primeros siglos.
En el dogma proclamado por Pío XII, la dormitio se convierte en la Asunción de María en cuerpo y alma para subrayar el hecho de que la corrupción del cuerpo no se da en ella y que ella -si está muerta o no, no se sabe- entra inmediatamente en la vida de Dios incluso con el cuerpo con el que terminó su vida terrenal. Lo cierto es que esta forma de presentar su muerte presupone algunas ideas sobre el ser humano (por ejemplo, la posible separación del alma del cuerpo) y sobre el cumplimiento final (por ejemplo, una postergación de la resurrección del cuerpo con respecto a muerte) que hoy la teología cuestiona, pero la buena noticia permanece: la victoria de Cristo sobre la muerte la comparten también los que creen en Él, comenzando por María, la creyente, la primera y la más perfecta de los discípulos.
En su Asunción contemplamos nuestro destino, nuestra esperanza, realizada no solo en Cristo, sino ya en uno de los que creyeron en Él que concluyó la peregrinación de fe en la que todavía estamos inmersos. Que sea una mujer la que ya goza de la plenitud de la resurrección y que su cuerpo no haya conocido la violencia y la muerte es un motivo más de liberación. Demasiadas veces los cuerpos de las mujeres son objeto de violencia y desprecio. En la Asunción de María contemplamos su cuerpo intacto, salvado de la violencia o el dolor, pero totalmente transfigurado por la vida. Cualquier mujer sabe ahora que no es necesario ningún dolor y que no se le exige ningún sacrificio porque sabe que está hecha para la plenitud de la vida. Como todos.
Pasemos ahora al dogma de la Inmaculada Concepción. Requeriría aclaraciones técnicas y la introducción de un cambio de paradigma en la comprensión del pecado original, del que no podemos ocuparnos ahora, pero también aquí nos quedamos con la buena noticia: María es plenamente humana y precisamente en virtud de su humanidad recibe el don de no ceder al mal y recibe una singular fortaleza contra todo pecado para nunca ser tocado por él. No sucede sin su voluntad y ejerce su libertad gastándose en el amor a Dios y al prójimo. El mismo Espíritu que obró en ella provocándola a esta libertad de amor ha sido derramado en nuestros corazones. Mirándola sabemos que el pecado no es inevitable. Ella, que pasó ilesa por la muerte, nos permite esperar un destino vital, ese que es ineludible. Parece decirnos que nos precede solo en unos pocos pasos, que basta con darse prisa y podremos alcanzarla.
De Simona Segoloni
Docente de Teología sistemática