Los santos «no provienen de un “mundo paralelo”, son creyentes que pertenecen al pueblo fiel de Dios y que están insertados en la cotidianidad». Lo dijo el Papa Francisco dirigiéndose a los participantes del congreso sobre «La santidad hoy», recibidos en audiencia la mañana del jueves 6 de septiembre, en la Sala Clementina.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Me alegra encontrarme con ustedes al finalizar el Congreso sobre “La santidad hoy”, organizado por el Dicasterio de las Causas de los Santos. Saludo y agradezco al Cardenal Marcello Semeraro, a los otros superiores, a los oficiales, a los postuladores y a todos los colaboradores. Los saludo a todos ustedes que, provenientes de diversas partes del mundo, han participado en estas jornadas de estudio y de reflexión, propiciadas por el aporte de valiosos relatores, exponentes del mundo teológico, científico, cultural y mediático.
El tema elegido para el Congreso está en sintonía con la Exhortación apostólica Gaudete et exsultate, cuyo objetivo es «hacer resonar una vez más el llamado a la santidad, procurando encarnarlo en el contexto actual, con sus riesgos, desafíos y oportunidades» (n. 2). Tal llamado está en el corazón del Concilio Vaticano ii , que ha dedicado un capítulo entero de la Lumen gentium a la vocación universal a la santidad y que afirma: «Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre» (n. 11). También hoy es importante descubrir la santidad en el pueblo santo de Dios: en los padres que crían con amor a sus hijos, en los hombres y en las mujeres que realizan con dedicación su trabajo cotidiano, en las personas que sobrellevan una enfermedad, en los ancianos que siguen sonriendo y ofreciendo sabiduría. El testimonio de una conducta cristiana virtuosa, vivida hoy por tantos discípulos del Señor, es para todos nosotros una invitación a responder personalmente a la llamada a ser santos. Son los santos “de la puerta de al lado”, que todos conocemos.
Al lado, o más bien, en medio de esta multitud de creyentes, que he definido «santos de la puerta de al lado» (Gaudete et exsultate, 7), están aquellos que la Iglesia indica como modelos, intercesores y maestros. Se trata de los santos beatificados y canonizados, que nos recuerdan a todos que vivir el Evangelio en plenitud es posible y es hermoso. De hecho, la santidad no es un programa de esfuerzos y de renuncias, no es hacer una “gimnasia espiritual”, no, es otra cosa, es, ante todo, la experiencia de ser amados por Dios, de recibir gratuitamente su amor, su misericordia. Este don divino nos abre a la gratitud y nos permite experimentar una gran alegría, que no es la emoción de un instante o un simple optimismo humano, sino la certeza de poder afrontar todo con la gracia y la audacia que provienen de Dios.
Sin esta alegría la fe se reduce a un ejercicio abrumador y triste; pero teniendo la “cara larga” no se llega a ser santo, se necesita un corazón generoso y abierto a la esperanza. De esta santidad rica en buen humor nos da ejemplo el nuevo beato Juan Pablo I. Para los adolescentes y los jóvenes también es un modelo de alegría cristiana el beato Carlo Acutis. Y siempre nos edifica en su paradoja evangélica la “perfecta alegría” de san Francisco de Asís.
La santidad brota de la vida concreta de las comunidades cristianas. Los santos no provienen de un “mundo paralelo”, son creyentes que pertenecen al pueblo fiel de Dios y que están insertados en la cotidianidad, compuesta por la familia, el estudio, el trabajo, la vida social, económica y política. En todos estos contextos, el santo o la santa camina y obra sin temores o trabas, cumpliendo en cada circunstancia la voluntad de Dios. Es importante que cada Iglesia particular esté atenta a recibir y valorar los ejemplos de vida cristiana madurados dentro del pueblo de Dios, que desde siempre ha tenido un particular “olfato” para reconocer estos modelos de santidad, testimonios extraordinarios del Evangelio. Por tanto, es necesario tener en justa consideración el consenso de la gente en torno a estas figuras cristianamente ejemplares. De hecho, los fieles están dotados, por gracia divina, de una innegable percepción espiritual para identificar y reconocer en la existencia concreta de algunos bautizados la vivencia heroica de las virtudes cristianas. La fama sanctitatis no proviene en primer lugar de la jerarquía, sino de los fieles. Es el pueblo de Dios, en sus diferentes componentes, el protagonista de la fama sanctitatis, es decir, de la opinión común y difundida entre los fieles acerca de la integridad de vida de una persona, percibida como testigo de Cristo y de las bienaventuranzas evangélicas.
Sin embargo, es necesario verificar que tal fama de santidad sea espontánea, estable, duradera y difundida en una parte significativa de la comunidad cristiana. De hecho, esta es genuina cuando resiste a los cambios del tiempo, a las modas del momento, y genera siempre efectos saludables para todos, como podemos constatar en la piedad popular.
En nuestros días, el acceso correcto a los medios de comunicación puede favorecer el conocimiento de la vida evangélica de un candidato a la beatificación o a la canonización. Sin embargo, en el uso de los medios digitales, en particular de las redes sociales, puede existir el riesgo de forzamientos o mistificaciones dictadas por intereses poco nobles. Se necesita, pues, un discernimiento sabio y perspicaz por parte de todos los que se ocupan de valorar la calidad de la fama de santidad. Por otro lado, un elemento que comprueba la fama sanctitatis o la fama martirii es siempre la fama signorum. Cuando los fieles están convencidos de la santidad de un cristiano, recurren —incluso masiva y apasionadamente— a su intercesión celeste; que Dios acoja las oraciones representa una confirmación de tal convencimiento.
Queridos hermanos y hermanas, los santos son perlas preciosas; están siempre vivos y son actuales, no pierden nunca valor, porque representan un fascinante comentario del Evangelio. Su vida es como un catecismo con imágenes, la ilustración de la Buena Noticia que Jesús ha traído a la humanidad, que Dios es nuestro Padre y ama a todos con amor inmenso y ternura infinita. San Bernardo decía que, pensando en los santos, se sentía arder «con grandes deseos» (Disc. 2; Opera Omnia Cisterc. 5, 364ss). Que su ejemplo ilumine las mentes de las mujeres y de los hombres de nuestro tiempo, reavivando la fe, animando la esperanza y encendiendo la caridad, para que cada uno se sienta atraído por la belleza del Evangelio y ninguno se pierda en la niebla del sinsentido y de la desesperación.
No quiero terminar sin referirme a una dimensión de la santidad a la que dediqué un capitulito de la Gaudete et exsultate: el sentido del humor. Se solía decir que “un santo triste es un triste santo”. Eso es saber gozar de la vida con sentido del humor, ya que quedarnos con la parte de la existencia que nos hace reír aligera el alma. Y hay una oración que les aconsejo rezar —yo desde hace más de 40 años la rezo todos los días—, la oración de santo Tomás Moro. Es curioso que lo que él está pidiendo es para la santidad, pero empieza así: “Concédeme, Señor, una buena digestión, y también algo que digerir”. Va a lo concreto, pero tomándolo con humor. La oración está en la nota 101 de la Gaudete et exsultate, ahí está la oración, para que la puedan rezar.
Espero que las reflexiones y los requerimientos de su Congreso puedan ayudar a la Iglesia y a la sociedad a acoger los signos de santidad que el Señor no deja de suscitar, a veces también por los caminos menos pensados. ¡Les agradezco su trabajo! Lo encomiendo a la intercesión maternal de María, Reina de todos los Santos, y los bendigo de corazón. Y después, ya los ha comprometido el Cardenal Semeraro a rezar por mí; por eso no lo digo, ya lo ha dicho él.
Gracias.