Son cuatro esencialmente los sueños compartidos por los trapenses para la evangelización del mundo: «sueño de comunión, sueño de participación, sueño de misión y sueño de formación». Lo dijo el Papa Francisco —definiéndoles “la colecta de sueños”- en la audiencia a los participantes del capítulo general de los cistercienses de la estrecha observancia, recibidos en la mañana del viernes 16 de septiembre, en la Sala Clementina. A continuación, el discurso del Pontífice.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos!
Doy las gracias al Abad General por sus palabras de saludo y de introducción. Sé que estáis realizando la segunda parte de vuestro Capítulo General, en la Porciúncula de Santa María de los Ángeles: un lugar tan rico de gracia que seguramente habrá contribuido a inspirar vuestras jornadas.
Me alegro con vosotros por el buen resultado de la primera parte del Capítulo, que se celebró en el mismo lugar, durante el cual fue elegido el nuevo Abad General. Usted, Padre, en seguida ha viajado para visitar las doce regiones en las que se encuentran vuestros monasterios. Me gusta pensar que esta “visitación” sucedió con la santa premura que nos muestra la Virgen María en el Evangelio. «Se alzó y se fue con prontitud», dice Lucas (1,39), y esta expresión merece siempre ser contemplada, para poder imitarla, con la gracia del Espíritu Santo. A mí me gusta rezar a la Virgen que va “de prisa”: “Señora, ¿Usted tiene prisa verdad?”. Y Usted entiende ese lenguaje.
El Padre Abad dice que en este viaje ha “recogido los sueños de los superiores”. Me ha conmovido esta forma de expresarse, y lo comparto de corazón. Tanto porque, como sabéis, yo también entiendo el “soñar” en este sentido positivo, no utópico sino proyectual; porque aquí no se trata de los sueños de un individuo, quizá también el superior general, sino de un compartir, de una “colecta” de sueños que emergen de las comunidades, y que imagino sean objeto de discernimiento en esta segunda parte del Capítulo.
Se sintetizan de esta manera: sueño de comunión, sueño de participación, sueño de misión y sueño de formación. Quisiera proponeros algunas reflexiones sobre estos cuatro “caminos”.
En primer lugar, deseo hacer una nota, por así decir, de método. Una indicación que me viene del planteamiento ignaciano pero que, en el fondo, creo tener en común con vosotros, hombres llamados a la contemplación en la escuela de San Benito y San Bernardo. Se trata, por tanto, de interpretar todos estos “sueños” a través de Cristo, identificándose en Él mediante el Evangelio e imaginando – en sentido objetivo, contemplativo- como Jesús soñó estas realidades: la comunión, la participación, la misión y la formación. En efecto, estos sueños nos edifican como personas y como comunidades en la medida en la que no son los nuestros, sino los suyos, y nosotros los asimilamos en el Espíritu Santo. Sus sueños.
Y aquí entonces se abre el espacio de una bonita y gratificante búsqueda espiritual: la búsqueda de los “sueños de Jesús”, es decir de sus deseos más grandes, que el Padre suscitaba en su corazón divino-humano. Así es, en esta clave de contemplación evangélica me gustaría “resonar” con vuestros cuatro grandes sueños.
El Evangelio de Juan nos entrega esta oración de Jesús al Padre: «Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí» (17,22-23). Esta Palabra santa nos permite soñar con Jesús la comunión de sus discípulos, nuestra comunión en cuanto “suyos” (cfr Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 146). Esta comunión – es importante precisarlo- no consiste en nuestra uniformidad, homogeneidad, compatibilidad, más o menos espontánea o forzada, no; consiste en nuestra común relación con Cristo, y en Él con el Padre en el Espíritu. Jesús no ha tenido miedo de la diversidad que había entre los Doce, y por tanto tampoco nosotros debemos temer la diversidad, porque el Espíritu Santo ama suscitar diferencias y hacer armonía. Sin embargo, nuestros particularismos, nuestros exclusivismos, esos sí, debemos temerlos, porque provocan divisiones (cfr Exhort. ap. Evangelii gaudium, 131). Por tanto, el sueño de comunión precisamente de Jesús nos libera de la uniformidad y de las divisiones, dos cosas malas.
Otra palabra la tomamos del Evangelio de Mateo. En polémica con los escribas y los fariseos, Jesús dice a sus discípulos: «Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar ‘Rabbí’, porque uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie ‘Padre’ vuestro en la tierra, porque un solo es vuestro Padre: el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar ‘Directores’, porque uno solo es vuestros Director: el Cristo» (23,8-10). Aquí podemos contemplar el sueño de Jesús de una comunidad fraterna, donde todos participan en la base de la común relación filial con el Padre y en cuanto discípulos de Jesús. En particular, una comunidad de vida consagrada puede ser signo del Reino de Dios testimoniando un estilo de fraternidad participativa entre personales reales, concretas, que, con sus límites, eligen cada día, confiando en la gracia de Cristo, de vivir juntos. También los instrumentos actuales de comunicación pueden y deben estar al servicio de una participación real – no solo virtual- a la vida concreta de la comunidad (cfr Evangelii gaudium, 87).
El Evangelio nos entrega también el sueño de Jesús de una Iglesia misionera: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19-20). Este mandato se refiere a todos, en la Iglesia. No hay carismas que son misioneros y otros que no lo son. Todos los carismas, en cuanto dados a la Iglesia, son para la evangelización del pueblo, es decir, misioneros; naturalmente de formas diferentes, muy diferentes, según la “fantasía” de Dios. Un monje que reza en su monasterio hace su parte en el llevar al Evangelio a esa tierra, para enseñar a la gente que vive ahí que tenemos un Padre que nos ama y en este mundo estamos en camino hacia el Cielo. Por tanto, la pregunta es: ¿cómo se puede ser cistercienses de estrecha observancia y formar parte de «una Iglesia en salida» (Evangelii gaudium, 20)? En camino, pero es un camino de salida. ¿Cómo vivís vosotros la «dulce y confortadora alegría de evangelizar» (S. Pablo vi , Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 75)? Sería bonito escucharlo de vosotros, contemplativos. Por ahora, nos basta recordar que «en cualquier forma de evangelización el primado es siempre de Dios» y que «en toda la vida de la Iglesia debe manifestarse siempre que la iniciativa es de Dios, que “Él nos amó primero” (1 Jn 4,19)» (Evangelii gaudium, 12).
Finalmente, los Evangelios nos muestran a Jesús que cuida de sus discípulos, les educa con paciencia, explicándoles, a parte, el significado de algunas parábolas; e iluminando con la parábola del testimonio de su forma de vivir, de sus gestos. Por ejemplo, cuando Jesús, después de haber lavado los pies de sus discípulos, les dice: «porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13,15), el Maestro sueña la formación de sus amigos según el camino de Dios, que es la humildad y el servicio. Y luego cuando, poco después, afirma: «Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello» (Jn 16,12), Jesús hace entender que los discípulos tienen un camino para hacer, una formación que recibir; y promete que el Formador será el Espíritu Santo: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (v. 13). Y muchas podrían ser las referencias evangélicas que dan testimonio del sueño de formación en el corazón del Señor. Me gusta resumirles como un sueño de santidad, renovando esta invitación: «Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por él, elige a Dios una y otra vez. No te desalientes, porque tienes la fuerza del Espíritu Santo para que sea posible, y la santidad, en el fondo, es el fruto del Espíritu Santo en tu vida (cf. Ga 5,22-23)» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 15).
Queridos hermanos y hermanas, os doy las gracias por haber venido y os deseo que concluyáis de la mejor de las maneras vuestro Capítulo. La Virgen os acompañe. De corazón os bendigo a vosotros y a todos vuestros hermanos dispersos en el mundo. Y os pido por favor que recéis por mí.