Delante del santuario de Santa María de Collemaggio en L’Aquila, con ocasión de la “Perdonanza”, el Papa Francisco presidió la concelebración de la misa a las 10.00 del domingo 28 de agosto. A continuación, la homilía del Pontífice.
Los santos son una fascinante explicación del Evangelio. Su vida es el punto de vista privilegiado desde el cual podemos ver la buena noticia que Jesús vino a anunciar, y esto es que Dios es nuestro Padre y cada uno de nosotros es amado por Él. Este es el corazón del Evangelio, y Jesús es la prueba de este Amor, su encarnación, su rostro. Hoy celebramos la Eucaristía en un día especial para esta ciudad y para esta Iglesia: la Perdonanza Celestiniana. Aquí están custodiadas las reliquias del santo Papa Celestino v . Este hombre parece realizar plenamente lo que hemos escuchado en la primera Lectura: «Cuanto más grande seas, más debes humillarte, y ante el Señor hallarás gracia» (Ecle 3,18). Erróneamente recordamos la figura de Celestino v como “aquel que hizo el gran rechazo”, según la expresión de Dante en la Divina Comedia; pero Celestino v no ha sido el hombre del “no”, fue el hombre del “sí”.
De hecho, no existe otra manera de realizar la voluntad de Dios que asumiendo la fuerza de los humildes, no hay otra. Precisamente porque son tales, los humildes aparecen a los ojos de los hombres como débiles y perdedores, pero en realidad son los verdaderos vencedores, porque son los únicos que confían completamente en el Señor y conocen su voluntad. Es de hecho que «el Señor revela sus secretos a los humildes. […] Por los humildes es glorificado» (Ecle 3,19-20). En el espíritu del mundo, que está dominado por el orgullo, la Palabra de Dios de hoy nos invita a hacernos humildes y mansos. La humildad no consiste en la desvalorización de uno mismo, sino en ese sano realismo que nos hace reconocer nuestras potencialidades y también nuestras miserias. A partir precisamente de nuestras miserias, la humildad nos hace apartar la mirada de nosotros mismos para dirigirla a Dios, Aquel que todo lo puede y también obtiene lo que nosotros solos no podemos conseguir. «¡Todo es posible para quien cree!» (Mc 9,23). La fuerza de los humildes es el Señor, no las estrategias, los medios humanos, las lógicas de este mundo, los cálculos… No, es el Señor. En tal sentido, Celestino v fue un testigo valiente del Evangelio, porque ninguna lógica de poder lo ha podido encarcelar ni manejar. En él nosotros admiramos una Iglesia libre de las lógicas mundanas y plenamente testigo de ese nombre de Dios que es Misericordia. Este es el corazón mismo del Evangelio, porque la misericordia es saberse amados en nuestra miseria. Van juntos. No se puede entender la misericordia si no se entiende la propia miseria. Ser creyentes no significa acercarse a un Dios oscuro y que da miedo. Nos lo ha recordado la Carta a los hebreos: «No os habéis acercado a una realidad sensible: fuego ardiente, oscuridad, tinieblas, huracán, sonido de trompeta y a un ruido de palabras tal, que suplicaron los que lo oyeron no se les hablara más» (12,18-19). No, queridos hermanos y hermanas, nosotros nos hemos acercado a Jesús, al Hijo de Dios, que es la Misericordia del Padre y el Amor que salva. La misericordia es Él, y con la misericordia puede hablar solamente nuestra miseria. Si alguno de nosotros piensa en llegar a la misericordia por otro camino que no sea la propia miseria, se ha equivocado de camino. Por esto es importante entender la propia realidad.
L’Aquila, desde hace siglos, mantiene vivo el don que precisamente el Papa Celestino v le dejó. Es el privilegio de recordar a todos que con la misericordia y solo con ella, la vida de cada hombre y cada mujer puede ser vivida con alegría. Misericordia es la experiencia de sentirnos acogidos, puestos en pie, reforzados, sanados, animados. Ser perdonados es experimentar aquí y ahora lo que más se acerca a la resurrección.
El perdón es pasar de la muerte a la vida, de la experiencia de la angustia y de la culpa a la de la libertad y de la alegría. Que este templo sea siempre lugar en el que se pueda reconciliar, y experimentar esa Gracia que nos pone de nuevo en pie y nos da otra posibilidad. Nuestro Dios es el Dios de la posibilidad: “¿Cuántas veces, Señor? ¿Una? ¿Siete?” – “Setenta veces siete”. Es el Dios que te da siempre otra posibilidad. Sea un templo del perdón, no solo una vez al año, sino siempre, todos los días. Es así, de hecho, que se construye la paz, a través del perdón recibido y donado. Partir de la propia miseria y mirar ahí, buscando cómo llegar al perdón, porque también en la propia miseria encontraremos siempre una luz que es el camino para ir al Señor.
Es Él quien hace la luz en la miseria. Hoy, por la mañana, por ejemplo, pensé en esto, cuando habíamos llegado a L’Aquila y no podíamos aterrizar: niebla espesa, todo oscuro, no se podía. El piloto del helicóptero daba vueltas, vueltas, vueltas… Al final ha visto un pequeño hueco y ha entrado ahí: lo ha logrado, un maestro. Y he pensado en la miseria: con la miseria sucede lo mismo, con la propia miseria. Muchas veces ahí, mirando quién somos, nada, menos de nada; y damos vueltas, vueltas… Pero a veces el Señor hace un pequeño hueco: ¡métete ahí dentro, son las llagas del Señor! Ahí está la misericordia, pero está en tu miseria. Está el agujero que en tu miseria el Señor te hace para poder entrar. Misericordia que viene en la tuya, en la mía, en nuestra miseria. Queridos hermanos y queridas hermanas, vosotros habéis sufrido mucho a causa del terremoto, y como pueblo estáis tratando de levantaros y volver a poneros de pie. Pero quien ha sufrido debe poder atesorar el propio sufrimiento, debe comprender que en la oscuridad experimentada se le ha hecho también el don de entender el dolor de los otros.
Vosotros podéis custodiar el don de la misericordia porque conocéis qué significa perder todo, ver caer lo que se ha construido, dejar lo que era más querido para vosotros, sentir el desgarro de la ausencia de quien se ha amado. Vosotros podéis custodiar la misericordia porque habéis experimentado la miseria.
Cada uno en la vida, sin tener por fuerza que vivir un terremoto, puede, por así decir, experimentar un “terremoto del alma”, que lo pone en contacto con la propia fragilidad, los propios límites, la propia miseria. En esta experiencia se puede perder todo, pero se puede también aprender la verdadera humildad. En tales circunstancias uno se puede dejar envilecer por la vida, o se puede aprender la mansedumbre. Humildad y mansedumbre, entonces, son las características de quien tiene la tarea de custodiar y testimoniar la misericordia. Sí, porque la misericordia, cuando viene de nosotros es porque nosotros la custodiamos, y también porque nosotros podemos dar testimonio de esta misericordia. Es un don para mí, la misericordia, para mí miserable, pero esta misericordia debe ser también transmitida a los otros como don por parte del Señor. Sin embargo, hay una campana de alarma que nos dice si nos estamos equivocando de camino, y el Evangelio de hoy lo recuerda (cfr Lc 14,1.7-14).
Jesús es invitado a comer – hemos escuchado – a casa de un fariseo y observa con atención cómo muchos corren para tomar los mejores lugares de la mesa. Esto le da una clave para contar una parábola que permanece válida también para nosotros hoy: «Cuando seas convidado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto, no sea que haya sido convidado por él otro más distinguido que tú, y viniendo el que os convidó a ti y a él, te diga: ‘Deja el sitio a éste’, y entonces vayas a ocupar avergonzado el último puesto» (vv. 8-9). Demasiadas veces uno piensa que vale en función del lugar que ocupa en este mundo. El hombre no es el lugar que ocupa, el hombre es la libertad de la que es capaz y que manifiesta plenamente cuando ocupa el último lugar, o cuando se le reserva un lugar en la Cruz. El cristiano sabe que su vida no es una carrera de la manera de este mundo, sino una carrera de la manera de Cristo, que dirá de sí mismo que ha venido para servir y no para ser servido (cfr Mc 10,45).
Hasta que no comprendamos que la revolución del Evangelio está toda en este tipo de libertad, seguiremos asistiendo a guerras, violencias e injusticias, que no son otra cosa que el síntoma externo de una falta de libertad interior. Ahí donde no hay libertad interior, se abren paso el egoísmo, el individualismo, el interés, los abusos y todas estas miserias. Y las miserias toman el mando.
¡Hermanos y hermanas, que L’Aquila sea realmente capital de perdón, capital de paz y de reconciliación! Que L’Aquila sepa ofrecer a todos esa transformación que María canta en el Magnificat: «Liberó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes» (Lc 1,52); la que Jesús nos ha recordado en el Evangelio de hoy: «Porque todo el que se ensalce, será humillado: y el que se humille, será ensalzado» (Lc 14,11). Y precisamente a María, por vosotros venerada con el título de Salvación del pueblo aquilano, queremos encomendar el propósito de vivir según el Evangelio. Su materna intercesión obtenga para el mundo entero el perdón y la paz. La conciencia de la propia miseria y la belleza de la misericordia.