En Apertura
Había un jardín
Hoy en día, caminar en un hermoso parque ya no es un privilegio de unos pocos. Hubo un tiempo en el que solo los aristócratas podían permitirse vivir en castillos rodeados de extraordinarios jardines, casi siempre construidos según el famoso modelo del “jardín italiano”. Sin embargo, si se quiere intentar comprender el mito bíblico del jardín del Edén, que es uno de los dos relatos de la creación con los que abre el libro del Génesis (2-3), hay que apelar a una imaginario muy distinto. Es necesario haber estado en Oriente Próximo, donde nacieron los relatos bíblicos, o incluso en Andalucía, donde todavía es posible experimentar porque la imagen de un jardín nos remite al origen de todo lo que vive. El agua de las fuentes que brota y gorgotea, la sombra que vence incluso a un sol implacable que lo abrasa todo a su alrededor, la exuberancia de plantas y flores que lucen su belleza… Solo quien ha podido saborear esta mezcla de sensaciones puede comprender por qué en la Biblia el gran misterio del nacimiento de la vida se remonta a la obra de un Dios que “plantó un jardín en Edén, hacia Oriente, y colocó en él al hombre que había modelado” (2, 8); un Dios quien es representado como un soberano o un alto funcionario de la corte oriental “que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa”.
Dentro de este jardín se desarrolla todo el gran mito del segundo relato de la creación: una puesta en escena rica en claroscuros como la vida humana en la que la fuerza y la fragilidad, la armonía y la laceración se encuentran y se entrelazan. El Edén es más que un escenario o un decorado de cine. Es un lugar que rezuma vida. Gracias a un manantial de agua que brotó de la tierra y regó el suelo, Dios puede moldear el polvo de la tierra y luego, infundiéndole su aliento de vida, convertirlo en un ser vivo; y será gracias a ese ser vivo que el jardín vendrá cultivado y custodiado y así los animales adquirirán su identidad porque recibirán un nombre. En el Edén la vida no solo comienza, sino que estalla con toda su energía, positiva y negativa. Sin esta polaridad, sin esta tensión, la vida no es vida y Dios tampoco es Dios. La idea bíblica de Dios solo toma forma si se pone en relación con la verdad de esta vida. Vida real, no artificial y, por eso mismo, llena de contrastes y, sobre todo, de soberanía limitada.
Para los seres humanos, y solo para ellos, el Edén no es simplemente el lugar donde, mecánica y determinísticamente la vida se reproduce. Es el lugar de la inteligencia de la vida con todo lo que ello conlleva. Muchos siglos después, lo dirá un sabio israelita, hijo de Sira, acogiendo el significado más profundo del relato del Génesis, que no narra una creación desde la nada, sino que revela el don de secreto de la vida porque “discernimiento, lengua y ojos, oídos y corazón les dio para pensar. Los llenó de ciencia y entendimiento, y les enseñó el bien y el mal. Puso su mirada en sus corazones” (Eclesiástico 17, 6-7).
El Edén, el jardín de la vida, es el lugar donde pensamos, donde surgen las preguntas y donde buscamos el significado profundo de las cosas; el lugar donde, a diferencia de todos los demás seres vivos, el ser humano debe medirse con discernimiento, experimentar lo que implica la diversidad entre especies y entre sexos, lidiar con engaños y seducciones, aceptar que sin muerte no hay vida porque ser humano comporta el deseo de comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, es decir, acceder al misterio más profundo de la vida, aunque esto requiera dejar de vivir y de comer el fruto del árbol de la vida para siempre.
El guion del mito del Edén se desarrolla en la paradoja por la que Dios quiere proteger al hombre del peso de la plena conciencia de la vida (2, 16 : “Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás, porque el día en que comas de él, tendrás que morir”) y la comprensión de que el conocimiento del bien y del mal no es gratuito (3, 22: “He aquí que el hombre se ha hecho como uno de nosotros en el conocimiento del bien y el mal; no vaya ahora a alargar su mano y tome también del árbol de la vida, coma de él y viva para siempre”). El jardín solo puede asistir mudo al nacimiento de la conciencia y a la pérdida de la inocencia. No hay vuelta atrás, y lo que cuenta el mito, además de original, es originario. La polaridad entre el bien y el mal domina la condición humana. No solo las relaciones entre los humanos, sino también la relación con la tierra y todo lo que en ella vive. No podemos fingir que no lo sabemos. Para la fe bíblica, la conciencia de ser el único ser vivo capaz de “cultivar y custodiar” la tierra es un hecho teológico. No en vano, lo que otros llaman el universo o el cosmos o incluso el planeta tierra, los creyentes lo llaman Creación. Y sienten que comparten la responsabilidad con Dios mismo. ¿Por qué, entonces, el planeta en el que vivimos hoy está tan gravemente enfermo? ¿Por qué, a pesar de las evidencias científicas y los llamamientos a cuidar la tierra, nos dejamos seducir por intereses inmediatos aun cuando resultan sentencias de muerte para el futuro de todos?
No son preguntas retóricas precisamente porque, como nos cuenta la historia del Edén, ahora se ha tomado el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal: uno puede equivocarse, por supuesto, pero uno no puede eludir la responsabilidad de lo que eres y de lo que se hace. Esta es la identidad profunda de los humanos. Por ello, con su encíclica Laudato Si’ (2015) el Papa Francisco no ha querido, no solamente proponer un análisis amplio y a la vez riguroso de lo que identifica como “la raíz humana de la crisis ecológica” (101-136) y trazar las líneas de “una ecología integral” (137-162), sino también ha querido recordar con fuerza la responsabilidad política de cada uno con el planeta (163-201). En varias ocasiones, Francisco recuerda que es responsabilidad de todos y cada uno y por eso dirige su encíclica “a cada persona que habita este planeta” (3), como lo hizo por primera vez Juan XXIII con su Pacem in terris (1963). Cuando se trata de paz o de crisis ecológica, todos, independientemente de las diferentes creencias ideológicas o religiosas, deben sentirse llamados a promover el bien común.
Siempre se debe agregar un apéndice a estos documentos con los nombres de todos aquellos que dedicaron su vida, a veces hasta el martirio, por la paz o por el cuidado de la Casa Común. Hombres y mujeres, pero sobre todo mujeres. Contra las guerras, en defensa de la Tierra, a la que sienten más como madre que como hermana, las mujeres de todo el mundo intentan tejer la red de relaciones entre los seres humanos y con el planeta redimido del delirio de la omnipotencia. Quizás también porque para ellas a estas alturas ser hijas de Eva ya no significa llevar sobre sí el peso de la culpa, sino hacerse cargo del conocimiento del bien y del mal. Sabiendo muy bien que esto implica aceptar toda la dolorosa ambigüedad del vivir.
En cuanto a mí, entendí esto hace muchos años cuando asistí a una conferencia de teólogos de la liberación que se llevó a cabo en Sao Paulo, en Brasil. Entré en una inmensa sala en cuyo fondo dominaba un impresionante mural que evocaba el fresco de la creación de Miguel Ángel. Sin embargo, no exaltaba el poder viril de Adán, sino la generatividad de Eva. De su vientre brotaba el río de agua que da vida a todos los frutos de la tierra y a lo que la inteligencia humana es capaz de crear. Comprendí ese día por qué el mito bíblico del jardín del Edén termina con la afirmación: “Adán llamó a su mujer Eva, por ser la madre de todos los que viven”. (Génesis 3:20).
de Marinella Perroni
Biblista, Pontificio Ateneo San Anselmo