Sentados en los bancos de una iglesia, nuestros catequistas desde el inicio de nuestra formación cirstiana nos han enseñado que Dios es amor (1 Jn 4,8), y seguramente en nuestra imaginación surgieron tantas imágenes asociadas a la ternura divina. Sin embargo, el evangelio de este domingo 14 de agosto (Lc 12,49-53), nos deja con la boca abierta: «He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo», ¿Cristo que dice que ha venido a «prender fuego a la tierra» y que incluso desea «que ya esté ardiendo»? ¿Qué puede uno pensar? ¿Que Dios está a favor de las armas? ¿Cristo es el nuevo “libertador-guerrillero”?
Quien así piensa razona desde el plano meramente racional, humano, con un sentido terrenal. Y no creo que el Evangelio se deba leer con esa perspectiva meramente humana.
Cristo habla de división y guerra. El hombre, como sabemos y se nos ha enseñado, es libre, goza de ese privilegio que las criaturas jamás podrán tener. Y si Dios nos creó libres, es consecuencia que respete nuestra libertad y los efectos que de nuestra libertad se originen. El hombre ante el dilema de la vida virtuosa y la vida viciosa, no siempre escoge el bien y la vida ética. Decide por iniciativa propia sabiendo o no las consecuencias que derivarán de sus acciones. Y sus decisiones tantas veces no son buenas. El texto sagrado nos da testimonio de ello desde las primeras páginas del texto sagrado. ¿No es Caín quien mata a su hermano?
Después del destierro originario, después de haber comido del fruto prohibido, cuando, siempre según la narración del Génesis, entra el mal en el mundo.
Guerras, asesinatos, violencias, desengaños, traiciones, suicidios se sucederan en la páginas de la historia humana.
«He venido a prender fuego a la tierra», no puede significar que una fogosa invitación a la lucha del alma, a la lucha contra los poderes de la seducción del mal. El fuego nos dicen los exegetas es sinónimo de purifiación, signo de renovación, iniciación, nueva vida y también de forja de temple, de robustecimiento interior.
Cristo desea que arda esta lucha, porque solo quien emprende las armas del espíritu, como la oración y misericordia hacia el prójimo, podrá inciar un camino que durará toda la vida.
Ahora el bien no descansa y por eso la segunda persona de la Trinidad nos pone en guardia, porque en momentos de la vida, incluso dentro de la familia, se sentirá el olor del pecado, de la putrefacción de las almas que han optado por el mal. Por eso espera que el mundo arda. Y él mismo se consume interiormente por ver que arda el mundo, pero de ese fuego que viene del Espíritu.
Y aquí está el segundo elemento fundamental: la obra del Espíritu en cada alma.
Y es que en la vida espiritual si no se quiere caer en el pelagianismo, esas arenas movedizas del espíritu, donde se piensa que las propias fuerzas bastan para seguir adelente, y sin embargo no se avanza porque no se deja entrar al artífice del cambio: el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo.
Es así que el salmo de este domingo nos invita a gritar ayuda, piedad y misericordia a Dios: «Señor, date prisa en socorrerme» (Sal 39,2.3;4.18). No tardes en llegar, que nuestra alma desfallece. No tardes en hacer llegar tu luz en medio de los innumerables escenarios de guerra y destrucción que aquejan incluso nustro presente. Ilumina las mentes de quienes han decidido seguir el camino del mal, de la soberbia, del poder sin límites ni control.
Se reconoce la propia impotencia en el camino del bien, con esa actitud de humildad porque se reconoce la propia debilidad y al mismo tiempo se acepta la autoridad y el poder divino. Y es que el hombre necesita del absoluto, tanta corrupción, tanto pecado, tanta malicia con la que tiene contacto, ponen en riesgo su esperanza y sus certezas. Perderse en el mal del mundo, sin trascender es dejar que las aguas pantanosas de la tristeza y la desolación poco a poco vayan carcomiendo esa luz que recibimos el día que fuimos concebidos. Sin Dios, sin ese principio absoluto de nuetra vida, sin ese referente trascendental no hay salvación. Por eso no es de extrañar que el texto sagrado también exclame «maldito el hombre que confía en el hombre» (Jer 17,5)...
Porque nuestra esperanza no pude depender de la fragilida de otro hombre que también necesita a Dios.
Tamibién nosotros estamos deseosos de que el mundo arda, de que inicie esa lucha por conquistar almas virtuosas, almas con esperanza, almas que nunca dejen desear el amor, esa arma poderosa que nos unirá siempre con el Creador que también es amor, y en donde un día esperamos también gozar.
Don Gustavo Ramírez