Uniéndose a las miles de personas que participan en la peregrinación anual en la fiesta litúrgica de los santos Joaquín y Ana, en la tarde del 26 de julio el Papa fue al lago de Santa Ana, donde presidió la liturgia de la Palabra. Publicamos a continuación la homilía pronunciada en español.
Queridos hermanos y hermanas, âba-wash-did! Tansi! Oki! [¡buenos días!]
Es hermoso para mí estar aquí, peregrino con ustedes y en medio de ustedes. En estos días, hoy especialmente, me llamó la atención el sonido de los tambores que me han acompañado allí donde he ido. Este latido de los tambores me parecía el eco del latido de muchos corazones. Los corazones que, durante siglos, han vibrado en estas aguas; los corazones de tantos peregrinos que juntos han marcado el paso para alcanzar este “lago de Dios”. Aquí se puede captar el latido coral de un pueblo peregrino, de generaciones que se han puesto en camino hacia el Señor para experimentar su obra de sanación. ¡Cuántos corazones llegaron aquí anhelantes y fatigados, lastrados por las cargas de la vida, y junto a estas aguas encontraron la consolación y la fuerza para seguir adelante! También aquí, sumergidos en la creación, hay otro latido que podemos escuchar, el latido materno de la tierra. Y así como el latido de los niños, desde el seno materno, está en armonía con el de sus madres, del mismo modo para crecer como seres humanos necesitamos acompasar los ritmos de la vida con los de la creación que nos da la vida. Así pues, vayamos de nuevo a nuestras fuentes de vida: a Dios, a los padres y, en el día y en la casa de santa Ana, a los abuelos, que saludo con gran afecto.
Transportados por estos latidos vitales, estamos ahora aquí, en silencio, contemplamos las aguas de este lago. Esto nos ayuda a volver también a las fuentes de la fe. Nos permite peregrinar idealmente hasta los lugares santos. Imaginar a Jesús, que desarrolló gran parte de su ministerio precisamente a la orilla de un lago, el Lago de Galilea. Allí escogió y llamó a los Apóstoles, proclamó las Bienaventuranzas, narró la mayor parte de las parábolas, realizó signos y curaciones. Por otro lado, aquel lago constituía el corazón de la «Galilea de las naciones» (Mt 4,15), una zona periférica, de comercio, donde confluían distintas poblaciones, coloreando la región de tradiciones y cultos dispares. Se trataba del lugar más distante, geográfica y culturalmente, de la pureza religiosa, que se concentraba en Jerusalén, junto al templo. Podemos, pues, imaginar aquel lago, llamado mar de Galilea, como una concentración de diferencias. En sus orillas se encontraban pescadores y publicanos, centuriones y esclavos, fariseos y pobres, hombres y mujeres de las más variadas proveniencias y extracciones sociales. Allí precisamente, precisamente allí, Jesús predicó el Reino de Dios. No a gente religiosa seleccionada, sino a pueblos distintos que, como hoy, acudían de varias partes, predicó acogiendo a todos y en un teatro natural como este. Dios eligió ese contexto poliédrico y heterogéneo para anunciar al mundo algo revolucionario: por ejemplo, “pongan la otra mejilla, amen a los enemigos, vivan como hermanos para ser hijos de Dios, Padre que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (cf. Mt 5,38-48). De ese modo, precisamente aquel lago, “mestizado de diversidad”, fue la sede de un inaudito anuncio de fraternidad, de una revolución sin muertos ni heridos, la revolución del amor. Y aquí, en las orillas de este lago, el sonido de los tambores que atraviesa los siglos y une gentes distintas, nos lleva hasta aquel entonces. Nos recuerda que la fraternidad es verdadera si une a los que están distanciados, que el mensaje de unidad que el cielo envía a la tierra no teme las diferencias y nos invita a la comunión, a la comunión de las diferencias, para volver a comenzar juntos, porque todos —¡todos!— somos peregrinos en camino.
Hermanos, hermanas, peregrinos de estas aguas, ¿qué podemos tomar de ellas? La Palabra de Dios nos ayuda a descubrirlo. El profeta Ezequiel ha repetido por dos veces que las aguas que surgen del templo, para el pueblo de Dios, “dan la vida” y “sanan” (cf. Ez 47,8-9).
Dan la vida. Pienso en las abuelas que están aquí con nosotros. Tantas. Queridas abuelas, sus corazones son fuentes de las que surge el agua viva de la fe, con la que han apagado la sed de hijos y nietos. Me admira el papel vital de la mujer en las comunidades indígenas. Ocupan un puesto de mucho relieve en cuanto fuentes benditas de vida, no sólo física sino también espiritual. Y, pensando en sus kokum, pienso en mi abuela. De ella recibí el primer anuncio de la fe y aprendí que el Evangelio se transmite así, a través de la ternura del cuidado y la sabiduría de la vida. La fe raramente nace leyendo un libro nosotros solos en un salón, sino que se difunde en un clima familiar, se transmite en la lengua de las madres, con el dulce canto dialectal de las abuelas. Me alegra ver aquí a tantos abuelos y bisabuelos. Gracias. Se los agradezco, y quisiera decir a cuantos tienen ancianos en casa, en la familia, ¡tienen un tesoro! Custodian entre sus muros una fuente de vida; por favor, háganse cargo de ellos como de la herencia más valiosa para amar y custodiar.
El profeta decía que las aguas, además de dar vida, sanan. Este aspecto nos traslada a las orillas del lago de Galilea, donde Jesús «sanó a muchos enfermos que sufrían de diversos males» (Mc 1,34). Allí, «al ponerse el sol, le llevaban todos los enfermos» (v. 32). Esta tarde imaginémonos alrededor del lago con Jesús, mientras Él se acerca, se inclina y, con paciencia, compasión y ternura, cura tantos enfermos en el cuerpo y en el espíritu: endemoniados, leprosos, paralíticos, ciegos, pero también personas afligidas, descorazonadas, perdidas y heridas. Jesús ha venido y viene todavía a hacerse cargo de nosotros, a consolar y sanar nuestra humanidad sola y agotada. A todos, también a nosotros, dirige la misma invitación: «Vengan a mí todos los cansados y abrumados por cargas, yo los haré descansar» (Mt 11,28). O, como en el texto que hemos escuchado esta tarde: «El que tenga sed, que venga a mí y beba» (Jn 7,37). Hermanos, hermanas, todos nosotros necesitamos de la sanación de Jesús, médico de las almas y de los cuerpos. Señor, como la gente a la orilla del mar de Galilea no tenía miedo de clamar por sus necesidades, también nosotros, Señor, esta tarde acudimos a ti, con el dolor que llevamos dentro. Te traemos nuestra aridez y nuestras dificultades, te traemos los traumas de la violencia padecida por nuestros hermanos y hermanas indígenas. En este lugar bendito, donde reinan la armonía y la paz, te presentamos las disonancias de nuestra historia, los terribles efectos de la colonización, el dolor imborrable de tantas familias, abuelos y niños. Señor, ayúdanos a sanar nuestras heridas. Sabemos que esto requiere esfuerzo, cuidado y hechos concretos de nuestra parte. Pero sabemos también, Señor, que solos no lo podemos hacer. Nos confiamos a Ti y a la intercesión de tu madre y de tu abuela.
Sí, Señor, nos confiamos a la intercesión de tu madre y de tu abuela, porque las madres y las abuelas ayudan a sanar las heridas del corazón. Durante los dramas de la conquista, fue Nuestra Señora de Guadalupe la que transmitió la recta fe a los indígenas, hablando su lengua, vistiendo sus trajes, sin violencia y sin imposiciones. Y, poco después, con la llegada de la imprenta, se publicaron las primeras gramáticas y catecismos en lenguas indígenas. ¡Cuánto bien han hecho en este sentido los misioneros auténticamente evangelizadores para preservar en muchas partes del mundo las lenguas y las culturas autóctonas! En Canadá, esta “inculturación materna” que se realizó por obra de santa Ana, unió la belleza de las tradiciones indígenas y de la fe, las plasmó con la sabiduría de una abuela, que es dos veces mamá. También la Iglesia es mujer, también la Iglesia es madre. De hecho, nunca hubo un momento en su historia en que la fe no haya sido transmitida, en lengua materna, por las madres y por las abuelas. En cambio, parte de la herencia dolorosa que estamos afrontando nace por haber impedido a las abuelas indígenas transmitir la fe en su lengua y en su cultura. Esta pérdida ciertamente es una tragedia, pero vuestra presencia aquí es un testimonio de resiliencia y de reinicio, de peregrinaje hacia la sanación, de apertura del corazón a Dios que sana nuestro ser comunidad. Hoy, todos nosotros, como Iglesia, necesitamos sanación, necesitamos ser sanados de la tentación de encerrarnos en nosotros mismos, de elegir la defensa de la institución antes que la búsqueda de la verdad, de preferir el poder mundano al servicio evangélico. Hermanos y hermanas, ayudémonos a contribuir para edificar con el auxilio de Dios una Iglesia madre como Él quiere: capaz de abrazar a cada hijo e hija; abierta a todos y que hable a cada uno, a cada una; que no vaya contra nadie, sino que vaya al encuentro de todos.
Las multitudes del lago de Galilea que se agolpaban entorno a Jesús se componían principalmente de gente común, gente sencilla que le llevaba sus propias necesidades y sus propias heridas. De la misma forma, si queremos cuidar y sanar la vida de nuestras comunidades, no podemos comenzar sino desde los pobres, desde los marginados. Con demasiada frecuencia nos dejamos guiar por los intereses de unos pocos que están bien; es necesario mirar más a las periferias y ponerse a la escucha del grito de los últimos, es necesario saber acoger el dolor de los que, muchas veces en silencio, en nuestras ciudades masificadas y despersonalizadas, gritan: “No nos dejen solos”. Es también el grito de los ancianos que corren el peligro de morir solos en casa o abandonados en una estructura, o de los enfermos incómodos a los que, en vez de afecto, se les suministra muerte. Es el grito sofocado de los muchachos y muchachas más cuestionados que escuchados, los cuales delegan su libertad a un teléfono móvil, mientras en las mismas calles otros coetáneos suyos vagan perdidos, anestesiados por alguna diversión, cautivos de adicciones que los vuelven tristes e insatisfechos, incapaces de creer en sí mismos, de amar aquello que son y la belleza de la vida que tienen. No nos dejen solos es el grito de quien quisiera un mundo mejor, pero que no sabe por dónde comenzar. Jesús, que nos sana y consuela con el agua viva de su Espíritu, esta tarde en el Evangelio nos pide también que de nosotros, desde el seno de quien cree, “broten ríos de agua viva” (cf. v. 38). Y nosotros, ¿sabemos calmar la sed de nuestros hermanos y hermanas? Mientras seguimos pidiendo consuelo a Dios, ¿sabemos darlo también a los demás? ¡Cuántas veces nos liberamos de tantos pesos interiores, por ejemplo, de no sentirnos amados y respetados, cuando comenzamos a amar a los demás gratuitamente! En nuestras soledades e insatisfacciones Jesús nos empuja a salir, nos empuja a dar, nos empuja a amar. Y entonces, me pregunto: ¿qué hago yo por quien me necesita? Mirando a los pueblos indígenas, pensando en sus historias y en el dolor que han sufrido, ¿qué hago yo por ellos? ¿Escucho con curiosidad mundana y me escandalizo por lo que ocurrió en el pasado, o hago algo concreto por ellos? ¿Rezo, leo, me informo, me acerco, me dejo conmover por sus historias? Y, mirándome a mí mismo, si me encuentro en el sufrimiento, ¿escucho a Jesús que me quiere llevar fuera del recinto de mi descontento y me invita a volver a empezar, a superarlo, a amar? A veces, el mejor modo para ayudar a otra persona no es darle enseguida lo que quiere, sino acompañarla, invitarla a amar, a donarse. Porque es así, a través del bien que podría hacer por los demás, que descubrirá sus ríos de agua viva, que descubrirá el tesoro único y valioso que es él mismo.
Queridos hermanos y hermanas indígenas, he venido como peregrino también para decirles lo valiosos que son para mí y para la Iglesia. Deseo que la Iglesia esté entretejida entre nosotros, con la misma fuerza y unión que tienen los hilos de esas franjas coloreadas que tantos de ustedes llevan. Que el Señor nos ayude a ir hacia adelante en el proceso de sanación, hacia un futuro cada vez más saludable y renovado. Creo que sería también el deseo de sus abuelas y de sus abuelos, de nuestros abuelos y de nuestras abuelas.
Que los abuelos de Jesús, los santos Joaquín y Ana, bendigan nuestro camino.