La tercera jornada del viaje en Canadá se abrió con la misa presidida por el Papa en el Commonwealth Stadium de Edmonton. En la mañana del martes 26 de julio, fiesta litúrgica de santos Joaquín y Ana, más de cincuenta mil personas llenaron la instalación deportiva de la capital de Alberta donde tuvo lugar la celebración, durante la cual el Pontífice pronunció en español la homilía que publicamos a continuación.
Hoy es la fiesta de los abuelos de Jesús; el Señor ha querido que nos reuniéramos en gran número precisamente en esta ocasión tan querida para ustedes, como para mí. En la casa de Joaquín y Ana, el pequeño Jesús conoció a sus mayores y experimentó la cercanía, la ternura y la sabiduría de sus abuelos. Pensemos también en nuestros abuelos y reflexionemos sobre dos aspectos importantes.
El primero. Somos hijos de una historia que hay que custodiar. No somos individuos aislados, no somos islas, nadie viene al mundo desconectado de los demás. Nuestras raíces, el amor que nos esperaba y que recibimos cuando vinimos al mundo, los ambientes familiares en los que crecimos, forman parte de una historia única que nos ha precedido y nos ha generado. No la elegimos nosotros, sino que la recibimos como un regalo; y es un regalo que estamos llamados a custodiar. Porque, como nos lo ha recordado el libro del Eclesiástico, somos «la descendencia» de los que nos han precedido, somos su «rica herencia» (Si 44,11). Una herencia que, más allá de las proezas o de la autoridad de unos, de la inteligencia o de la creatividad de otros en el canto o en la poesía, tiene su centro en la justicia, en ser fieles a Dios y a su voluntad. Y eso es lo que nos han transmitido. Para aceptar de verdad lo que somos y cuánto valemos, tenemos que hacernos cargo, de aquellos de quienes descendemos, aquellos que no pensaron sólo en sí mismos, sino que nos transmitieron el tesoro de la vida. Estamos aquí gracias a nuestros padres, pero también gracias a nuestros abuelos, que nos hicieron experimentar que somos bienvenidos en el mundo. A menudo fueron ellos los que nos amaron sin reservas y sin esperar nada de nosotros; nos tomaron de la mano cuando teníamos miedo, nos tranquilizaron en la oscuridad de la noche, nos alentaron cuando a plena luz del día tuvimos que decidir sobre nuestra vida. Gracias a nuestros abuelos recibimos una caricia de parte de la historia; aprendimos que la bondad, la ternura y la sabiduría son raíces firmes de la humanidad. Muchos de nosotros hemos respirado en la casa de los abuelos la fragancia del Evangelio, la fuerza de una fe que tiene sabor de hogar. Gracias a ellos descubrimos una fe familiar, una fe doméstica; sí, es así, porque la fe se comunica esencialmente así, se comunica “en lengua materna”, se comunica en dialecto, se comunica a través del afecto y el estímulo, el cuidado y la cercanía.
Esta es nuestra historia que hay que custodiar, la historia de la que somos herederos; somos hijos porque somos nietos. Los abuelos imprimieron en nosotros el sello original de su forma de ser, dándonos dignidad, confianza en nosotros mismos y en los demás. Ellos nos transmitieron algo que dentro de nosotros nunca podrá ser borrado y, al mismo tiempo, nos han permitido ser personas únicas, originales, libres. Precisamente de nuestros abuelos aprendimos que el amor jamás es una imposición, nunca despoja al otro de su libertad interior. De esta manera, Joaquín y Ana amaron a María y amaron a Jesús; y así es cómo María amó a Jesús, con un amor que nunca lo asfixió ni lo retuvo, sino que lo acompañó a abrazar la misión para la que había venido al mundo. Tratemos de aprender esto como individuos y como Iglesia: no oprimir nunca la conciencia de los demás, no encadenar jamás la libertad de los que tenemos cerca y, sobre todo, no dejar nunca de amar y respetar a las personas que nos precedieron y nos han sido confiadas, tesoros preciosos que custodian una historia más grande que ellos mismos.
Custodiar la historia que nos ha generado —nos dice el Libro del Eclesiástico— significa no empañar “la gloria” de nuestros antepasados, no perder su recuerdo, no olvidarnos de la historia que dio a luz nuestra vida, acordarnos siempre de aquellas manos que nos acariciaron y nos tuvieron en sus brazos. Porque es en esta fuente donde encontramos consuelo en los momentos de desánimo, luz en el discernimiento, valor para afrontar los desafíos de la vida. Pero también custodiar la historia que nos ha generado significa volver siempre a esa escuela donde aprendimos y vivimos el amor. Ante las decisiones que tenemos que tomar hoy, significa preguntarnos qué harían los mayores más sabios que hemos conocido si estuvieran en nuestro lugar, qué nos aconsejan o nos aconsejarían nuestros abuelos y bisabuelos.
Queridos hermanos y hermanas, preguntémonos, entonces, ¿somos hijos y nietos que sabemos custodiar la riqueza que hemos recibido? ¿Recordamos las buenas enseñanzas que hemos heredado? ¿Hablamos con nuestros mayores, nos tomamos el tiempo para escucharlos? En nuestras casas, cada vez más equipadas, cada vez más modernas y funcionales, ¿sabemos cómo habilitar un espacio digno para conservar sus recuerdos, un lugar especial, un pequeño santuario familiar que, a través de imágenes y objetos amados, nos permita también elevar nuestros pensamientos y oraciones a quienes nos han precedido? ¿Hemos conservado la Biblia o el rosario de nuestros antepasados? Rezar por ellos y en unión con ellos, dedicar tiempo a recordarlos, conservar su legado. En la niebla del olvido que asalta nuestros tiempos vertiginosos, hermanos y hermanas, es necesario cuidar las raíces, y así es cómo crece el árbol, así se construye el futuro.
Reflexionamos ahora sobre un segundo aspecto: además de ser hijos de una historia que hay que custodiar, somos artesanos de una historia que hay que construir. Cada uno de nosotros puede reconocer lo que es, con sus luces y sus sombras, según el amor que ha recibido o le ha faltado. El misterio de la vida humana es este: todos somos hijos de alguien, fuimos generados y formados por alguien, pero cuando nos hacemos adultos, estamos también llamados a generar, a ser padres, madres y abuelos de alguien más. Así, pues, viendo a la persona en que nos hemos convertido, ¿qué queremos de nosotros mismos? Los abuelos de los que procedemos, los mayores que soñaron, esperaron y se sacrificaron por nosotros, nos plantean una pregunta fundamental: ¿qué tipo de sociedad queremos construir? Hemos recibido tanto de manos de los que nos han precedido, ¿qué queremos dejar en herencia a nuestra posteridad? ¿Una fe viva o una fe al “agua de rosas”, una sociedad basada en el beneficio individual o basada en la fraternidad, un mundo en paz o un mundo en guerra, una creación devastada o un hogar todavía acogedor?
Y no olvidemos que este movimiento da vida, pues va desde las raíces hasta las ramas, las hojas y las flores y los frutos del árbol. La verdadera tradición se expresa en esta dimensión vertical: de abajo para arriba. Tengamos cuidado de no caer en la caricatura de la tradición, que no se mueve en una línea vertical —de las raíces al fruto— sino en una línea horizontal —adelante-atrás— que nos lleva a la cultura del “retroceso” como refugio egoísta; y que no hace más que encasillar el presente y preservarlo en la lógica del “siempre se hizo así”.
En el Evangelio que hemos escuchado, Jesús dice a los discípulos que son dichosos porque pueden ver y oír lo que tantos profetas y justos desearon ver y oír (cf. Mt 13,16-17). Efectivamente, muchos creyeron en la promesa de Dios de la venida del Mesías, le prepararon el camino, anunciaron su llegada. Sin embargo, ahora que el Mesías ha llegado, los que pueden verlo y oírlo están llamados a acogerlo y a anunciarlo.
Hermanos y hermanas, esto también vale para nosotros. Nuestros predecesores nos transmitieron una pasión, una fuerza y un anhelo, un fuego que nos corresponde reavivar; no se trata de custodiar cenizas, sino de reavivar el fuego que ellos encendieron. Nuestros abuelos y nuestros mayores deseaban ver un mundo más justo, más fraternal, más solidario, y lucharon por darnos un futuro. Ahora, nos toca a nosotros no decepcionarlos. Nos toca hacernos cargo de esta tradición que recibimos, porque la tradición es la fe viva de nuestros muertos. Por favor, no la convirtamos en tradicionalismo, que es la fe muerta de los vivientes, como dijo un pensador. Respaldados por ellos, por nuestros mayores, que son nuestras raíces, nos corresponde a nosotros dar fruto. Nosotros somos las ramas que deben florecer y producir nuevas semillas en la historia. Así pues, hagámonos una pregunta concreta. Ante la historia de la salvación a la que yo pertenezco y frente a quienes me han precedido y amado, ¿qué hago? Si tengo un papel único e insustituible en la historia, ¿qué huella estoy dejando en mi camino; qué estoy haciendo, qué estoy dejando a los que me siguen; qué estoy dando de mí? Muchas veces la vida se mide por el dinero que se gana, por la carrera que se realiza, por el éxito y la consideración que se recibe de los demás. Pero estos no son criterios generativos. La pregunta es: ¿estoy generando, estoy generando vida? ¿Estoy difundiendo en la historia un amor nuevo y renovado? ¿Anuncio el Evangelio allí donde vivo, sirvo a alguien gratuitamente, como hicieron conmigo los que me precedieron? ¿Qué estoy haciendo por mi Iglesia, por mi ciudad, por mi sociedad? Hermanas y hermanos, es fácil criticar, pero el Señor no quiere que seamos sólo críticos con el sistema, no quiere que seamos cerrados, no quiere que seamos “de los que retroceden”, de los que se echan atrás, como dijo el autor de la carta a los Hebreos (cf. Hb 10,39), sino nos quiere artesanos de una historia nueva, tejedores de esperanza, constructores de futuro, artífices de paz.
Que Joaquín y Ana intercedan por nosotros. Que nos ayuden a custodiar la historia que nos ha generado y a construir una historia generadora. Que nos recuerden la importancia espiritual de honrar a nuestros abuelos y mayores, de sacar provecho de su presencia para construir un futuro mejor. Un futuro en el que no se descarte a los mayores porque funcionalmente “no son necesarios”; un futuro que no juzgue el valor de las personas sólo por lo que producen; un futuro que no sea indiferente hacia quienes, ya adelante en la edad, necesitan más tiempo, escucha y atención; un futuro en el que no se repita la historia de violencia y marginación que sufren nuestros hermanos y hermanas indígenas. Es un futuro posible si, con la ayuda de Dios, no rompemos el vínculo con los que nos han precedido y alimentamos el diálogo con los que vendrán después de nosotros: jóvenes y mayores, abuelos y nietos, juntos.
Vayamos adelante juntos, soñemos juntos. Y no olvidemos el consejo de Pablo a su discípulo Timoteo: “Acuérdate de tu madre y de tu abuela” (cf. 2 Tm 1,5).