La invitación a arrojarse «con confianza al fuego de los nuevos tiempos» para abrirse a «nuevas fronteras» y descubrir «nuevas formas de misión» fue dirigido por el Papa Francisco a los participantes del capítulo general de los Hijos de la Divina Providencia y a una delegación de la Familia carismática orionita en el 150º aniversario del nacimiento de san Luis Orione. Al recibirles en audiencia en la sala Clementina el día 25 de junio, el Pontífice pronunció el siguiente discurso.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos!
Saludo a Don Tarcisio Gregorio Vieira, reconfirmado Superior General de los Hijos de la Divina Providencia, y a todos vosotros, queridos miembros de la Familia carismática orionita. Es una “planta única con muchas ramas”, formada por religiosas, religiosos, consagradas seglares y laicos, todos alimentados por el mismo carisma de San Luis Orione, del cual se celebra este año el 150º aniversario del nacimiento, en Pontecurone (Alessandria), el 23 de junio de 1872.
Bendigo con vosotros al Señor, que de aquella semilla -como dice el Evangelio- hizo brotar una gran planta, que da acogida, cobijo y descanso a muchas personas, especialmente a las más necesitadas e infelices. Y mientras agradecéis y celebráis, sentís viva la fuerza del carisma, sentís el compromiso que requiere ser seguidores y familiares de un gran testimonio de la caridad de Cristo; el compromiso de hacer presente, con vuestra vida y vuestra acción, el fuego de esta caridad en el mundo de hoy, marcado por el individualismo y el consumismo, la eficiencia y la apariencia.
Así escribía Don Orione a principios del siglo xx : «Vivimos en un siglo lleno de escarcha y de muerte en la vida del espíritu; todo encerrado en sí mismo, no ve más que placeres, vanidad y pasiones y la vida de esta tierra, y nada más». Y se preguntaba: «¿Quién dará vida a esta generación muerta a la vida de Dios, sino el soplo de la caridad de Jesucristo? [...] Por lo tanto, debemos pedir a Dios que no sea una chispa de caridad, [...] sino un horno de caridad para inflamarnos y renovar el mundo frío y helado, con la ayuda y la gracia que el Señor nos dará» (Escritos 20, 76-77).
Vosotros, Hijos de la Divina Providencia, como tema de vuestro Capítulo General concluido recientemente, habéis elegido una expresión típica del ardor apostólico de don Orione: «Hagamos la señal de la cruz y arrojémonos con confianza al fuego de los nuevos tiempos por el bien del pueblo» (Escritos 75, 242). ¡Se necesita valentía! Por favor, que el fuego no se quede sólo en vuestro hogar y en vuestras comunidades, y ni siquiera sólo en vuestras obras, sino que podáis “arrojaros al fuego de los nuevos tiempos por el bien del pueblo”.
Jesús dijo de sí mismo: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12,49). El fuego de Cristo es fuego bueno, no es para destruir, como hubieran querido Santiago y Juan cuando preguntaron: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?» (Lc 9,54). No, no es ese fuego. Pero Jesús reprendió a los dos hermanos. Su fuego es de amor, un fuego que enciende el corazón de las personas, un fuego que da luz, calienta y vivifica.
En la medida en que la caridad de Cristo arde en vosotros, vuestra presencia y vuestra acción se hacen útiles a Dios y a los hombres, porque -escribía San Luis- «la causa de Cristo y de la Iglesia sirve sólo con una gran caridad de vida y de obras, la caridad abre los ojos a la fe y calienta los corazones de amor hacia Dios ¡Se necesitan obras de corazón y de caridad cristiana! Y todos os creerán» (Cartas i , 181; Escritos 4, 280).
Con razón, en el Capítulo general, habéis puesto en el centro de la renovación la relación con Dios, corazón de vuestra identidad. El fuego se alimenta al recibirlo de Dios con la vida de oración, la meditación de la Palabra, la gracia de los Sacramentos. Don Orione fue un hombre de acción y contemplación. Por esto exhortó: «Lancémonos al pie del tabernáculo», y también: «Lancémonos al pie de la cruz», porque «amar a Dios y amar a los hermanos son dos llamas de un solo fuego sagrado» (Cartas ii , 397).
Queridos hermanos y hermanas de la familia orionita, ser hoy discípulos misioneros, enviados por la Iglesia, no es en primer lugar un hacer algo, una actividad; es una identidad apostólica alimentada continuamente en la vida fraterna de la comunidad religiosa o de la familia. «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20). Es importante cuidar la calidad de la vida comunitaria, de las relaciones, de la oración común: esto ya es apostolado, porque es testimonio. Si entre nosotros hay frialdad, o peor, juicios y chismes, ¿qué apostolado queremos hacer? Por favor, nada de chismorreos. El chismorreo es una carcoma, una carcoma que corrompe, una carcoma que mata la vida de una comunidad, de una orden religiosa. Sin chismorreo. Sé que no es fácil, este vencer el chismorreo no es fácil y alguien me pregunta: “Pero ¿cómo se puede hacer?”. Hay una medicina muy buena, muy buena: morderse la lengua. ¡Te hará bien!
El testimonio del amor en la comunidad religiosa y en la familia es la confirmación del anuncio evangélico, es la “prueba de fuego”. «Una comunidad hermosa, fuerte -estas son las palabras de don Orione- y donde vive la plena armonía de los corazones y la paz, no puede dejar de ser querida, deseable y edificante para todos» (Cartas i , 418). Y se vuelve atractiva también para nuevas vocaciones.
Finalmente, quisiera volver a aquella exhortación a “arrojarse al fuego de los nuevos tiempos”. Esto exige mirar el mundo de hoy como apóstoles, es decir, con discernimiento pero con simpatía, sin miedo, sin prejuicios, con valentía; mirar el mundo como lo hace Dios, sintiendo nuestros los dolores, las alegrías, las esperanzas de humanidad. La Palabra guía sigue siendo la de Dios a Moisés: «Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo […]. He bajado para liberarle» (Ex 3, 7-8). Debemos ver las miserias de este mundo nuestro como la razón de nuestro apostolado y no como un obstáculo. Vuestro Fundador decía: «No basta lamentarse de la tristeza de los tiempos y de los hombres, y no basta decir: ¡Oh Señor! ¡Oh Señor! Sin nostalgia de una época pasada. Sin espíritu triste, sin espíritu cerrado. Adelante con laboriosidad serena e imperturbable». (Escritos 79, 291). Y nada de chismorreo, lo repito.
Nuestro tiempo pide abrirnos a nuevas fronteras, descubrir nuevas formas de misión. Miramos a María, Virgen de la intrepidez y de la premura, que sale deprisa de casa y se pone en camino para ir a ayudar a su prima Isabel. Y allí, en el servicio, María tuvo la confirmación del plan de la providencia de Dios. A mí me gusta rezarla como “Nuestra Señora con prisa”: no pierde tiempo, va y hace.
Queridos hermanos y hermanas, os doy las gracias por haber venido, y sobre todo por lo que sois y hacéis. Os bendigo de corazón a todos vosotros y a vuestras comunidades. Y por favor, os pido que recéis por mí. Gracias.