«Es necesario convertirse para comprender que las conquistas armadas, las expansiones y los imperialismos nada tienen que ver con el Reino que Jesús anunció»: lo subrayó el Papa Francisco en el discurso dirigido la mañana del 30 de junio a la delegación del Patriarcado ecuménico de Constantinopla enviada a Roma en los días pasados por Bartolomé en el ámbito del tradicional intercambio de felicitaciones por las fiestas de los santos Pedro y Pablo, patrones de la ciudad. Recibiéndoles en la Biblioteca privada del Palacio apostólico vaticano, en presencia del cardenal Kurt Koch, del obispo Brian Farrell y de monseñor Andrea Palmieri, respectivamente prefecto, secretario y subsecretario del Dicasterio para la promoción de la unidad de los cristianos, el Pontífice pronunció el siguiente discurso.
¡Eminencia, queridos hermanos!
Os doy la bienvenida, agradecido por vuestra visita y por las corteses palabras que me habéis dirigido. Ayer participasteis en la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo: vuestra presencia en la Liturgia eucarística fue motivo de gran alegría para mí y para todos, porque manifestó visiblemente la cercanía y la caridad fraterna de la Iglesia de Constantinopla hacia la Iglesia de Roma. Os pido que llevéis mi saludo y mi gratitud al querido hermano Bartolomé, patriarca ecuménico, y al Santo Sínodo, que os han enviado aquí entre nosotros.
El tradicional intercambio de delegaciones entre nuestras Iglesias con ocasión de las respectivas fiestas patronales es un signo tangible que el tiempo de la distancia y de la indiferencia, durante el cual se pensaba que las divisiones fueran un hecho irremediable, ha sido superado. Hoy, dando gracias a Dios, en obediencia con la voluntad de nuestro Señor Jesucristo y con la guía del Espíritu Santo, nuestras Iglesias llevan adelante un diálogo fraterno y fructífero y están comprometidas de forma convencida e irreversible con el camino hacia el restablecimiento de la plena comunión.
Con tal propósito, quisiera dirigir un pensamiento de reconocimiento a aquellos que han iniciado este recorrido. En particular, me gusta recordar, a pocos días del quincuagésimo aniversario de su muerte, al inolvidable patriarca ecuménico Atenágoras, pastor sabio y valiente que sigue siendo fuente de inspiración para mí y para muchos. Él decía: “Iglesias hermanas, pueblos hermanos”.
Iglesias hermanas, pueblos hermanos: la reconciliación entre cristianos separados, como contribución a la pacificación de los pueblos en conflicto, resulta hoy más actual que nunca, mientras el mundo está consternado por una agresión bélica cruel e insensata, en la cual muchos cristianos combaten entre sí. Pero ante el escándalo de la guerra, ante todo no hay que hacer consideraciones: hay que llorar, socorrer y convertirse. Hay que llorar por las víctimas y la demasiada sangre derramada, la muerte de tantos inocentes, los traumas de las familias, ciudades, de un pueblo entero: ¡Cuánto sufrimiento en aquellos que han perdido a sus seres queridos y se ven obligados a abandonar su hogar y su patria! Hay que socorrer a estos hermanos y hermanas: es una llamada a la caridad que, como cristianos, estamos obligados a ejercer hacia Jesús migrante, pobre y herido. Pero también es necesario convertirse para comprender que las conquistas armadas, las expansiones y los imperialismos nada tienen que ver con el Reino que Jesús anunció, con el Señor de la Pascua que en Getsemaní pidió a los discípulos que renunciaran a la violencia, que depusieran la espada en su lugar «porque todos los que empuñen espada, a espada perecerán» (Mt 26,52); y truncando todas las objeciones dijo: «¡Basta ya!» (Lc 22,51).
Iglesias hermanas, pueblos hermanos: la búsqueda de la unidad de los cristianos no es solamente una cuestión interna a las Iglesias. Es una condición imprescindible para la realización de una auténtica fraternidad universal, que se manifiesta en la justicia y en la solidaridad hacia todos. A nosotros cristianos se impone por tanto una reflexión seria: ¿qué mundo queremos que emerja después de esta terrible historia de enfrentamientos y contraposiciones? ¿Y qué aportación estamos preparados a ofrecer ahora para una humanidad más fraterna? Como creyentes no podemos hacer otra cosa que extraer las respuestas a tales preguntas en el Evangelio: en Jesús, que nos invita a ser misericordiosos y nunca violentos, perfecto como el Padre sin adecuarse al mundo (cfr Mt 5,48). Ayudémonos, queridos hermanos, a no ceder a la tentación de amordazar la novedad disruptiva del Evangelio con las seducciones del mundo y transformar al Padre de todos, que «hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (cfr v. 45), en el dios de las propias razones y de las propias naciones. Cristo es nuestra paz, aquel que encarnándose, muriendo y resucitando por todos ha derribado los muros de enemistad y de separación entre los hombres (cfr Ef 2,14). Partimos de Él, para comprender que ya no es el momento de regular las agendas eclesiales según las lógicas del poder y la conveniencia del mundo, sino según la audaz profecía de paz del Evangelio. Con humildad y mucha oración, pero también con valentía y parresía.
Un signo de esperanza, en el camino hacia el restablecimiento de la plena comunión, viene de la reunión del Comité de coordinación de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa que, después de una interrupción de dos años debido a la pandemia, tuvo lugar el pasado mes de mayo. A través de usted, querida eminencia, en cuanto co-presidente ortodoxo de la Comisión, deseo dar las gracias a su eminencia Eugenios, arzobispo de Creta, y a su eminencia Prodromos, Metropolita de Rethymno, por la generosa y fraterna hospitalidad ofrecida a los miembros del Comité. Deseo que el diálogo teológico progrese promoviendo una mentalidad nueva que, consciente de los errores del pasado, nos lleva a mirar cada vez más juntos al presente y al futuro, sin dejarnos atrapar por los prejuicios de otras épocas. No nos conformemos con una “diplomacia eclesiástica” para quedarnos amablemente en nuestras propias ideas, sino caminemos juntos como hermanos: oremos unos por otros, trabajemos unos con otros, apoyémonos mutuamente mirando a Jesús y su Evangelio. Este es el camino para que la novedad de Dios no sea rehén de la conducta del hombre viejo (cfr Ef 4,22-24).
Queridos miembros de la delegación, los santos hermanos Pedro y Andrés intercedan por nosotros y obtengan la bendición de Dios, Padre bueno, sobre nuestro camino y sobre el mundo entero. Yo os doy las gracias de corazón y os pido, por favor, que no os olvidéis de rezar por mí y por mi ministerio.