Primera línea
Yo, que predico
En una entrevista con “Mujeres, Iglesia, Mundo” de abril de 2020, el cardenal Marc Oullet, prefecto de la Congregación para los Obispos, dijo que se necesitaban más mujeres en la formación de sacerdotes. Subrayó que “pueden participar de muchas maneras como, por ejemplo, en la enseñanza teológica y filosófica o en la enseñanza de la espiritualidad. Pueden formar parte del equipo de formadores, especialmente, en el ámbito del discernimiento vocacional. En este campo necesitamos la opinión de las mujeres, su intuición, su capacidad para captar el lado humano de los candidatos y su grado de madurez emocional o psicológica. En cuanto al acompañamiento espiritual, las mujeres pueden ser de ayuda, por supuesto, pero creo que es mejor que un sacerdote acompañe a un candidato al sacerdocio. En cambio, las mujeres pueden acompañar la formación humana, aspecto que, en mi opinión, no está suficientemente desarrollado en los seminarios. Es necesario evaluar el grado de libertad de los candidatos, su capacidad de ser coherentes, de establecer su programa de vida, y también su identidad psicosocial y psicosexual”.
Marta Rodríguez, Coordinadora del área académica y de investigación del Instituto de Estudios Superiores sobre la Mujer y miembro del comité editorial de “Mujeres, Iglesia, Mundo”. Ella lo está haciendo.
De joven nunca pensé que las mujeres pudieran colaborar en la formación de los sacerdotes. No es que lo hubiera excluido conscientemente, pero el hecho es que esa posibilidad nunca se me había ocurrido. Crecí en una familia católica y bebí de la forma en que mis padres se dirigían a los sacerdotes. Era un trato cariñoso y siempre muy respetuoso, pero nunca simétrico. Para ellos era como si el sacerdote estuviera siempre en un escalón más alto. Predicaba, guiaba espiritualmente y formaba. Y nosotros, pueblo fiel, lo seguíamos y lo apoyábamos. Pero la asimetría era obvia.
Cuando tenía quince años, mi hermano, -siempre mi adoración-, se fue al seminario. Su marcha fue un tremendo shock. De ese terremoto familiar, quiero destacar aquí una cosa: de alguna forma, comencé a mirar a los sacerdotes de otro modo. Entendía que estaban hechos de carne y hueso como mi propio hermano, llenos de debilidades y fragilidades y, al mismo tiempo, de grandes deseos. Eran simplemente hombres que intentaban seguir un llamado que los superaba infinitamente. Para mí, los sacerdotes se volvieron más humanos, más como yo.
Muchos años después comencé a estudiar la licenciatura en filosofía en una universidad pontificia. Mis compañeros eran todos seminaristas o sacerdotes y yo era la única mujer. Estar sentada en la misma aula rompió la asimetría que siempre había experimentado con ellos. Allí éramos todos iguales. Poco a poco, mis compañeros de clase empezaron a pedirme consejo sobre algunos asuntos personales. Uno me habló de su familia, el otro me preguntó cómo vivir una amistad o cómo manejar sus emociones. Después me preguntaban sobre la vida de oración, sobre el discernimiento... Sin darme cuenta, me convertí en la “hermana mayor” de todos. Cada vez se presentaban ante mí más vulnerables y esta apertura fue a más. Este hecho suscitó no pocas perplejidades entre los formadores. No sabían cómo valorarlo. Algunos, si bien reconocían que yo había sido de ayuda en algunos casos, no veían con buenos ojos este tipo de relación que, en su opinión, podía menoscabar la identidad sacerdotal. Otros pensaron que yo podría convertirme en un peligro para ellos. Un rector incluso me comentó que como los seminaristas hablaban mucho conmigo, seguro que alguno se enamoraría de mí. A lo que respondí que si esto hubiera pasado también se podría haber convertido en una gran oportunidad: ¡la de aprender a desenamorarse! En mi opinión, esto también podría ser útil en su vida.
Esos años de estudio junto a seminaristas y sacerdotes, a pesar de las dificultades y algunos contratiempos, sirvieron para bajar las defensas. Un día, por insistencia de un grupo de seminaristas, di una conferencia sobre formación afectiva dentro de sus seminarios. También asistieron algunos formadores. Creo que ese fue el comienzo del cambio de rumbo: de ser una figura un tanto sospechosa para ellos, pasé a ser una aliada y finalmente una colaboradora. Los formadores se dieron cuenta de que el enfoque femenino de los temas afectivos era decididamente diferente al de ellos y que, por tanto, mi perspectiva enriquecía mucho el conjunto. Me empezaron a invitar a dar algunas conferencias cortas, luego cursos más largos. También animaron a los seminaristas a pedirme una opinión o a hacerse acompañar por mí en ciertos aspectos personales.
Al poco tiempo me invitaron a conducir por primera vez una jornada de formación afectiva para sacerdotes, a formadores de sacerdotes. Me llamó la atención su confianza y sencillez al compartir sus dificultades, dudas y preguntas. Desde entonces, he sido invitada puntualmente a celebrar esta jornada formativa para todos los formadores de sacerdotes de una congregación religiosa. Ya llevamos seis ediciones. Poco a poco he ido ganando experiencia y confianza. Escuchando a seminaristas y sacerdotes descubrí algunas inquietudes fundamentales de su corazón, ciertas necesidades, bloqueos habituales, miedos, motivaciones y recursos. No estoy segura de cuándo o cómo se corrió la voz, pero comenzaron a multiplicarse las invitaciones para predicar a sacerdotes y seminaristas de diferentes congregaciones y diócesis, en Italia, España, Colombia, México y online en otras partes del mundo. De este último curso escolar, recuerdo algunas grandes ocasiones.
En septiembre dirigí dos sesiones formativas a todos los sacerdotes de la diócesis de Monterrey, México. El tema fue el papel de la mujer en la Iglesia y el trato de los sacerdotes con las mujeres. En la convicción de la urgente necesidad de vivir relaciones de reciprocidad y colaboración entre hombres y mujeres en una Iglesia sinodal, traté de señalar algunos obstáculos y dificultades frecuentes tales como los prejuicios, los miedos, los bloqueos o las inseguridades. El cardenal consideró que se trataba de una formación fundamental para sus sacerdotes, dada la cultura machista en la que están inmersos, y por ello dio una indicación clara: la formación era obligatoria. Participaron todos los sacerdotes y diáconos de la diócesis: un total de más de 440. A pesar de algunas resistencias iniciales, encontré una audiencia abierta que acogió el mensaje. Me llamó la atención descubrir esta apertura incluso en sacerdotes bastante ancianos, que fueron formados de una manera muy diferente.
En noviembre de 2021 me invitaron a predicar los ejercicios espirituales a los seminaristas del seminario patriarcal de Venecia. Tres años antes había predicado el retiro de Cuaresma a todos los sacerdotes de la diócesis y también a los seminaristas. La relación se ha mantenido en el tiempo y ello dio pie a esta otra hermosa oportunidad. Por primera vez, era una mujer la que predicaba sus ejercicios espirituales. En febrero de este año fui a México. En Monterrey desarrollé distintas actividades formativas, una vez más, dirigidas a seminaristas, religiosos y sacerdotes de la diócesis. De nuevo, me llamó la atención su apertura y confianza, la sencillez con la que pedían consejo y se dejaban ayudar. Desde hace dos años soy oficialmente colaboradora del equipo de formadores de un seminario. Estoy presente en su vida ordinaria (algunas comidas, momentos de convivencia, actividades litúrgicas), colaboré en la elaboración de su programa de formación, me suelen invitar a predicar y es común que los seminaristas y también los sacerdotes me pidan opinión sobre distintos aspectos de su formación.
En los últimos años he descubierto que los sacerdotes y los seminaristas acogen mejor ciertas reflexiones cuando las propone una mujer. Me he dado cuenta de que puedo cuestionar y plantear muy claramente sin ofender nunca. Puedo meterme en sus heridas sin que se sientan humillados, sino al contrario, se sienten aliviados. En concreto, me llama la atención el efecto que les produce abrirse a una mujer sobre las dificultades de la pureza. Es casi una especie de exorcismo en el sentido de que el mal pierde mucho de su veneno. He visto que mi presencia de mujer les ayuda a conectar cabeza y corazón y a encontrarse con Dios no eliminando sino acogiendo sus emociones. He encontrado que el hablar conmigo equilibra y hace florecer su masculinidad. Estoy convencida de cuánto necesitan aprender a recibir el afecto puro de una mujer y a distinguirlo de otros afectos menos sanos o más ambiguos. He visto cómo la sensibilidad y la perspectiva femeninas enriquecen su vida espiritual.
Finalmente, estoy convencida de que los sacerdotes necesitan de las mujeres y de los laicos en general en su camino formativo tanto como necesitamos nosotros de su figura sacerdotal. Nos formamos de forma recíproca. La idea de la asimetría entre los sacerdotes y el pueblo que yo tenía de niña es algo ya muy lejano. He descubierto que esta mutua necesidad y colaboración está mucho más en línea con la visión antropológica y eclesiológica madurada en el Concilio Vaticano II. Y me siento muy afortunada de poder seguir caminando con mis queridos sacerdotes y seminaristas, como una hermana.
De Marta Rodríguez