· Ciudad del Vaticano ·

MUJERES IGLESIA MUNDO

En Valencia, tras las huellas de la devota hija de Federico II

La estauroteca de Constanza

 La stauroteca di Costanza  DCM-007
02 julio 2022

El museo de la Catedral de Valencia, contiguo a la capilla de Santo Cáliz, se presenta al visitante como custodio de importantes reliquias cristológicas. Entre estas, hay una estauroteca neogótica de plata dorada decorada con gemas preciosas que datan del siglo XV y que contiene un fragmento de la Vera Cruz entregado por una mujer de linaje imperial. Constanza de Hohenstaufen, hija de Federico II y hermana del rey Manfredo, llegó a España tras un largo periplo por el que había sido protagonista de la política mediterránea desde niña cuando, a su pesar, su padre la entregó en matrimonio al emperador de Nicea, Juan III Ducas Vatatze. Nicea (hoy Iznik) fue una antigua ciudad de Anatolia situada a poca distancia de la costa este del mar de Mármara, a pocos días a pie de Constantinopla, y conocida por albergar el primer concilio ecuménico cristiano. Cuando la capital del Imperio Bizantino cayó en manos de los latinos después de la Cuarta Cruzada (1204), Nicea se convirtió en el centro del resto del imperio, donde los refugiados griegos se congregaron tras la estela de Juan el “Misericordioso”.

Constanza nació en 1231, hija ilegítima del Stupor mundi y Bianca Lancia. Apenas tenía diez años cuando se embarcó desde Puglia en dirección a Asia Menor. Parecen bastante claras las circunstancias que llevan a Suabia a usarla como un peón más en la gran partida de ajedrez que era el tablero levantino.

Juan Vatatze seguía ostentando el título de “basileus de los romanos”. Después de luchar contra Balduino II de Constantinopla, que estuvo al frente del imperio sostenido durante medio siglo por la Iglesia de Roma, Vatatze estaba sentando las bases para la reconquista cuando, habiendo perdido a su primera esposa, encontró en los Hohenstaufen un aliado perfecto contra los enemigos comunes personificados por Gregorio IX y Juan de Brienne, suegro del propio Federico, que se había puesto al frente de las tropas papales con el objetivo de ocupar el sur de Italia.

Federico, a su vez, se había saltado sus acuerdos prematrimoniales al partir, tras muchas vacilaciones, a las Cruzadas con el objetivo de ocupar el trono de Jerusalén. Su clara política antipapal le impulsó a tomar tal determinación. Poco le importó que su compañero de batallas fuera un bizantino cismático. El emperador suabo acabó apoyando todos los intentos de Nicea por reconquistar el Cuerno de Oro, aunque Vatatze no sacó nada concreto de ello salvo la mano de la adolescente Constanza. El acuerdo de matrimonio selló la postura del opositor a la Iglesia, dispuesto a llegar a un acuerdo con un hereje, enemigo de los latinos de Constantinopla. Con motivo de la boda celebrada entre 1240 y 1241, Constanza tuvo que asumir el nombre de Ana, más propio de la corte bizantina y que se prestaba mejor al culto oriental. Por eso, también se la conoce como Ana de Nicea o como Constanza Augusta.

Las historias sobre el vínculo entre Juan III y Constanza de Hohenstaufen están relacionadas con una encantadora dama de la corte de Suabia, a quien las fuentes latinas designan con el nombre de “Marquesita”. Se granjeó las atenciones del anciano basileus. La favorita del emperador se ganó tanto los privilegios de primera mujer en la corte como los agravios de quienes, como el patriarca y algunos destacados religiosos -incluido el inflexible Nicéforo Blemmides-, manifestaron una firme indignación por el escándalo.

La vexata quaestio como era fácil de adivinar no perturbó las noches de Federico II, quien en una carta de 1.250 se dirigió a Vatatze, en términos casi afectuosos, informándole de las victorias en el sur de Italia seguro de que la noticia podría animar a su yerno. Pero en el juego político diplomático de aquellos años -quizás no muy diferente de lo que sucede hoy- los escenarios cambiaron rápidamente. Y la diplomacia papal, a pesar de la persistencia del Cisma de dos siglos atrás, comenzaba a tejer un acercamiento a Nicea. Tales tramas irritaban a Federico quien nunca desaprovechaba la oportunidad de quejarse de ello en cartas donde, sin embargo, nunca dedicó ni una palabra a su Constanza/Ana. La muerte del Stupor mundi hizo el resto al sepultar la alianza greco-suaba, con todo lo que implicaba para Constanza. Cuando su marido también murió y fue sucedido por Teodoro Láscaris, la madrastra Constanza se convirtió en un precioso rehén de la corte bizantina hasta el punto de que, cuando Miguel Paleólogo usurpó el trono, trató de legitimar su posición a través de ella. Pero la firme oposición de su esposa Teodora y la resolución del patriarca de Constantinopla dispuesto a excomulgarle, le hicieron volver sobre sus pasos. Constanza resultó entonces ser una excelente moneda de cambio en el rescate de Alejo Comneno Estrategópulo, un general de Nicea.

Así, Constanza regresó al sur de Italia después de más de veinte años. Era 1.262. O tal vez ya era el 63. Poco importa. No era un buen momento, en cualquier caso. Tras el descenso de los angevinos por el sur, la batalla de Benevento (1266), la huida del bastión sarraceno de Lucera y la muerte del rey, Constanza -que siendo mujer logró evitar lo peor- se retiró al corte de la sobrina del mismo nombre, esposa de Pedro de Aragón. No tenía ni cuarenta años, pero portaba ya a sus espaldas una existencia llena de angustia y agitación, en contraste con la tranquilidad que viviría los siguientes más de cuarenta años en el Levante ibérico donde residió hasta 1.313. En Valencia, la Augusta trajo como dote del Oriente cristiano no solo posesiones o rentas, sino también en forma de dos objetos de gran veneración que aún se conservan en la ciudad del Turia: una reliquia de Santa Bárbara y un fragmento de la Vera Cruz.

De la virgen de Nicomedia, decapitada por su padre según una hagiografía que alcanzó gran difusión en Occidente entre los siglos XIV y XV, Constanza portó consigo hasta Valencia una piedra de la que brotaría el agua que Bárbara utilizó para su bautismo. La reliquia aún se conserva hoy en día en la iglesia de San Juan del Hospital. Y en la misma iglesia, la capilla de Santa Bárbara, restaurada en estilo barroco, acoge una urna de madera del siglo XIX en la que destaca la inscripción: “Aquì yaçe D.a Constança Augusta Emperatriz de Grecia”.

El legado más insigne de esta Constanza, -menos conocida que las dos celebradas por Dante, es decir, la abuela paterna, “aquella gran Constanza” que merece un lugar en el Paraíso, y la bisnieta de esta última, “madre por honor de Sicilia de Aragón”-, se encuentra en una disposición testamentaria confiada al testaferro Enrique de Quintavalle, hoy conservada en el Archivo Catedralicio. Tras pasar pro tempore a manos del arzobispo de Toledo, en 1.326 el Lignum Crucis de Constanza enriqueció un tesoro que ya podía presumir de una Santa Espina donada por San Luis IX. Podemos intentar imaginar el camino de la reliquia que la invención eleniana desmembró en unos pedazos que recorrieron Constantinopla donde la Vera Cruz había sido confiada a Heraclio que la había recuperado del persa Cosroe. Los siglos XI-XIII fueron un período de gran expansión del culto a la Vera Cruz, así como de la diseminación de muchos de sus fragmentos y de otras reliquias robadas de Constantinopla con motivo de la Cuarta Cruzada. Estos eventos aciagos alimentaron enormemente la veneración al Santo leño.

Excomulgados varias veces, su padre Federico y su hermano Manfredo no fueron precursores de la modernidad, sino simplemente hombres de su tiempo y hombres especialmente devotos y sensibles a la mística religiosidad que se estaba extendiendo. Como soberanos cristianos, fueron muy conscientes de su misión en el mundo. Mujer de su tiempo, igualmente, fue Constanza, un ejemplo de devoción en un sentido amplio. Cuando llegó a Nicea, acababa de recalar allí un pedazo de la Cruz desde Constantinopla. En él encontró un signo precioso de la misericordia divina al que se aferró, llevándolo consigo en la larga peregrinación que fue su vida.

de Giuseppe Perta
Docente de Historia Medieval en la Universidad de Nápoles Suor Orsola Benincasa