La Iglesia y el mundo necesitan «sacerdotes y consagrados maduros, expertos en humanidad y proximidad, y no funcionarios de lo sagrado»: este es el objetivo de la misión encomendada por el Papa a los formadores del seminario arzobispal de Milán, recibidos en audiencia la mañana del 17 de junio, en la Sala del Consistorio, con ocasión del 150º aniversario de la revista teológica «La Escuela Católica».
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días y bienvenidos!
Os acojo con ocasión del 150º aniversario de la revista La Escuela Católica, expresión del Seminario Arzobispal de Milán. Os saludo a vosotros, superiores y formadores y, a través de vosotros, también a los estudiante y trabajadores del Seminario, como también a los redactores y colaboradores de la revista. Doy las gracias al Rector por las palabras que me ha dirigido.
Este aniversario invita a interrogarse sobre la tarea a la que está llamada hoy una escuela de teología y, en particular, sobre el rol de una revista como la vuestra. Me gusta imaginar que esta revista sea un poco como el escaparate de un taller, donde un artesano expone sus trabajados y se puede admirar su creatividad. Lo que ha madurado en los laboratorios de las aulas académicas, en el paciente ejercicio de investigación y de la reflexión, del debate y del diálogo, merece ser compartido y puesto al alcance de los demás. A la luz de esta premisa, me gustaría deciros tres cosas que considero importantes.
1. La teología es servicio a la fe viva de la Iglesia. Muchos piensan que la única utilidad de las ciencias teológicas se refiere a la formación de los futuros sacerdotes, religiosos y religiosas y, en todo caso, de los agentes pastorales y de los profesores de religión. Quizás también en la comunidad eclesial no se espera demasiado de la teología y las ciencias eclesiásticas; a veces parece que incluso los responsables, los ministros y los agentes pastorales no consideran necesario ese ejercicio vivaz de la inteligencia creyente, que sin embargo es un valioso servicio a la fe viva de la Iglesia.
La comunidad, de hecho, necesita del trabajo de quienes tratan de interpretar la fe, de traducirla y retraducirla, de hacerla comprensible, de exponerla con palabras nuevas: un trabajo que debe repetirse siempre, cada generación. La Iglesia alienta y apoya este compromiso, el esfuerzo por redefinir el contenido de la fe en cada época, en el dinamismo de la tradición. Y por eso el lenguaje teológico debe estar siempre vivo, dinámico, no puede dejar de evolucionar y debe preocuparse por hacerse entender. A veces las predicaciones o las catequesis que escuchamos están hechas en gran parte por moralismos, no lo suficientemente “teológicas”, es decir, no son capaces de hablarnos de Dios y de responder a las preguntas de sentido que acompañan la vida de las personas, y que muchas veces no se tiene la valentía de formular abiertamente.
En efecto, uno de los mayores males de nuestro tiempo es la pérdida de sentido, y la teología, hoy más que nunca, tiene la gran responsabilidad de estimular y orientar la investigación, de iluminar el camino. Preguntémonos siempre cómo es posible comunicar hoy las verdades de la fe, teniendo en cuenta los cambios lingüísticos, sociales, culturales, utilizando los medios de comunicación con competencia, sin diluir jamás, debilitar o “virtualizar” el contenido a transmitir. Cuando hablamos o escribimos, siempre tenemos presente el vínculo entre fe y vida, estando atentos para no caer en la autorreferencialidad. En particular, vosotros, formadores y docentes, en vuestro servicio a la verdad, estáis llamados a custodiar y comunicar la alegría de la fe en el Señor Jesús, y también una sana inquietud, ese frémito del corazón ante el misterio de Dios. Y sabremos acompañar a otros en la búsqueda cuanto más vivamos nosotros esta alegría y esta inquietud. Es decir, cuanto más seamos “discípulos”.
2. Una teología capaz de formar expertos en humanidad y proximidad. La renovación y el futuro de las vocaciones sólo es posible si hay sacerdotes, diáconos, consagrados y laicos bien formados. Cada vocación particular nace, crece y se desarrolla en el corazón de la Iglesia, y los “llamados” no son setas que brotan de repente. Las manos del Señor, que modelan estas “vasijas de barro”, obran a través del cuidado paciente de formadores y acompañantes; a ellos se les encomienda el delicado, experto y competente servicio de cuidar el nacimiento, acompañamiento y discernimiento de las vocaciones, en un proceso que requiere mucha docilidad y confianza.
Cada persona es un misterio inmenso y trae consigo su propia historia familiar, personal, humana, espiritual. Sexualidad, afectividad y relacionalidad son dimensiones de la persona para considerar y comprender, tanto por la Iglesia como por la ciencia, también en relación a los desafíos y cambios socioculturales. Una actitud abierta y un buen testimonio permiten al educador “encontrar” toda la personalidad del “llamado”, involucrando la inteligencia, el sentimiento, el corazón, los sueños y las aspiraciones.
Cuando se discierne si una persona puede emprender o no un proceso vocacional, es necesario escrutarla y valorarla de manera integral: considerar su forma de vivir los afectos, las relaciones, los espacios, los roles, las responsabilidades, como también sus fragilidades, miedos y desequilibrios. Todo el recorrido debe activar procesos encaminados a formar sacerdotes y consagrados maduros, expertos en humanidad y proximidad, y no funcionarios de lo sagrado. Los superiores y los formadores de seminario, acompañantes y las mismas personas en formación están llamados a crecer cada día hacia la plenitud de Cristo (cfr Ef 4,13), para que, a través del testimonio de cada uno, se manifieste más claramente la caridad de Cristo y la solicitud misma de la Iglesia por todos, especialmente hacia los últimos y excluidos.
Un buen formador expresa el propio servicio en una actitud que podemos llamar “diaconía de la verdad”, porque está en juego la existencia concreta de las personas, que a menudo viven sin certezas seguras, sin orientaciones compartidas, bajo el insistente condicionamiento de informaciones, noticias y mensajes muchas veces contradictorios, que modifican la percepción de la realidad, orientando al individualismo y a la indiferencia.
Los seminaristas y los jóvenes en formación tienen que poder aprender más de vuestra vida que de vuestras palabras; poder aprender la docilidad de vuestra obediencia, la laboriosidad por vuestra entrega, la generosidad con los pobres por vuestra sobriedad y disponibilidad, la paternidad por vuestro afecto casto y no posesivo. Somos consagrados para servir al Pueblo de Dios, para curar las heridas de todos, comenzando por los más pobres. La idoneidad para el ministerio está ligada a la disponibilidad, gozosa y gratuita, hacia los demás. El mundo necesita sacerdotes capaces de comunicar la bondad del Señor a quienes han experimentado el pecado y el fracaso, de sacerdotes expertos en humanidad, de pastores dispuestos a compartir las alegrías y las fatigas de los hermanos, de hombres que saben escuchar el grito de los que sufren (cfr Discurso a la Comunidad del Pontificio Seminario Regional de las Marcas “Pío xi ”, 10 de junio 2021).
3. La teología al servicio de la evangelización. Queridos hermanos, en el corazón de nuestro servicio eclesial está la evangelización, que nunca es proselitismo, sino atracción a Cristo, favoreciendo el encuentro con Aquel que te cambia la vida, que te hace feliz y hace de ti, cada día, una nueva criatura y un signo visible de su amor. Todos los hombres y mujeres tienen el derecho a recibir el Evangelio y los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie. Todo el Pueblo de Dios, peregrino y evangelizador, anuncia el Evangelio porque, ante todo, es un pueblo en camino hacia Dios (cfr. Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 14; 111). Y en este camino no puede sustraerse al diálogo con el mundo, con las culturas y las religiones. El diálogo es una forma de acogida y la teología que evangeliza es una teología que se nutre de diálogo y de acogida. El diálogo y la memoria viva del testimonio de amor y paz de Jesucristo son los caminos a seguir para construir juntos un futuro de justicia, de fraternidad, de paz para toda la familia humana.
Recordemos siempre que es el Espíritu Santo quien nos introduce en el Misterio y da impulso a la misión de la Iglesia. Por eso el “hábito” del teólogo es el de un hombre espiritual, humilde de corazón, abierto a las infinitas novedades del Espíritu y cercano a las heridas de la humanidad pobre, descartada y que sufre. Sin humildad el Espíritu se escapa, sin humildad no hay compasión, y una teología sin compasión y sin misericordia se reduce a un estéril discurso sobre Dios, quizá hermoso, pero vacío, sin alma, incapaz de servir su voluntad de encarnarse, de hacerse presente, para hablar al corazón. Porque la plenitud de la verdad -a la que conduce el Espíritu- no es tal si no es encarnada.
De hecho, enseñar a estudiar teología significa vivir en una frontera, en la que el Evangelio encuentra las necesidades reales de la gente. También los buenos teólogos, como los buenos pastores, huelen a pueblo y calle, y con su reflejo, derraman aceite y vino sobre las heridas de muchos. Ni la Iglesia ni el mundo necesitan una teología “de escritorio”, sino una reflexión capaz de acompañar los procesos culturales y sociales, en particular las transiciones difíciles, haciéndose cargo también de los conflictos. Debemos guardamos de una teología que se agota en la disputa académica o que contempla la humanidad desde un castillo de cristal (cfr Carta al Gran Canciller de la Pontificia Universidad Católica Argentina, 3 de marzo de 2015).
El Evangelio no deja de recordarnos que la sal puede perder su sabor. Y si vivimos más o menos tranquilos en medio del mundo, sin una sana inquietud, esto puede significar que nos hemos entibiado (cf. H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia: Opera Omnia, vol. 8, Milán 1993, 166). Por eso necesitamos una teología viva, que dé “sabor” a la vez que “saber”, que esté en la base de un diálogo eclesial serio, de un discernimiento sinodal, que se organice y practique en las comunidades locales, para un renacimiento de la fe en las transformaciones culturales de hoy. Que una teología al servicio de la buena vida sea el camino principal de vuestro empeño eclesial, digno de ser expuesto entre las cosas bellas del escaparate de vuestra revista. Una teología capaz de dialogar con el mundo, con la cultura, atenta a los problemas del tiempo y fiel a la misión evangelizadora de la Iglesia y fiel también a sus raíces en el seminario de Milán, llamado a ser lugar de vida, discernimiento y formación.
Queridos hermanos, espero que estas reflexiones os ayuden a cultivar vuestra vocación de servicio a la fe, a la Iglesia, al mundo. Os doy la gracias y os deseo lo mejor en vuestro trabajo. Os bendigo de corazón a vosotros y a toda la comunidad; y os pido, por favor, que recéis por mí.