La unidad entre todos los cristianos no es solamente «el resultado de nuestro empeño, de nuestros esfuerzos y de nuestros acuerdos», sino que es sobre todo don, armonía, caminar juntos y misión. Lo subrayó Francisco en el discurso dirigido a los jóvenes sacerdotes y monjes de Iglesias ortodoxas orientales recibidos en audiencia la mañana del viernes 3 de junio, en la Biblioteca privada del Palacio apostólico vaticano. Se trata de los participantes en la visita de estudio – que tuvo lugar del 31 de mayo al lunes 6 – con el objetivo de profundizar su conocimiento de la Iglesia católica. Procedentes de Egipto, Armenia, Líbano, Siria, India, Etiopía y Eritrea, fueron dieciocho los que llegaron a Roma por invitación del Dicasterio para la promoción de la unidad de los cristianos.
¡Queridos hermanos!
«La gracia del Señor Jesucristo, e a mor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Cor 13,13). Con este saludo de San Pablo deseo daros mi calurosa bienvenida y manifestaros la alegría por vuestra visita. Las palabras del apóstol abren a menudo, en el rito romano, la celebración eucarística que, espero, podamos celebrar juntos en el día que el Señor quiera.
Es bonito que vuestra visita tenga lugar en la vigilia de la Solemnidad de Pentecostés que, según el calendario latino, se celebra este próximo domingo. Quisiera ofreceros cuatro breves reflexiones que tal festividad me inspira a propósito de la plena unidad que anhelamos.
El primer pensamiento es que la unidad es un don, un fuego que viene de lo Alto. Ciertamente, sin cansarnos debemos rezar, trabajar, dialogar, prepararnos para que esta gracia extraordinaria pueda ser acogida. Sin embargo, el logro de la unidad no es principalmente un fruto de la tierra, sino del Cielo; no es sobre todo el resultado de nuestro empeño, de nuestros esfuerzos y de nuestros acuerdos, sino de la acción del Espíritu Santo, a quien debemos abrir los corazones con confianza para que nos conduzca por los caminos de la plena comunión. La unidad es una gracia, un don.
Una segunda enseñanza de Pentecostés es que la unidad es armonía. Vuestra delegación, compuesta por Iglesias de tradiciones diferentes en comunión de fe y de sacramentos, ilustra bien esta realidad. La unidad no es uniformidad y no es tampoco el fruto de acuerdos o de frágiles equilibrios diplomáticos. La unidad es armonía en la diversidad de los carismas suscitados por el Espíritu. Porque el Espíritu Santo ama suscitar tanto la multiplicidad como la unidad, como en Pentecostés, donde las diferentes lenguas no fueron reducidas a una sola, sino que fueron asimiladas en su pluralidad. La armonía es el camino del Espíritu, porque Él mismo, como dice San Basilio el Grande, es armonía.
Una tercera enseñanza del día de Pentecostés es que la unidad es un camino. No es un proyecto para escribir, un plan estudiado en la mesa; no se hace en el inmovilismo, sino en el movimiento, en el nuevo dinamismo que el Espíritu, a partir de Pentecostés, imprime a los discípulos. Se hace caminando: crece en el compartir, paso a paso, en la común disponibilidad a acoger las alegrías y las fatigas del viaje, en las sorpresas que nacen a lo largo del recorrido. Como escribe San Pablo a los Gálatas, tenemos la obligación de caminar según el Espíritu (cfr Gal 5,16.25). O, como dice San Irineo, que recientemente proclamé Doctor de la Unidad, la Iglesia es tôn adelphôn synodia, expresión que puede ser traducida como “una caravana de hermanos”. Así es, en esta caravana crece y madura la unidad que – según el estilo de Dios – no llega como un milagro improvisado y sorprendente, sino en el compartir paciente y perseverante de un camino hecho juntos.
Un último aspecto. La unidad no es simplemente fin en sí misma, sino que está unida a la fecundidad del anuncio: la unidad es para la misión. Como rezó Jesús: «Para que todos sean uno… para que el mundo crea» (Jn 17,21). En Pentecostés la Iglesia nace misionera. Y hoy todavía el mundo espera, también inconscientemente, conocer el Evangelio de caridad, libertad y paz que nosotros estamos llamados a testimoniar los unos junto a los otros, no los unos contra los otros o los unos lejos de los otros.
Al respecto, estoy agradecido por el testimonio común ofrecido por vuestras Iglesias, pienso de forma especial en los que – y son muchos – han sellado con la sangre la fe en Cristo. Gracias por todas las semillas de amor y de esperanza esparcidas, en nombre del Crucificado Resucitado, en varias regiones aún marcadas, lamentablemente, por la violencia y conflictos demasiado a menudo olvidados.
Queridos hermanos, que la cruz de Cristo sea la brújula que nos oriente en el camino hacia la plena unidad. Porque es sobre ese madero que Cristo, nuestra paz, nos ha reconciliado, reuniendo a todos en un pueblo solo (cfr Ef 2,14). Y entonces dispongo idealmente sobre los brazos de la cruz, altar de la unidad, las palabras que he querido compartir con vosotros, casi como cuatro puntos cardinales de la plena comunión, que es don, armonía, camino y misión.
Os doy las gracias por vuestra visita y os aseguro el recuerdo en la oración, confiando también en el vuestro por mí y por mi servicio. El Señor os bendiga y la Madre de Dios os proteja.
Si lo deseáis, cada uno en su idioma, podemos rezar juntos el Padre Nuestro.