Les propuso otra parábola: «El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras los hombres dormían, un enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo: “Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?”. Él les dijo: “Un enemigo lo ha hecho”. Los criados le preguntan: “¿Quieres que vayamos a arrancarla?”. Pero él les respondió: “No, que al recoger la cizaña podéis arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega y cuando llegue la siega diré a los segadores: arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero”».
Mateo 13, 24-30
Cada noche, cada día, las malas hierbas crecen silenciosamente a mi alrededor y dentro de mí. A las seis de la mañana, todos los días, mientras sube el café, vacío el lavavajillas en una cocina abarrotada, donde perros y gatos hambrientos se me cruzan entre las piernas. Irritada, tiro los platos en el armario, la leche hierve y se sale, pero no tengo tiempo para limpiar. La comida para mascotas se desborda de sus recipientes y mancha el suelo. Los gatos y perros mastican en silencio, casi mirándome con miedo. Llamo a los niños gritándoles que es hora de levantarse, de desayunar, que la ropa y las mochilas no están listas y el almuerzo tampoco. Se despiertan aturdidos pero agitados, y la pequeña comienza a acusar a su hermana de haberle quitado la sudadera rosa. Ya son las siete y la sudadera no aparece y “¡porque tu cuarto es un desastre y todo lo que no quieres doblar lo tiras al suelo o lo echas a lavar!”
A las siete y media, gritando, salgo y enciendo el motor para calentarlo. Mientras toco perentoriamente el claxon porque tienen que darse prisa para bajar, miro hacia arriba y veo el pico redondo del Subasio. Está cubierto de nieve fresca. Anoche nevó, pero antes cuando abrí las persianas ni lo había notado. La parte superior parece un pastel recubierto de azúcar que llama a todos a acercarse y sentarse en la mesa de la fiesta.
Y ahí es donde me gustaría ir, a ese remanso de paz. Pero también quiero ir allí con los niños, con los perros, con los gatos, porque sola no sabría qué hacer con esa serenidad deslumbrante. Y así, cuando los niños saltan al coche con los uniformes todavía desabrochados, y leo su miedo por el retrovisor, me avergüenzo. Fijo mis ojos en Subasio y su blanco resplandeciente me ayuda a despejar el corazón de la agitación del negro. Así que me dejo llevar. Destrozarme en la culpa me devolvería a las prisiones de mi ego. Así que me acepto. Acepto ser un campo limitado y expuesto en el que germinan semillas y se producen plantas malas y buenas, que me cuesta distinguir. Son semillas no mías. Pero no quiero tener miedo. En vez de eso, aprenderé la mansedumbre. A mí, campo, toca vivir soportando el sinsentido del mal, acogiéndolo dentro y fuera de mí. Me toca saber que, de forma inesperada y repentina como un relámpago, llega el discernimiento, en ese momento justo cuando la garra de la cizaña parece estar a punto de arrasar al trigo. Y es entonces cuando el enemigo revela su rostro y el campo de cultivo puede convertirse finalmente en un campo de batalla. Es cuestión de resistir las embestidas del mal, quedándote con la mirada fija en ese grano en nombre del cual luchas.
Y en esta fría mañana de febrero reconozco una alegría impensable que corría el riesgo de escaparse y que en cambio florecía en el campo, para mí, sólo para mí: la belleza de la nieve y la presencia de mis hijos. Enciendo la radio y nos dirigimos a la escuela cantando. Primero susurrando, luego en voz alta. En el cuadro titulado El ángel herido, del pintor finlandés Hugo Simberg, dos niños tienen la oportunidad de percibir el mal dentro de sí mismos y reaccionan ante él. Llevan un ángel herido en una camilla. No esperaban este cambio de papeles porque eran ellos los que tenían que ser guiados, ayudados y socorridos. Eran ellos quienes devotamente recitaban la oración del ángel custodio todas las noches, antes de dormirse en paz, con la conciencia manchada por la compunción. Pero una tarde, en un prado cercano a la casa, se habían peleado violentamente. La ira y el odio habían estallado en ellos, sus corazones se habían vuelto negros y sus lenguas pronunciaban palabras violentas, palabras venenosas.
Ya no recordaban ni por qué.
Tratando de calmarlos con dulces palabras susurradas a las mentes, tratando de separarlos flotando entre los muchachos que empezaban a pelear, el ángel de la guarda se hirió el ala y cayó. Al oír el golpe, los dos se detuvieron. Contemplaron atónitos a un ángel sangrando en medio de ellos; se miraron largamente mientras el odio se desvanecía y, liberados, volvieron a ser dos niños. La vergüenza que sentían crecer dentro de ellos no los paralizó: con palos construyeron una camilla y uno de ellos sacó un pañuelo blanco del bolsillo de su chaqueta para vendar las sienes magulladas del ángel. Lo habrían cuidado y esta vez habrían sido ellos quienes lo protegieran y consolaran. Recogieron un ramo de narcisos para que los perdonara y partieron con cuidado.
de Elena Buia Rutt