En este Viernes Santo en el que “el mundo está en guerra” para el Papa Francisco “la palabra clave es esperanza”: que en la vida cristiana es “la más humilde de las virtudes”, “pero es la más fuerte”. Lo señala el Pontífice en una entrevista con la presentadora del programa “A Sua immagine” Lorena Bianchetti, que se emitió el viernes 15 de abril en el canal de la televisión pública italiana rai 1. Con el conflicto de Ucrania como telón de fondo, los otros temas que se abordaron son la fuerza de las mujeres, las migraciones, la carrera armamentística, las personas que no pueden llegar a fin de mes, las víctimas de la mafia, la presencia del mal en la sociedad y la capacidad de perdonar. Con la amable autorización del programa publicamos la transcripción de la conversación entre el Papa Francisco y la presentadora.
Santidad, en primer lugar, gracias, porque estoy aquí en nombre de todas las personas que actualmente experimentan estados de ánimo complejos: desconcierto, angustia, miedo, sufrimiento. Comienzo con una hora: las tres, las tres de la tarde. Jesús muere en la cruz, y muere como un hombre inocente. Hay mucha gente inocente que no quiere la guerra, pero que la sufre. En los últimos días se han visto imágenes de cuerpos sin vida en las calles, incluso se habla de crematorios ambulantes, pero también de violaciones, devastación y barbarie. ¿Qué le pasa a la humanidad, Santidad?
Santo Padre: Pero esto no es nada nuevo, querida. Un escritor dijo que “Jesucristo está en agonía hasta el fin del mundo”, está en agonía en sus hijos, en sus hermanos, especialmente en los pobres, en los marginados, en la pobre gente que no puede defenderse. En este momento, en Europa, esta guerra nos golpea mucho. Pero miremos un poco más allá. El mundo está en guerra, el mundo está en guerra. Siria, Yemen, y luego piensa en los rohinyás, expulsados, sin patria. En todas partes hay guerra. El genocidio de Ruanda hace 25 años. Porque el mundo ha elegido -es duro decirlo- pero ha elegido el patrón de Caín y la guerra es implementar el cainismo, es decir, matar al hermano.
Y precisamente porque existe el bien y el mal, usted nos ha advertido a menudo sobre el modo en que actúa el mal. Nos ha dicho que el diablo se presenta de forma amable, nos adula, pero en realidad el mal solo quiere que fracasemos: con el diablo no se dialoga. Y por eso le pregunto, precisamente a la luz de lo que decía, ¿cómo podemos encontrar formas de mediación, formas de diálogo con quien, o en todo caso, con quienes solo desean y persiguen la opresión?
Cuando digo que no se puede dialogar con el diablo, es porque el diablo es el mal, ¡sin nada bueno! Digamos que es como el mal absoluto. ¡Es el que se ha rebelado totalmente contra Dios! Pero con las personas que están enfermas, que tienen esta enfermedad del odio, se habla, se dialoga, y Jesús dialogaba con muchos pecadores, incluso hasta con Judas al final como "amigo", siempre con ternura, porque todos tenemos siempre -con el Espíritu del Señor que Él ha sembrado en nosotros- algo bueno. Y cuando estoy frente a una persona y siempre tengo - todos decimos, esto lo digo de manera diferente - cuando estamos frente a una persona tenemos que pensar qué digo de esta persona: el lado malo o el lado oculto, que es más bueno. ¡Todos tenemos algo bueno, todos! Es precisamente el sello de Dios en nosotros. Nunca debemos considerar que una vida ha terminado, no, que ha terminado en el mal, o decir “Este es un condenado”. Se me viene a la mente aquella señora que se confesó con el cura de Ars porque su marido se había tirado del puente. El cura la escuchó, estaba llorando. Dijo: “Lo que más me corroe es que está en el infierno”. “Deténgase”, le dijo. “Entre el puente y el río está la misericordia de Dios”. Dios siempre trata de salvarnos hasta el final, porque Él ha sembrado en nosotros la parte buena. Lo sembró también en Caín, Abel y Caín, pero Caín hizo una acción de violencia y con esta acción se hace una guerra.
Pero, en su opinión, ¿existe un compromiso suficiente desde el punto de vista cultural -digo también a nivel eclesial, no solo cultural- para advertir a las personas contra la tentación de caer en el infierno en sus corazones ya en esta tierra? Lo digo porque a veces vivimos en una sociedad en la que parece que lo diabólico es decididamente más fascinante, más estimulante que lo bueno, lo honesto, lo amable e incluso lo espiritual, que aparece y se propone como aburrido.
Sí, es cierto. El mal es más seductor. Volviendo al demonio, algunos dicen que hablo demasiado del demonio. Pero es una realidad. Creo en ello, ¡eh! Algunos dicen: “No, es un mito”. Yo no voy con el mito, voy con la realidad, creo en ella. Pero es seductor. La seducción siempre trata de entrar, de prometer algo. Si los pecados fueran feos, si no tuvieran algo de bello, nadie pecaría. El diablo te presenta algo hermoso en el pecado y te lleva a pecar. Por ejemplo, los que hacen la guerra, los que destruyen la vida de los demás, los que explotan a la gente en su trabajo. El otro día escuché a una familia contar que su padre, aún joven, tenía que trabajar como obrero por muy poco, pero salía por la mañana temprano, volvía por la tarde y era explotado por una empresa multimillonaria. Esto también es una guerra. Esto también es destrucción, no solo los tanques, esto también es destrucción. El diablo siempre busca nuestra destrucción. ¿Por qué? Porque somos la imagen de Dios. Volvamos al principio, a las tres de la tarde. Jesús muere, muere solo. La soledad más absoluta, abandonado incluso por Dios: “¿Por qué me has abandonado?”. La soledad más absoluta, porque quiso descender a la más horrible de las soledades del hombre para levantarnos desde allí. Él regresa al Padre, pero primero bajó, está en cada persona explotada, que sufre guerras, que sufre la destrucción, que sufre la trata. Cuántas mujeres son esclavas de la trata, aquí en Roma y en las grandes ciudades. Es obra del mal. Es una guerra.
En definitiva, como también dijo Dostoievski en Los hermanos Karamazov: “La batalla entre Dios y el demonio es el corazón mismo del Hombre”. Ahí es donde se juega el partido.
Es allí donde se juega. Por eso necesitamos esa mansedumbre, esa humildad para decirle a Dios: “Soy un pecador, pero tú sálvame, ayúdame”. Porque cada uno de nosotros tiene dentro de sí la posibilidad de hacer lo que hacen estas personas que destruyen a la gente, explotan a la gente. Porque el pecado es una posibilidad de nuestra debilidad y también de nuestra soberbia.
Usted decía antes, recordaba la frase pronunciada por Jesús en la cruz: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” y esta frase traduce la soledad, pero también el desánimo, la angustia y, por tanto, también la desesperación, el estado de ánimo que todos experimentamos cuando no sabemos cuál puede ser la solución a un dolor, pero también a un sentimiento de culpa. En cuanto a la desesperación, Santidad, me viene a la mente una imagen de esta guerra —y lo digo como madre—: un padre corriendo con su hijo en brazos porque ha sido alcanzado por las esquirlas de una bomba. Él y su esposa corren al hospital desesperados. La noticia que nos ha llegado es que este niño desgraciadamente no ha sobrevivido. No puedo imaginar una desesperación más desgarradora que la de dos padres que pierden a un hijo de esta manera. ¿Qué le nace decirles? ¿Qué le nace decir a los padres que viven esta experiencia devastadora?
¿Sabe?, en la vida se aprende. He tenido que aprender muchas cosas y todavía tengo que aprender porque espero vivir un poco más, pero tengo que aprender. Y una de las cosas que he aprendido es a no hablar cuando alguien está sufriendo. Ya sea a un enfermo o en una tragedia. Los tomo de la mano, en silencio. Pero cuando vienen a ti [a hablarte] y estás enfermo: “No, pero usted aquí, allí, pero el Señor...”. ¡Cállate! ¡Cállate! Frente al dolor: silencio. Y llanto. Es cierto que el llanto es un don de Dios, es un don que debemos pedir: la gracia de llorar, ante nuestras debilidades, ante las debilidades y tragedias del mundo. Pero no hay palabras. Usted ha citado a Dostoievski. Me viene [a la mente] ese pequeño libro, que es como un resumen de toda su filosofía, su teología, todo: Memorias del subsuelo. Y ahí está, cuando alguien muere, muere uno —son condenados, presos que están en el hospital— alguien muere ahí y lo toman y se lo llevan. Y el otro, desde la otra cama, dice: “Por favor, ¡deténganse! Este también tenía una madre”. La figura de la mujer, la figura de la madre, delante de la cruz. Este es un mensaje, es un mensaje de Jesús para nosotros, es el mensaje de su ternura en su madre. En el peor momento de su vida, Jesús no insultó.
Ya que menciona a las mujeres, Santidad, bajo la cruz había justamente mujeres, bajo la cruz de Jesús. Hay otra imagen que me gustaría proponerle. Volvamos a Ucrania. Una mujer embarazada, llevada en camilla por haber sido herida en la guerra, transportada en medio de las masacres, intenta acariciar su vientre con el último aliento de fuerza que le queda. Por lo que supimos, tampoco esta mujer con su hijo sobrevivió. Pero lo que realmente me viene a la mente son las mujeres, la fuerza de las mujeres. Me vienen a la mente las madres rusas, las madres ucranianas. Y por eso le pregunto sobre el papel de las mujeres: ¿qué importancia tiene un papel activo de las mujeres en la mesa de negociaciones para construir concretamente la paz?
“Las mujeres son capaces de dar vida incluso a un muerto” es un dicho. Las mujeres están en la encrucijada de las mayores fatalidades, están ahí, son fuertes. Es interesante. Jesús es el esposo de la Iglesia y la Iglesia es mujer, por eso la Madre Iglesia es tan fuerte. No hablo del clericalismo, de los pecados de la Iglesia. No, la Madre Iglesia se refiere a la que está al pie de la cruz apoyándonos a los pecadores. Algo que me llama mucho la atención, que me hace pensar en María y en las otras mujeres al pie de la cruz… A veces tenía que ir a alguna parroquia en una zona llamada Villa Devoto, en Buenos Aires, y tomaba el autobús 86. Este pasa por delante de la cárcel y muchas veces pasaba por allí y había una fila de madres de presos. Daban la cara por sus hijos, porque todo el que pasaba decía: “Esta es la madre de alguien que está dentro”. Y soportaban los controles más vergonzosos, pero para ver a su hijo. La fuerza de una mujer, de una madre que es capaz de acompañar a sus hijos hasta el final. Y esta es María y las mujeres al pie de la cruz. Es acompañar a su hijo, sabiendo que mucha gente dice: “¿Cómo ha educado a su hijo que ha acabado así?”. Chisme inmediatamente. Pero las mujeres no se preocupan: cuando hay un hijo de por medio, cuando hay una vida de por medio, las mujeres siguen adelante. Por eso es tan importante, tan importante lo que dice: dar un papel a las mujeres en los momentos difíciles, en los momentos de tragedia. Ellas saben lo que es la vida, lo que es la preparación para la vida y lo que es la muerte, lo saben bien. Hablan ese idioma.
Y hay, Santidad, -también porque estamos hablando de las muchas muertes causadas por la guerra- hay más muertes silenciosas, pero no menos cruentas. Pienso en quienes son asesinados por la mafia y pienso en las mujeres asesinadas por sus propias parejas. Es cierto que los últimos serán los primeros en el Cielo, pero ¿cómo pueden estas personas y los que pierden sus afectos creer en la justicia, en una recompensa ya en esta tierra?
La explotación de las mujeres es el pan nuestro de cada día. La violencia contra las mujeres es el pan nuestro de cada día. Mujeres que son golpeadas, que sufren la violencia de sus parejas y lo llevan en silencio o se alejan sin decir por qué. Nosotros los varones siempre tendremos razón: somos los perfectos. Y las mujeres están condenadas al silencio por la sociedad. “No, pero esta está loca, esta es una pecadora”. Eso es lo que decían de la Magdalena: “¡Mira lo que ha hecho, es una pecadora!”. “¿Y tú no eres un pecador? ¿Tú no te equivocas?”. Pero las mujeres son la reserva de la humanidad, puedo decir esto, estoy convencido de ello. Las mujeres son la fuerza. Y allí, al pie de la cruz, huyeron los discípulos, las mujeres no, las que lo habían seguido durante toda su vida.
Y Jesús, de camino al Calvario, se detiene ante un grupo de mujeres que lloraban. Ellas tienen la capacidad de llorar, los hombres somos peores. Y se detiene [y dice]: “Lloren por sus hijos”, porque harán mucho contra ellos.
Y en este período, Su Santidad, pienso en la huida: están esas imágenes que cuentan la huida de los ucranianos que se ven obligados a dejar sus tierras, sus casas, sus afectos. Es uno de los últimos éxodos a los que probablemente, por desgracia, nos estamos acostumbrando. Pero, en este caso, ha habido una respuesta concreta, real. Una respuesta que, le pregunto, en su opinión, ¿ha derribado los muros de la indiferencia y los prejuicios contra los que huyen de otras partes del mundo porque han sido heridos por la guerra, o se sigue dividiendo a los refugiados en severas categorías?
Es cierto. Se subdivide a los refugiados. De primera clase, de segunda clase, del color de la piel, [si] vienen de un país desarrollado [o de] uno no desarrollado. Nosotros somos racistas, somos racistas.
Y esto es malo. El problema de los refugiados es un problema que también sufrió Jesús, porque fue emigrante y refugiado en Egipto cuando era niño, para escapar de la muerte. ¡Cuántos de ellos sufren para escapar de la muerte! Hay un cuadro de la huida a Egipto que hizo un pintor piamontés. Me lo envió y le hice unas fotos: ahí está José con el niño huyendo. Pero no es san José con barba, no. Es un sirio, de hoy, con el niño, huyendo de la guerra de hoy. La cara de angustia que tienen estas personas, como Jesús obligado a huir.
Y Jesús ha pasado por todas estas cosas, pero está ahí. En la cruz están los pueblos de los países de África en guerra, de Oriente Medio en guerra, de América Latina en guerra, de Asia en guerra.
Hace algunos años dije que estábamos viviendo la tercera guerra mundial en pedazos. Pero no hemos aprendido. Yo soy un ministro del Señor y un pecador, elegido por el Señor, pero, un pecador así. Cuando fui a Redipuglia en 2014, para la conmemoración del centenario, vi y lloré. Me vino solo el llanto. Todos jóvenes, todos muchachos.
Después, un día fui al cementerio de Anzio y vi a estos jóvenes que habían desembarcado en Anzio. ¡Todos jóvenes! Y lloré allí, una vez más. Lloro frente a esto. Hace dos años, creo, cuando fue la conmemoración del desembarco de Normandía, vi a los jefes de gobierno, hubo una reunión... estaban conmemorando esto.
Pero, ¿por qué no conmemoramos todos a los treinta mil soldados que cayeron en la playa de Normandía? La guerra crece con la vida de nuestros hijos, de nuestros jóvenes. Por eso digo que la guerra es una monstruosidad. Vayamos a estos cementerios que son la vida misma de esta memoria.
Pensemos en esa escena sobre la que se escribe: barcos llegando a Normandía, abriendo, saltando con sus fusiles, los muchachos y los alemanes... (nota del editor: el Santo Padre hace la mímica del gesto de disparar). Treinta mil en la playa.
Eso me lleva a la carrera de las armas, a este tema. Este es un tema que ha abordado muchas veces, y quizás no siempre se le ha dado el énfasis adecuado. Porque usted ha dicho que en los últimos tiempos se ha invertido más en armas que en educación o formación. ¿Por qué los seres humanos no han aprendido del pasado y siguen utilizando las armas para resolver sus problemas?
Yo entiendo a los gobernantes que compran armas, los entiendo. No los justifico, pero los entiendo. Porque tenemos que defendernos, porque [es] el esquema cainita de la guerra. Si fuera un modelo de paz, esto no sería necesario. Pero vivimos con este esquema demoníaco, [que dice] que nos matemos unos a otros en aras del poder, en aras de la seguridad, en aras de muchas cosas. Pero pienso en las guerras ocultas, que nadie ve, que están lejos de nosotros. Muchas. ¿Para qué? ¿Para explotar? Hemos olvidado el lenguaje de la paz, lo hemos olvidado. Se habla de paz. Las Naciones Unidas han hecho de todo, pero no han tenido éxito. Regreso al Calvario. Allí Jesús lo hizo todo. Intentó con piedad, con benevolencia, convencer a los dirigentes y [en cambio] no: ¡guerra, guerra, guerra contra él! A la mansedumbre oponen la guerra por la seguridad. “Es mejor que un hombre muera por el pueblo”, dice el sumo sacerdote, porque al contrario vendrán los romanos. Y la guerra.
Entonces me refiero a lo que estaba diciendo. Antes hemos hablado de las mujeres bajo la cruz. Pero sobre los hombres que tienen poder… En esa época estaban Pilato, Herodes, Caifás. Todas estas personas podrían haber salvado a un inocente, pero no lo hicieron: prefirieron no afrontar el riesgo de la verdad. Esas personas están muertas, pero su forma de hacer las cosas sigue siendo actual. ¿Por qué no tenemos el coraje de elegir este bien y también de defender al Hombre que simplemente había pedido que nos amáramos unos a otros?
Hay una mujer en el Evangelio de la que no se habla mucho —un poco de pasada, se dice—, es la esposa de Pilato. Ella había entendido algo. Le dice a su marido: “No te metas con este hombre justo”. Pero Pilato no la escucha, “cosas de mujeres”. Pero esta mujer, que pasa inadvertida, sin fuerza en el Evangelio, comprendió desde lejos ese drama. ¿Por qué? Tal vez era madre, tenía esa intuición de las mujeres. “Ten cuidado de que no te engañen”. ¿Quién? El poder. El poder que es capaz de cambiar la opinión de la gente de domingo a viernes. El Hosanna del domingo se convierte en el ¡Crucifícalo! del viernes. Y este es nuestro pan de cada día. Necesitamos que las mujeres den la voz de alarma.
Y así, Santidad, Jesús en la cruz, después de esa frase, “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Hablábamos de desesperación, de desánimo y también de soledad: el Viernes Santo es un poco el día de la soledad. Y la soledad me hace pensar inevitablemente en lo que cada uno de nosotros sintió durante el periodo más agudo de la pandemia. Pienso en los ancianos, pienso en los jóvenes, pienso en las personas que viven el calvario de la enfermedad, en los que llevaban un casco porque no podían respirar. Y también pienso en usted, Santidad, en ese 27 de marzo de 2020. ¿Qué pensaba en ese momento, mientras cruzaba la plaza de San Pedro, completamente vacía, bajo la lluvia, mientras subía al atrio?
No sé si pensaba. Sentía, sí. Estaba mirando, sentía el drama de ese momento, de tanta gente. Pero usted subrayó la soledad, el sufrimiento de aquel tiempo, de los ancianos. Es curioso: siempre son ellos quienes pagan la cuenta. Y también los jóvenes, porque les cortamos la esperanza a los jóvenes. Les hacemos tomar el camino de Turandot: “La esperanza que siempre defrauda”. ¡No, la esperanza no defrauda! Pero son los jóvenes y los ancianos los que tienen en sus manos y en su corazón la posibilidad de reaccionar. Por eso insisto tanto en que los jóvenes y los ancianos dialoguen. La sabiduría de los viejos, pero con la soledad que han sufrido. La sabiduría de los ancianos a menudo se descuida y se deja de lado en una casa de reposo. Me gustaba ir a las residencias de ancianos de Buenos Aires, había muchas en una gran ciudad. Le pregunté a una mujer: “¿Cómo está? ¿Cuántos hijos? ¿Ah, cuatro? ¿Y vienen?” “Sí, no me dejan sola”. La enfermera escuchaba y, al salir, dijo: “Padre, hace seis meses que no viene nadie”. El abandono de los mayores y el abandono de la sabiduría, porque a veces somos superhombres, lo sabemos todo. ¡No sabemos nada! La soledad de los mayores y la utilización de los jóvenes, porque a los jóvenes sin la sabiduría que les da un pueblo les irá mal. Todo esto lo tenía Jesús en su corazón en ese momento: todos estábamos allí. Usted recordaba la Statio Orbis de marzo de hace dos años y sentía todo esto. Pero yo no sabía que la plaza estaría vacía, no lo sabía. Llegué allí y [no había] nadie. Sí, sabía que con la lluvia habría poca gente, pero nadie. Era un mensaje del Señor para entender bien la soledad. La soledad de los ancianos, la soledad de los jóvenes que dejamos solos. “¡Deja que sean libres!”. ¡No! Solos serán esclavos. ¡Acompáñalos! Por eso es importante que tomen la herencia de los mayores, la bandera de la deuda de ellos. La soledad de los jóvenes, de los viejos. La soledad de quienes tienen una enfermedad mental en las residencias sanitarias. La soledad de las personas que atraviesan una tragedia personal o familiar. La soledad de una mujer que es golpeada por su marido, pero que calla para salvar a su familia. Tenemos muchas soledades propias. Usted también tiene la tuya. Yo tengo la mía. Usted debe tener la suya, seguramente. Pequeñas soledades, pero es ahí, en esas pequeñas soledades, donde podemos entender la soledad de Jesús, la soledad de la cruz.
¿Se ha sentido alguna vez solo en el desempeño de su ministerio?
No, Dios ha sido bueno conmigo. No lo sé. ¡Siempre, si hay algo malo, pone a alguien a ayudarme! Se hace presente. Ha sido muy generoso. Tal vez porque Él sabe que no puedo hacerlo solo. (nota del editor: ríe).
Sabe que el 27 de marzo —creo que hablo realmente en nombre de todos— nos tomó en sus brazos, nos dio mucha fuerza ese día. A partir de ese momento, cada uno de nosotros tomó conciencia y, de alguna manera, creo que volvimos a empezar. Otra pregunta porque, como hemos dicho, Jesús fue azotado, humillado, coronado de espinas, crucificado. Y todo esto de alguna manera le vino de su familia, porque fue traicionado por Judas, fue negado por Pedro. En resumen, los golpes mortales vinieron de sus cercanos. Entonces, ¿cuáles son las heridas que la Iglesia sigue infligiendo al crucificado en la actualidad?
Hablo claramente de esto, porque estoy convencido de ello. La cruz más dura que la Iglesia hace al Señor hoy es la mundanidad, el espíritu de la mundanidad. El espíritu de la mundanidad, que es un poco como el espíritu del poder, pero no solo del poder, es vivir en un estilo mundano que —curiosamente— se nutre y crece con el dinero. Aquí hay algo interesante. En las tres tentaciones del diablo a Jesús, el diablo hace propuestas mundanas. La primera, el hambre, es comprensible, es humana. ¿Pero después? El poder, la vanidad, las cosas mundanas. Porque el modo es atractivo y la Iglesia, cuando cae en la mundanidad, en el espíritu mundano, la Iglesia es derrotada. El espíritu de mundanidad es lo que más duele hoy, pero siempre ha sido así. Cuando Jesús nos dice: “por favor, haz una opción clara, no puedes servir a dos señores. O sirves a Dios” — y yo estaba esperando “o sirves al diablo”. Pero no dice esto. “O sirves a Dios o sirves al dinero”. Usar el dinero para hacer el bien, para mantener a tu familia con trabajo, está bien. ¡Pero servir! Y la mundanidad se detiene en eso.
He leído que León xiii hizo introducir una oración contra el diablo al final de la misa porque, según él, existía el riesgo de que el diablo pudiera entrar en la Iglesia a través de las rendijas de las puertas. En su opinión, entonces, ¿es esta la grieta por la que el diablo ha podido entrar hoy en la Iglesia?
La mundanidad, pero siempre ha sido así. [En] cada época la mundanidad cambia de nombre, pero [siempre] es mundanidad. Esa oración, a san Miguel Arcángel, la rezo todos los días, por la mañana. ¡Todos los días! Para que me ayude a vencer al diablo. Alguien que me escuche puede decir: “Pero, Santidad, usted ha estudiado, es Papa y todavía cree en el diablo?”. Sí, creo, querido, creo. Le tengo miedo, por eso tengo que defenderme tanto. El diablo que había hecho todas las maniobras para que Jesús terminara, como lo hizo, en la cruz. El poder de las tinieblas sobre Jesús: “Esta es tu hora”, el poder de las tinieblas.
Ahora, Santidad, vuelvo a la guerra en Ucrania. Porque Kiev, —lo estamos viendo, las imágenes están llegando— está completamente destruida. Cenizas. Tal vez ese mismo paisaje que tanto le gusta al diablo. Así que les pregunto: Kiev ya no es solo un lugar geográfico, sino que a los ojos del mundo representa mucho más. En su corazón, ¿qué es?
Un dolor. El dolor es una certeza, es un sentimiento que te quita todo. Cuando uno, tras una operación, siente dolor físico, por la herida que te han hecho, pides una anestesia, algo que te ayude a tolerarlo. Pero [para] el dolor humano, el dolor moral, no hay anestesias. Solo la oración y el llanto. Estoy convencido de que hoy no lloramos bien. Nos hemos olvidado de llorar. Si puedo dar un consejo, a mí mismo y a la gente, es pedir el don de las lágrimas. Y llorar, como lloró Pedro después de haber traicionado a Jesús. Lloró, cuando huyó, cuando renegó de él. Lloró. Un llanto que no es un desahogo, no. Es la vergüenza hecha física, y creo que a nosotros nos falta vergüenza. A menudo somos desvergonzados —que es un insulto que se usa en mi tierra: “un sinvergüenza”— pero la gracia de llorar. Hay una hermosa oración, hay una misa para pedir el don de las lágrimas. Una hermosa oración de esa misa dice así: “Señor, tú que hiciste brotar agua de la roca, haz brotar lágrimas de la roca de mi corazón”. El corazón duro, el corazón que no se conmueve, no sabe llorar. Me pregunto: ¿cuántas personas, ante las imágenes de las guerras, de cualquier guerra, han sido capaces de llorar? Algunos lo han hecho, estoy seguro, pero muchos no. Comienzan a justificar o a atacar. No, esto (nota del editor: el Santo Padre señala el corazón): debes cuidar esto. Y Jesús toca aquí. Hoy, Viernes Santo, frente a Jesús Crucificado, déjate tocar el corazón, deja que Él te hable con su silencio y con su dolor. Deja que te hable con las personas que sufren en el mundo: sufren el hambre, la guerra, tanta explotación y todas estas cosas. Deja que Jesús te hable y, por favor, no hables tú. Silencio. Que sea Él y pide la gracia de llorar.
¿Cuánto pueden hacer las religiones para eliminar la descertificación de los corazones? ¿Cuánto y qué palabras le gustaría dirigir a los obispos ortodoxos?
Sí, también ellos están preparando la Pascua con nosotros con una semana de diferencia, porque siguen —también los católicos orientales— el calendario juliano, no el gregoriano. Quiero aprovechar esta oportunidad para enviar un mensaje de fraternidad a todos mis hermanos obispos ortodoxos, que están viviendo esta Pascua con el mismo dolor con el que la estamos viviendo nosotros, yo y muchos católicos. No es fácil ser obispo... ¡y gracias a Dios que no es fácil! Por eso no entiendo a los que quieren ser obispos. No saben lo que les espera. Pero quiero aprovechar esta oportunidad para saludar a todos los obispos ortodoxos como hermanos en la fe.
Hay otra frase que dijo Jesús en la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. El perdón. Usted ha dicho que poner la otra mejilla no significa sufrir en silencio, ceder ante la injusticia. Nos ha recordado que Jesús también denuncia la injusticia, y ha precisado que lo hace sin ira ni violencia, sino con ternura. Santidad, ¿cómo se puede ser amable o perdonar a toda esa gente que nos hace daño, a esa gente que mata a inocentes, a esa gente que hace daño no solo físico, sino también psicológico?
Yo le doy mi receta. Si no he hecho ese mal, es porque Él me ha detenido con Su mano, con Su misericordia. Estoy seguro de que si no lo hubiera hecho, yo habría hecho muchas [cosas] como esas, mucho mal. En esto puedo decir que soy testigo de la misericordia de Dios. Por eso no puedo condenar a quien viene a pedir perdón. Siempre debo perdonar.
Cada uno de nosotros puede decir esto sobre sí mismo en su propio esquema personal de cosas (nota del editor: examen de conciencia). Es cierto que tal vez no pueda decir afectivamente: “Ven querido y dame un beso”. No, ¡quizás estaré enojado! Pero yo digo: “Señor, quita mi ira, yo perdono, pero no siento el sentimiento del perdón. Yo perdono. Tú te encargas de traer este perdón...”.
El perdón solo tiene una raíz divina.
Sí, el perdón al final es algo así.
También pienso en la soledad, para volver a Jesús en la cruz, pienso en todas esas personas que, también por culpa del Covid, han perdido su trabajo. Son tantas personas, Santidad, que viven este tipo de dificultades. ¿Qué palabras de esperanza quiere darles?
La palabra clave que acaba de decir es esperanza. La esperanza no es acariciar y decir: “Ah, todo pasará, tranquilo”. La esperanza es una tensión hacia el futuro, también hacia el Cielo. Por eso la figura de la esperanza es el ancla: el ancla tirada ahí y yo en la cuerda ahí, para llegar, para resolver situaciones, pero siempre con esa cuerda. La esperanza nunca defrauda, pero se hace esperar. La esperanza es la sirvienta doméstica de la vida católica, de la vida cristiana. Es realmente la más humilde de las virtudes. Está oculta, pero si no la tienes [a mano], no encontrarás el camino correcto. La esperanza es la que te hace encontrar el camino correcto. Tener esperanza no es tener la ilusión: “Voy a ir... [a] alguien a leerme las manos... esto te va a hacer bien”. No, esto no es esperanza. La esperanza es la certeza de que tengo en mi mano la cuerda de esa ancla lanzada allí. Nos gusta hablar de la fe, tanto, de la caridad: ¡Mírala! La esperanza es un poco la virtud oculta, la pequeñita, la pequeñita de la casa. Pero es la más fuerte para nosotros.
Entonces, este es también el mensaje para los jóvenes, porque pienso en los jóvenes que ven cómo se les arrebata el futuro de las manos. Usted lo decía hace poco claramente. Por eso no planifican mucho, no siempre creen en las relaciones duraderas, no construyen familias. En definitiva, digamos que tampoco se les ayuda mucho a nivel institucional y cultural. ¿Qué palabras le gustaría decirles?
Que no confundan [la] esperanza con el optimismo. El optimismo podemos comprarlo en el quiosco. ¡Ya sabes, el optimismo se vende! Pero la esperanza es otra cosa. La esperanza es estar seguros de que vamos hacia la vida. Hay un poeta argentino —bueno, un gran poeta— [hay] una frase, un poema, que siempre me ha llamado la atención, una definición de la vida: “La vida es una muerte que llega”. No, la vida no es una muerte que llega: ¡la vida es, quizás, desde la muerte llegar a la vida! La esperanza es fuerte en esto: es esa cuerda del ancla. Nunca defrauda. Pero es humilde, es verdaderamente la sirvienta doméstica de la vida cristiana. Pero muchas veces son las sirvientas domésticas las que llevan la vida de una familia.
Estoy concluyendo, Santidad. Hoy es Viernes Santo, pero la historia de la salvación no termina aquí. Afortunadamente, el Evangelio tiene un final feliz porque está la resurrección de Jesús: ese es el centro de la historia de la salvación. ¿Cuál es su deseo para esta Pascua?
Una alegría interior. Hay un salmo que dice: “Cuando el Señor nos liberó de Babilonia, nos parecía que estábamos soñando”. El llanto de alegría. Es la alegría. Mi deseo es no perder la esperanza, pero la verdadera esperanza -que no defrauda-, es pedir la gracia de llorar, pero el llanto de la alegría, el llanto del consuelo, el llanto de la esperanza. Estoy seguro, repito, que debemos llorar más. Nos hemos olvidado de llorar. Pidamos a Pedro que nos enseñe a llorar como él lo hizo. Y luego el silencio del Viernes Santo.
Su Santidad, son casi las tres. ¿Cómo debemos vivir esta hora hoy?
(nota del editor: no responde, permanece en silencio).
¿Puedo abrazarlo en nombre de todos? ¡Gracias, Su Santidad! Gracias.
Gracias a usted. ¡Que el Señor la bendiga!