· Ciudad del Vaticano ·

Viernes santo «Pasión del Señor» Vía Crucis presidido por el Papa Francisco

Las cruces de las familias

 Las cruces de las familias  SPA-015
15 abril 2022

Meditaciones y oraciones preparadas por

i una pareja de esposos jóvenes

ii una familia en misión

iii unos esposos ancianos sin hijos

iv una familia numerosa

v una familia con un hijo con discapacidad

vi una familia que coordina un hogar de acogida

vii una familia con la madre enferma

viii una pareja de abuelos

ix una familia adoptiva

x una viuda con hijos

xi una familia con un hijo consagrado

xii una familia que ha perdido una hija

xiii una familia ucraniana y una familia rusa

xiv una familia de migrantes

Oración de inicio

Señor Jesús,

en este día consagrado por tu Pasión

elevamos nuestras voces a Ti,

confiados en que nos escuchas.

Te bendecimos

porque eres para nosotros fuente de vida,

tomas sobre ti nuestros sufrimientos,

y con tu santa cruz redimiste al mundo.

Creemos

que tus heridas nos han curado,

que no nos dejas solos en la hora de la prueba

y que tu Evangelio es sabiduría verdadera.

Reconocemos

tu cuerpo martirizado en muchos de nuestros hermanos y hermanas,

la violencia que sufriste en quien es perseguido,

y tu abandono en el suplicio de quien es asesinado.

Tú, que quisiste vivir en una familia,

mira compasivo a nuestras familias,

acoge sus oraciones,

atiende sus gemidos,

bendice sus propósitos,

acompaña su camino,

sostenlas en sus dudas,

consuela sus afectos heridos,

infúndeles la valentía de amar,

concédeles la gracia del perdón

y haz que estén abiertas a las necesidades de los demás.

Señor Jesús,

Tú que eres el Crucificado Resucitado,

haz que no nos dejemos robar la esperanza

de una nueva humanidad,

de los cielos nuevos y la tierra nueva,

donde enjugarás toda lágrima de nuestros ojos

y no habrá ni llanto ni dolor,

porque lo antiguo ha pasado

y seremos una gran familia

en tu casa de amor y paz.

I estación

La agonía de Jesús en el Huerto de los Olivos

Cuando llegaron a un lugar llamado Getsemaní, Jesús dijo a sus discípulos: «Siéntense aquí mientras voy a orar». Se llevó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y comenzó a sentir temor y angustia. Entonces les dijo: «¡Me muero de tristeza! Quédense aquí y vigilen». Y, alejándose un poco, se postró en tierra y oraba pidiendo que, si fuera posible, no tuviera que pasar por aquella hora. Decía: «¡Abbá, Padre, tú lo puedes todo! Aparta de mí esta copa, pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú». (Mc 14,32-36)

Aquí estamos. Nos casamos hace apenas dos años. Nuestro matrimonio todavía no ha sido probado por demasiadas tormentas. Llegó la pandemia que complicó un poco todo, pero somos felices. Parece que estamos viviendo una larga luna de miel, a pesar de las discusiones cotidianas y de nuestras diferencias. Aun así, muchas veces tenemos miedo. Cuando pensamos en las parejas de amigos que fracasaron. Cuando leemos en los periódicos que aumentan las rupturas. Cuando nos dicen que seguramente nos separaremos porque así va el mundo, se trata de una cuestión de estadística. Cuando nos sentimos solos porque no nos entendemos. Cuando llegamos con dificultad a fin de mes. Cuando nos encontramos bajo un mismo techo como dos extraños. Cuando nos despertamos de noche y sentimos en el corazón el peso y la angustia de nuestra “orfandad”. Porque nos olvidamos que somos hijos. Porque creemos que nuestro matrimonio y nuestra familia dependen sólo de nosotros, de nuestras fuerzas. Nos estamos dando cuenta de que el matrimonio no es sólo una aventura romántica, sino que también es un Getsemaní, es experimentar la angustia antes de partir tu propio cuerpo por el otro.

Señor Jesús,

que entre olivos apacibles

aceptaste rezando

sufrir por nosotros hasta la muerte, y muerte de cruz,

te pedimos por los esposos jóvenes,

ayúdalos a afrontar las dificultades unidos a ti

y a todos nosotros

concédenos permanecer contigo

en la hora de la prueba.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

II estación

Jesús es traicionado por Judas y abandonado por los suyo

Cuando Jesús todavía estaba hablando llegó Judas, uno de los Doce, acompañado de una gran multitud. De inmediato se acercó a Jesús y le dijo: «¡Te saludo, Maestro!». Y lo besó. Jesús le respondió: «Amigo, ¡hasta dónde has llegado!». Entonces ellos se acercaron, se abalanzaron sobre Jesús y lo arrestaron. En eso, uno de los que estaban con Jesús tomó su espada, la desenvainó e hirió al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja (Lc 22,47-50). Jesús, entonces, lo reprendió: «¡Vuelve tu espada a su lugar!, pues todos los que empuñan espada, a espada morirán». Entonces todos los discípulos lo abandonaron y huyeron. (Mt 26,52.56)

Señor, partimos para la misión hace casi diez años, porque no era suficiente ser felices, queríamos dar nuestra vida para que otros experimentaran esa misma alegría. Queríamos mostrar el amor de Cristo también a quienes no lo conocían, no importaba dónde. La vida de comunidad y las actividades de cada día nos ayudan a educar a los hijos con una visión abierta de la vida y del mundo. Pero no es fácil; no escondemos la angustia y el miedo de que nuestra familia lleve una vida precaria, lejos de nuestro país. A todo esto, se agrega el terror de la guerra tan dramáticamente actual en estos meses. No es sencillo vivir sólo de fe y de caridad, porque a menudo no logramos confiar plenamente en la Providencia. Y a veces, ante el dolor y el sufrimiento de una madre que muere en el parto y, por si fuera poco, bajo las bombas, o de una familia destruida por la guerra o por la carestía y los abusos, viene la tentación de responder con la espada, de huir, de abandonarte, de dejar todo pensando que no vale la pena. Pero sería traicionar a nuestros hermanos más pobres, que son tu carne en el mundo y que nos recuerdan que Tú eres el Viviente.

Señor Jesús,

que recibiste con amor

el beso traidor de Judas,

te suplicamos que concedas a las familias en misión

la valentía de testimoniar tu Evangelio

y a todos nosotros

poder responder al mal con el bien,

para ser constructores de paz y reconciliación.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

III estación

Jesús es condenado por el Sanedrín

Los sumos sacerdotes y el Sanedrín en pleno buscaban algún testimonio contra Jesús que permitiera condenarlo a muerte, pero no lo encontraban. El Sumo Sacerdote de nuevo lo interrogó: «¿Eres Tú el Mesías, el Hijo de Dios bendito?». «Yo soy», contestó Jesús. Y todos juzgaron que merecía la muerte. (Mc 14,55.61-62.64)

Fuimos novios pocos meses, después la vida nos separó largo tiempo, haciéndonos experimentar cómo duelen los cálidos latidos de los corazones que están lejos. Y cuando nos volvimos a encontrar nos casamos inmediatamente, con la prisa de quien ya había esperado y temido bastante. Dejamos nuestros hogares de origen para crear uno que fuera nuestro. Comenzamos a recorrer nuestro camino de esposos, llenos de proyectos y también de ilusiones de la juventud. Después la vida puso al descubierto nuestra fragilidad, despojándonos al mismo tiempo de nuestras expectativas y llevándonos por una senda muchas veces escarpada, en cuya cima nos encontramos cara a cara con la imposibilidad de ser padres, experimentando a menudo con dolor muchos juicios sobre nuestra esterilidad. “¿Cómo es que no tenéis hijos?”, nos preguntaron miles de veces, como insinuando que nuestro matrimonio y nuestro amor no eran suficientes para ser una familia. Cuántas miradas poco comprensivas tuvimos que digerir. Pero seguimos caminando cada día tomados de la mano, haciéndonos cargo, juntos, de una comunidad de hermanos y amigos que, entre soledades y ternuras, con el tiempo se convirtió en casa y familia.

Señor Jesús,

que fuiste condenado injustamente,

te suplicamos que concedas a los esposos sin hijos

poder caminar tomados de la mano,

viviendo en plenitud el Sacramento del amor conyugal,

y a todos nosotros

poder vivir las adversidades con suave firmeza.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

IV estación

Jesús es negado por Pedro

Mientras Pedro estaba abajo, en el patio interior, llegó una de las criadas del Sumo Sacerdote. Al ver a Pedro calentándose junto al fuego lo reconoció y le dijo: «¡Tú también estabas con Jesús de Nazaret!». Pero él lo negó diciendo: «¡No sé ni entiendo de qué hablas!». Y salió afuera, a la entrada del palacio, y cantó un gallo. De inmediato cantó un gallo por segunda vez. Pedro se acordó de lo que Jesús le había dicho: «Antes de que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres». Y se puso a llorar. (Mc 14,66-68.72)

Cuando nos casamos creíamos que no podíamos tener hijos. Después, en el viaje de bodas, llegó el primero, y nos cambió la vida. Teníamos proyectado ir más despacio, realizarnos en el trabajo, viajar, tratar de vivir al menos un poco como novios eternos. Y, en cambio, mientras todavía incrédulos experimentábamos la belleza de este regalo, llegó el segundo hijo: una niña. Y así, pensándolo hoy, llegaron también los otros, casi sin darnos cuenta. ¿Y nuestros sueños? Modelados por los acontecimientos. ¿Nuestra realización profesional? Modificada por la imperiosa realidad de la vida. Y después el miedo de que podamos un día renegar de todo, como Pedro; la angustia y la tentación del remordimiento ante un nuevo gasto imprevisto, la preocupación por las tensiones con los hijos adolescentes. Los viejos deseos dieron paso a nuestra familia. Es verdad que no es fácil, pero de este modo es infinitamente más hermoso. Y a pesar de las preocupaciones y la densidad de nuestros días, que parece que jamás alcanzan, nunca volveríamos atrás.

Señor Jesús,

que abres los brazos a quien invoca el perdón,

te suplicamos que concedas a las familias numerosas

poder superar con alegría cada dificultad

y a todos nosotros

poder levantarnos siempre después de una caída.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

V estación

Jesús es juzgado por Pilatos

Pilato otra vez les preguntó: «¿Y qué quieren que haga con el que ustedes llaman “el rey de los judíos”?». Ellos contestaron a gritos: «¡Crucifícalo!». Pilato les replicó: «Pero, ¿qué mal ha hecho?». Sin embargo, ellos gritaban aún más fuerte: «¡Crucifícalo!». Entonces Pilato, para complacer a la gente, dejó en libertad a Barrabás y a Jesús, en cambio, después de hacerlo azotar, lo entregó para que lo crucificaran. (Mc 15,12-15)

Nuestro hijo ya fue juzgado desde antes de venir al mundo. Encontramos médicos que cuidaron de su vida antes de nacer, y médicos que con toda claridad nos habían hecho entender que era mejor que no naciera. Y cuando elegimos la vida, también nosotros fuimos objeto de juicio: “Va a ser un peso para vosotros y para la sociedad”, nos dijeron. “Crucifícalo”. Y, sin embargo, no había cometido ningún mal. Cuántas veces el juicio del mundo es precipitado y superficial, y nos hace sufrir incluso con una mirada. Cargamos sobre nosotros la vergüenza de una diversidad que con frecuencia es más compadecida que acompañada. La discapacidad no es un alarde ni una etiqueta, sino más bien la apariencia de un alma que con frecuencia prefiere callar frente a los juicios injustos, no por vergüenza sino por misericordia hacia el que juzga. No somos inmunes a la cruz de la duda o a la tentación de preguntarnos qué habría ocurrido si las cosas hubieran sido de otra forma. Pero, en realidad, la discapacidad es una condición, no una característica, y el alma, gracias a Dios, no conoce barreras.

Señor Jesús,

que fuiste juzgado por lógicas mundanas,

te suplicamos que concedas

a las familias con hijos que sufren

alivio en las dificultades

y a nosotros poder elegir, proteger y amar

la vida en toda circunstancia.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

VI estación

Jesús es flagelado y coronado de espinas

Pilato, después de hacer azotar a Jesús, lo entregó para que lo crucificaran. Lo vistieron con un manto de color púrpura, trenzaron una corona de espinas y se la pusieron. Luego comenzaron a saludarlo: «¡Salve, rey de los judíos!». Y le golpeaban la cabeza con una caña, lo escupían y le rendían homenaje poniéndose de rodillas. (Mc 15,15.17-19)

Nuestra casa es grande, no sólo en términos de espacio, sino sobre todo por la riqueza humana que allí habita. Nunca, desde el comienzo del matrimonio, fuimos sólo dos. Nuestra vocación de acoger el dolor fue y sigue siendo aún ahora —con 42 años de matrimonio, tres hijos naturales, nueve nietos y cinco hijos adoptivos no autosuficientes y con graves dificultades psíquicas— todo lo contrario a triste. No merecemos que la vida nos bendiga tanto. Para el que cree que no es humano dejar solo al que sufre, el Espíritu Santo mueve en el interior la voluntad de actuar y de no permanecer indiferentes, ajenos. El dolor nos ha cambiado. El dolor nos hace volver a lo esencial, ordena las prioridades de la vida y devuelve la sencillez de la dignidad humana en cuanto tal. En la “vía dolorosa” de tantos flagelados y crucificados, junto a ellos, bajo el peso de sus cruces, descubrimos que el verdadero rey es aquel que se entrega y se da como alimento, en alma y cuerpo.

Señor Jesús,

que padeciste dolor y desprecio,

te suplicamos que concedas a nuestras familias

aprender a acoger a quien está herido

y a todos nosotros hacernos cargo

y aliviar el dolor de los demás.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

VII estación

Jesús es cargado con la cruz Después de burlarse de Jesús le quitaron el manto de color púrpura, lo vistieron con su ropa y lo sacaron para crucificarlo. (Mc 15,20)

Una mañana como tantas mi mujer se desmayó dos veces. La carrera al hospital y el descubrimiento de una enfermedad que en su cabeza ya estaba insinuando el veneno. La operación, la rehabilitación, los cuidados; y hoy una cotidianidad completamente nueva para todos nosotros. El Señor nos habla a través de acontecimientos que no siempre comprendemos y nos conduce de la mano para que demos lo mejor de nosotros mismos. Ella tenía un rol, una posición, una “apariencia”, y se encontró completamente diferente. Desnuda, indefensa, crucificada. Y yo con ella. A través de esta enfermedad, con esta cruz, nos convertimos en el pilar donde los hijos saben que pueden apoyarse. Antes no era así. Casi podría decir que hoy, con los ojos penetrantes en su glabro dolor, es plenamente madre y mujer. Sin adornos, en la esencialidad de una vida nueva y más difícil. Estar bloqueados, inmovilizados por un pensamiento punzante, me obliga sobre todo a mí, que era tan obstinadamente orgulloso, a descubrir qué maravilloso don son las otras familias, las que intentan hacerte reír, te ayudan en la cocina, acompañan a tus hijos a catequesis, te escuchan, te entienden con una mirada, y, aun teniendo situaciones tanto o más complicadas todavía, se preocupan constantemente por ti.

Señor Jesús,

que convertiste el patíbulo de muerte

en fuente inagotable de vida,

te suplicamos,

haz que los hijos cuiden de sus padres

asistiéndolos con gratitud,

y a todos nosotros que aprendamos de Ti

la alegría de amar y entregarse generosamente.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

VIII estación

Jesús es ayudado por el Cireneo a cargar la cruz

Cuando se llevaban a Jesús detuvieron a un hombre de Cirene, llamado Simón, que volvía del campo, y lo obligaron a cargar la cruz para que la llevara detrás de Jesús. (Lc 23,26)

Nos jubilamos hace dos años y, justo cuando comenzábamos a imaginar cómo gastaríamos las energías recuperadas, nos llegó la noticia del despido de nuestro yerno. Durante la pandemia asistimos indefensos a la crisis del matrimonio de nuestra hija mayor. Los nietos empezaron a inundar de vitalidad y confusión nuestra casa, como no ocurría desde que eran pequeños nuestros tres hijos, y esto ya no sólo los domingos. Pusimos en el coche un portabebés y compramos una pizarra para escribir los compromisos de nuestros cinco nietos, sin correr el riesgo de olvidarnos de algo. Nuestros músculos ya no son los de antes, pero el bagaje de experiencias nos hace más dóciles a la vida respecto a cuando teníamos la fuerza de correr. La cruz de la precariedad de las familias y del trabajo nos preocupa. Y hoy, que naturalmente nos sentiríamos inclinados a ocuparnos de nuestros cansancios y del innegable miedo a la muerte, nos vemos cargados con una cruz inesperada, puesta sobre nuestras espaldas a pesar nuestro. El paso a menudo se hace lento y en la noche, después de haber sonreído, nos encontramos llorando de compasión. Pero ser “oxígeno” para las familias de nuestros hijos es un don que nos vuelve a llevar a las emociones que experimentábamos cuando eran pequeños. Nunca se deja de ser mamá y papá.

Señor Jesús,

que nos llamas a llevar las cargas los unos de los otros,

te suplicamos que concedas a nuestras familias

saber compartir las alegrías y las dificultades,

y a todos nosotros crecer en fraternidad activa.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

IX estación

Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén

Seguía a Jesús una gran multitud del pueblo y de mujeres que lloraban y se lamentaban por él. Pero Jesús, volviéndose a ellas, les dijo: «¡Mujeres de Jerusalén, no lloren por mí! Lloren más bien por ustedes y por sus hijos». (Lc 23,27-28)

Ahora somos cuatro. Durante largos años fuimos dos, y tuvimos que afrontar la cruz de la soledad y la gestación de una paternidad diferente a como siempre la habíamos imaginado. La adopción es la historia de una vida marcada por el abandono, que es sanada gracias a una acogida. Pero el abandono es una herida que sangra siempre. Y la adopción es una cruz que padres e hijos cargan juntos sobre las espaldas, soportándola, tratando de aliviar su dolor y también amándola, en cuanto forma parte de la historia del hijo. Pero duele ver a un hijo que sufre por su pasado, hace daño intentar amarlo sin lograr rasguñar mínimamente su dolor. Nos adoptamos mutuamente. Y no hay un día en el que no nos levantemos pensando que ha valido la pena; que todo este esfuerzo no ha sido en vano; que esta cruz, aun cuando sea dolorosa, esconde un secreto de felicidad.

Señor Jesús,

que te encaminaste hacia la cruz

con los ojos abiertos y el corazón dispuesto,

te suplicamos que concedas a los padres y a sus hijos adoptivos

crecer juntos como familias acogedoras

y a todos nosotros contribuir a la alegría del prójimo.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

X estación

Jesús es crucificado

Cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», crucificaron a Jesús y a los dos malhechores, uno a su derecha y otro a su izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, no saben lo que hacen». Después hicieron un sorteo y se repartieron sus ropas. El pueblo estaba contemplando. Los jefes se burlaban y le decían: «¡Salvó a otros! ¡Que se salve a sí mismo si este es el Mesías de Dios, el elegido!». Los soldados también se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: «¡Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo!». Encima de él había un cartel con la inscripción: «Este es el rey de los judíos». (Lc 23,33-38)

Somos una madre y dos hijos. Desde hace más de siete años somos una silla con tres patas en lugar de cuatro: hermosísima y valiosa, aunque un poquito inestable. Bajo la cruz, cada familia, incluso la más imperfecta, la más dolorida, la más extraña, la más carente, encuentra su sentido profundo. También la nuestra. Hemos experimentado, no sin lágrimas y dolor, que Jesús, en ese abrazo de maderos clavados, nos mira y no nos deja nunca solos. No sólo nos encomienda a un amor genérico del creador respecto a sus criaturas, sino que nos confía a un amigo, a una madre, a un hijo, a un hermano. A una Iglesia que, con todos sus defectos, nos tiende la mano y, aunque pueda parecer imposible, a veces sostiene el peso por nosotros, permitiéndonos de vez en cuando recuperar el aliento. El amor se multiplica porque es gratuito, aun cuando tengo la tentación de querer saber porqué, si “ha salvado a otros, si es el Cristo de Dios, su elegido”, no ha podido salvar también a mi marido. Pero la herida de Uno en la cruz es herencia, vínculo y relación al mismo tiempo. El Amor se hace real, porque, en nuestro abismo y en nuestras dificultades, no somos abandonados.

Señor Jesús,

que con los brazos abiertos en cruz

abrazas a quien está solo y abandonado,

te suplicamos que concedas a las familias

que sufren la pérdida de sus padres

sentirte presente en su dolor,

y a todos nosotros saber llorar con el que llora.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

XI estación

Jesús promete el Reino al buen ladrón

Cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», crucificaron a Jesús y a los dos malhechores, uno a su derecha y otro a su izquierda. Uno de los malhechores le dijo: «¡Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu Reino!». Jesús le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso». (Lc 23,33.42-43)

Recién ahora sonreímos recordando todas las expectativas que habíamos puesto en nuestro hijo. Lo criamos para que fuera feliz, para que se realizara, para que siguiera las huellas del abuelo. Sí, tal vez hubiéramos querido para él una vida diferente. Una familia, un trabajo, unos hijos, unos nietos. En resumen, la “normalidad”. Ya habíamos vivido su vida en su lugar. Y, en cambio, llegaste Tú y trastocaste todo. Destruiste nuestros sueños por algo más grande. Hiciste que su vida no siguiera la lógica del “siempre se hizo así” y lo llamaste para que estuviera contigo. Pero, ¿cómo? ¿Por qué precisamente él? ¿Por qué justo nuestro hijo? Al principio no lo tomamos bien, lo combatimos, lo abandonamos. Creímos que nuestra frialdad lo habría hecho volver sobre sus pasos. Como dos malhechores, intentamos sembrar en su cabeza la duda de que se estuviera equivocando totalmente. Pero comprendimos que no se puede luchar contra Ti. Nosotros somos un vaso y Tú eres el mar. Nosotros somos una chispa y Tú eres el fuego. Y entonces, como el buen ladrón, también nosotros te pedimos que te acuerdes de nosotros cuando entres en tu Reino.

Señor Jesús,

que nos has revelado los misterios de tu Reino,

donde el más grande es aquel que sirve,

te suplicamos que guíes a los padres

para que acompañen la vocación de sus hijos

y a nosotros concédenos ser fieles discípulos tuyos.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

XII estación

Jesús entrega la Madre al discípulo amado

Junto a la cruz de Jesús estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Cuando Jesús vio a su madre y a su lado al discípulo a quien amaba, dijo a su madre: «¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!». Luego dijo al discípulo: «¡Ahí tienes a tu madre!». Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa. (Jn 19,25-27)

En casa éramos cinco: nuestros tres hijos, mi marido y yo. Hace cinco años la vida se complicó. Un diagnóstico difícil de aceptar, una enfermedad oncológica escrita a cada momento en el rostro de la hija más pequeña.

Una enfermedad que, aunque nunca apagó su sonrisa, hizo que el rechinar de la injusticia que vivíamos fuera aún más doloroso. A pesar de las “burlas” con las que el dolor parecía que ya nos había envuelto, después de sólo seis años de matrimonio mi marido nos dejó por una muerte improvisa, poniéndonos en un camino de soledad desgarrador, durante el cual acompañamos a la pequeña de casa a su último adiós.

Ya pasaron cinco años desde el comienzo de esta aventura que no hemos comprendido en absoluto racionalmente, pero la certeza es que el Señor siempre ha estado en esta gran cruz y lo sigue estando todavía hoy. “Dios no llama a los capacitados, sino que capacita a los que llama”: esto nos dijo un día una religiosa, y estas palabras nos han cambiado la perspectiva de vida de los últimos años.

La mentira más grande con la que hemos combatido es la de ya no ser una familia.

No conozco otro modo para responder a mi corazón y a mi dolor en la carne, sino confiándome al Señor que vive este tramo de vida terrena conmigo.

Muchas veces, en las sesiones de quimioterapia de mi hija, me sentí como María al pie de la cruz; y es esa experiencia la que hoy me hace sentir —aunque sólo sea por un poquito— madre de mi Señor.

Señor Jesús,

que antes de expirar quisiste

entregarnos a tu Madre y confiarnos a sus cuidados,

te suplicamos que concedas a las familias

marcadas por la muerte de un hijo

custodiar la gracia recibida con el don de su vida

y a todos nosotros, consolados por el Espíritu,

aceptar tu última voluntad.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

XIII estación

Jesús muere en la cruz

A las tres de la tarde, Jesús gritó con fuerza: «¡Eloí, Eloí!, ¿lemá sabajtaní?», que significa: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». Uno de ellos fue corriendo a empapar una esponja en vinagre y, sujetándola en una caña, le daba de beber diciendo: «¡Déjenlo! A ver si viene Elías a descolgarlo». Entonces Jesús, lanzando un fuerte grito, expiró. (Mc 15,34.36-37)

La muerte está en torno y la vida parece perder valor. Todo cambia en pocos segundos. La existencia, los días, la despreocupación de la nieve en invierno, ir a buscar a los niños a la escuela, el trabajo, los abrazos, las amistades, todo.

Todo pierde improvisamente valor. Señor, ¿dónde estás? ¿Dónde te escondiste? Queremos la vida de antes. ¿Por qué todo esto? ¿Qué culpa cometimos? ¿Por qué nos has abandonado? ¿Por qué has abandonado a nuestros pueblos? ¿Por qué has dividido de este modo a nuestras familias? ¿Por qué ya no tenemos ganas de soñar ni de vivir? ¿Por qué nuestras tierras se han vuelto tenebrosas como el Gólgota? Se nos acabaron las lágrimas.

La rabia ha cedido a la resignación. Sabemos que Tú nos amas, Señor, pero no percibimos este amor, lo que nos hace enloquecer.

Nos despertamos en la mañana y por algunos segundos somos felices, pero luego nos acordamos inmediatamente de que será difícil reconciliarnos. Señor, ¿dónde estás? Háblanos desde el silencio de la muerte y de la división, y enséñanos a reconciliarnos, a ser hermanos y hermanas, a reconstruir lo que las bombas habrían querido aniquilar.

Señor Jesús,

que de tu costado traspasado

hiciste brotar la reconciliación para todos,

te suplicamos que concedas a las familias

destruidas por lágrimas y sangre

creer en la fuerza del perdón

y a todos nosotros construir paz y concordia.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

XIV estación

El cuerpo de Jesús es puesto en el sepulcro

José tomó el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en el sepulcro nuevo que él había excavado en la roca. Después hizo rodar una gran piedra a la entrada del sepulcro y se fue. María Magdalena y la otra María se quedaron allí, sentadas delante del sepulcro. (Mt 27,59-61)

Ya estamos aquí. Hemos muerto a nuestro pasado. Hubiéramos querido vivir en nuestra tierra, pero la guerra nos lo ha impedido.

Es difícil para una familia tener que elegir entre sus sueños y la libertad.

Entre los anhelos y la supervivencia. Estamos aquí después de viajes en los que hemos visto morir mujeres y niños, amigos, hermanos y hermanas. Estamos aquí, supervivientes. Nosotros, que en nuestra casa éramos importantes, aquí somos percibidos como una carga, como números, categorías, simplificaciones. Sin embargo, somos mucho más que inmigrantes. Somos personas.

Hemos viajado hasta aquí por nuestros hijos. Morimos cada día por ellos, para que puedan tener una vida normal, sin bombas, sin sangre, sin persecuciones.

Somos católicos, pero también esto a veces parece que pasa a un segundo plano respecto al hecho de que somos migrantes. Si no nos resignamos es porque sabemos que la enorme piedra sobre la puerta del sepulcro un día será removida.

Señor Jesús,

que descendiste a los infiernos para liberar a Adán y Eva
con sus hijos de la antigua esclavitud,

te suplicamos por las familias de los migrantes,

sácalos del aislamiento que destruye

y a todos nosotros concédenos reconocerte en cada persona

como nuestro amado hermano y hermana.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

Oración final

Padre misericordioso,

que haces salir el sol sobre buenos y malos,

no abandones la obra de tus manos,

por la que no dudaste

en entregar a tu único Hijo,

que nació de la Virgen,

fue crucificado bajo Poncio Pilato,

murió y fue sepultado en las entrañas de la tierra,

resucitó de entre los muertos al tercer día,

se apareció a María Magdalena, a Pedro, a los demás apóstoles y discípulos,

y siempre está vivo en la santa Iglesia,

que es su Cuerpo viviente en el mundo.

Mantén encendida en nuestras familias

la lámpara del Evangelio,

que ilumina alegrías y dolores, cansancios y esperanzas;

que cada casa refleje el rostro de la Iglesia,

cuya ley suprema es el amor.

Por la efusión de tu Espíritu,

ayúdanos a despojarnos
del hombre viejo,

corrompido por pasiones engañosas,

y revístenos del hombre nuevo, creado según la justicia y la santidad.

Tómanos de la mano, como un Padre,

para que no nos alejemos de Ti;

convierte nuestros corazones rebeldes a tu corazón,

para que aprendamos a seguir proyectos de paz;

haz que los adversarios se den la mano,

para que gusten del perdón recíproco;

desarma la mano alzada del hermano contra el hermano,

para que donde haya odio florezca la concordia.

Haz que no nos comportemos como enemigos de la cruz de Cristo,

para que participemos
en la gloria de su resurrección.

Él, que vive y reina contigo,

en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos.