En la tarde del martes 25 de enero, Francisco presidió en la basílica papal de San Pablo extramuros la celebración de los vísperas de la solemnidad de la Conversión del apóstol de las gentes, en la conclusión de la 55º Semana de oración por la unidad de los cristianos, que este año tenía por tema «Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo» (cfr. Mt 2, 2). Participaron representantes de otras Iglesias y comunidades cristianas presentes en Roma. Publicamos la homilía pronunciada por el Pontífice.
Antes de compartir algunas reflexiones, quisiera expresar mi gratitud a Su Eminencia el Metropolita Polykarpos, representante del Patriarcado Ecuménico, a Su Gracia Ian Ernest, representante personal del Arzobispo de Canterbury en Roma y a los representantes de las otras Comunidades cristianas presentes. Y gracias a todos ustedes, hermanos y hermanas, por haber venido a rezar. Saludo en particular a los estudiantes: los del Ecumenical Institute of Bossey, que profundizan el conocimiento de la Iglesia católica; los anglicanos del Nashotah College en los Estados Unidos de América; los ortodoxos y ortodoxos orientales que estudian con becas concedidas por el Comité para la Colaboración Cultural con las Iglesias Ortodoxas. Acojamos el apremiante deseo de Jesús, que quiere que todos seamos uno (cf. Jn 17,21) y, con su gracia, caminemos hacia la unidad plena.
En este camino nos ayudan los Magos. Contemplemos esta tarde su itinerario, que consta de tres etapas: comienza en oriente, pasa por Jerusalén y por último llega a Belén.
1. Antes que nada, los Magos salen «del oriente» (Mt 2,1), porque desde allí ven aparecer la estrella. Inician su viaje en oriente, que es donde sale el sol, pero van en busca de una luz más grande. Estos sabios no se conforman con sus conocimientos y sus tradiciones, sino que desean algo más. Por eso afrontan un viaje arriesgado, impulsados por la inquietud de la búsqueda de Dios. Queridos hermanos y hermanas, sigamos también nosotros la estrella de Jesús. No nos dejemos deslumbrar por los resplandores del mundo, estrellas esplendentes pero fugaces. No sigamos las modas del momento, meteoros que se apagan; no caigamos en la tentación de brillar con luz propia, o sea de encerrarnos en nuestro grupo y salvaguardarnos a nosotros mismos. Que nuestra mirada esté fija en Cristo, en el cielo, en la estrella de Jesús. Sigámoslo a Él, a su Evangelio y a su invitación a la unidad, sin preocuparnos de lo largo y difícil que será el camino para alcanzarla plenamente. No olvidemos que la Iglesia, nuestra Iglesia, en el camino hacia la unidad, contemplando la luz, continúa siendo el “mysterium lunae” Anhelemos y caminemos juntos, apoyándonos recíprocamente, como lo hicieron los Magos. La tradición nos los ha descrito frecuentemente vestidos con trajes diferentes, para simbolizar pueblos diversos. En los Magos podemos ver reflejadas nuestras diferencias, las distintas tradiciones y experiencias cristianas, pero también nuestra unidad, que nace del mismo deseo: mirar al cielo y caminar juntos en la tierra. Caminar.
El oriente nos hace pensar también en los cristianos que viven en varias regiones diezmadas por la guerra y la violencia. Es precisamente el Consejo de las Iglesias de Oriente Medio el que ha preparado los subsidios para esta Semana de oración. Estos hermanos y hermanas nuestros tienen muchos desafíos difíciles que afrontar y, sin embargo, con su testimonio nos dan esperanza, nos recuerdan que la estrella de Cristo sigue brillando en las tinieblas y no se apaga; que el Señor desde lo alto acompaña y alienta nuestros pasos. Alrededor de Él, en el cielo, brillan juntos, sin distinciones de confesión, muchísimos mártires, que nos indican a los que estamos en la tierra, un camino preciso, el de la unidad.
2. De oriente los Magos llegan a Jerusalén con el deseo de Dios en el corazón, diciendo: «Vimos su estrella en el oriente y hemos venido a adorarlo» (v. 2). Pero de su deseo por el cielo son llevados de regreso a la dura realidad de la tierra: «cuando el rey Herodes oyó esto —dice el Evangelio—, se alarmó, y con él toda Jerusalén» (v. 3). En la ciudad santa los Magos, en vez de ver reflejada la luz de la estrella, experimentan la resistencia de las fuerzas oscuras del mundo. No es sólo Herodes el que se siente amenazado por la novedad de una realeza distinta de la corrompida por el poder mundano, es toda Jerusalén la que se turba por el anuncio de los Magos.
Incluso en nuestro camino hacia la unidad podemos estancarnos por la misma razón que paralizó a aquella gente: la conmoción, el miedo. Es el temor a la novedad, que sacude los hábitos y las seguridades adquiridas; es el miedo a que el otro desestabilice mis tradiciones y mis esquemas consolidados; pero, en el fondo, es el miedo que vive en el corazón del hombre y del que el Señor Resucitado quiere liberarnos. Dejemos, pues, resonar en nuestro camino de comunión su exhortación pascual: «¡No teman!» (Mt 28,5.10). No temamos anteponer al hermano a nuestros miedos, porque el Señor quiere que confiemos los unos en los otros y que caminemos juntos, a pesar de nuestras debilidades y nuestros pecados, a pesar de los errores del pasado y las heridas recíprocas.
En Jerusalén, lugar de decepción y de oposición, justo donde la vía indicada por el Cielo parece estrellarse contra los muros levantados por los hombres, es donde los Magos descubren el camino hacia Belén; y son los sacerdotes y los escribas quienes, escrutando las Escrituras (cf. Mt 2,4), dan la indicación. Los Magos encuentran a Jesús no solo gracias a la estrella, que entretanto había desaparecido; sino también a la Palabra de Dios. Tampoco nosotros, los cristianos, podemos llegar al Señor sin su Palabra viva y eficaz (cf. Hb 4,12), que fue dada a todo el Pueblo de Dios para ser recibida, para orar con ella, para ser meditada junto con todo el Pueblo de Dios. Acerquémonos, pues, a Jesús por medio de su Palabra, pero acerquémonos también a nuestros hermanos por medio de la Palabra de Jesús. Así su estrella surgirá de nuevo en nuestro camino y nos dará alegría.
3. Esto es lo que les sucedió a los Magos cuando llegaron a su última etapa: Belén. Allí entran en la casa, se postran y adoran al Niño (cf. Mt 2,11). Así es como termina su viaje: juntos, en la misma casa, en adoración. De este modo los Magos anticipan a los discípulos de Jesús, que aun diversos pero unidos, al final del Evangelio se postran delante del Resucitado en el monte de Galilea (cf. Mt 28,17); se convierten en un signo de profecía para nosotros, que anhelamos al Señor, que somos compañeros de viaje por los caminos del mundo y buscadores de los signos de Dios en la historia a través de la Sagrada Escritura. Hermanos y hermanas, también para nosotros la unidad plena, ese estar en la misma casa, sólo puede realizarse si adoramos al Señor. Queridas hermanas y queridos hermanos, la etapa decisiva del camino hacia la plena comunión requiere una oración más intensa, requiere que adoremos, requiere la adoración de Dios.
Los Magos nos recuerdan entonces que para adorar hay un paso que dar: es necesario postrarse. Este es el camino, abajarnos, dejar de lado nuestras pretensiones y poner al Señor en centro. Cuántas veces el orgullo ha sido el verdadero obstáculo para la comunión. Los Magos tuvieron el valor de dejar en casa prestigio y reputación, para abajarse en la pobre casita de Belén; fue así como se llenaron de una «inmensa alegría» (Mt 2,10). Abajarse, dejar, simplificar. Pidamos a Dios en esta tarde que nos conceda esta valentía, la valentía de la humildad, único camino para llegar a adorar a Dios en la misma casa y en torno al mismo altar.
En Belén, después de postrarse en adoración, los Magos abren sus cofres y ofrecen oro, incienso y mirra (cf. v. 11). Esto nos recuerda que sólo después de haber orado juntos, que sólo ante Dios y bajo su luz, nos damos realmente cuenta de los tesoros que cada uno posee. Pero son tesoros que pertenecen a todos, que deben ser ofrecidos y compartidos. Son, en efecto, dones que el Espíritu Santo destina para el bien común, para la edificación y la unidad de su pueblo. Y esto lo constatamos cuando rezamos, pero también cuando servimos: cuando damos a quien tiene necesidad, se lo estamos dando a Jesús, que se identifica con los pobres y los marginados (cf. Mt 25,33-40); y es Él quien nos une a los unos con los otros.
Los dones de los Magos simbolizan lo que el Señor quiere recibir de nosotros. A Dios hay ofrecerle el oro, el elemento más valioso, porque Dios está al centro. Es a Él a quien debemos mirar, no a nosotros; a su voluntad, no a la nuestra; a sus caminos, no a los nuestros. Y si el Señor está realmente en el primer lugar, entonces nuestras opciones, incluso las eclesiásticas, ya no pueden basarse en las políticas del mundo, sino en los deseos de Dios. Después está el incienso, que nos recuerda la importancia de la oración, que sube a Dios como perfume agradable (cf. Sal 141, 2). No nos cansemos, pues, de rezar los unos por los otros y los unos con los otros. Y, por último, la mirra, que se usará para honrar el cuerpo de Jesús depuesto de la cruz (cf. Jn 19,39), nos recuerda la necesidad de cuidar la carne sufriente del Señor, desgarrada en los miembros de los pobres. Sirvamos a los necesitados, sirvamos juntos a Jesús sufriente.
Queridos hermanos y hermanas, sigamos las indicaciones de los Magos para nuestro camino; y actuemos como ellos, que para regresar a casa “tomaron otro camino” (Mt 2,12). Sí, como Saulo antes de encontrarse con Cristo, también nosotros necesitamos cambiar de ruta, invertir el rumbo de nuestros hábitos y de nuestros intereses para encontrar la senda que el Señor nos muestra, el camino de la humildad, el camino de la fraternidad, de la adoración. Te pedimos Señor que nos concedas el valor de cambiar camino, de convertirnos, de seguir tu voluntad y no nuestras conveniencias; de ir hacia adelante juntos, hacia Ti, que con tu Espíritu quieres que todos seamos una sola cosa. Amén.