Participación, misión y comunión: estas son las palabras clave para un estilo sinodal de la Iglesia recomendado por el Papa Francisco a la Curia Romana durante la audiencia anual de felicitación de Navidad celebrada esta mañana, jueves 23 de diciembre, en el Aula de las Bendiciones.
Queridos hermanos y hermanas: ¡Buenos días!
Como cada año, tenemos oportunidad de encontrarnos a pocos días de la Navidad. Es un modo para manifestar nuestra fraternidad “en voz alta” por medio de las felicitaciones navideñas, pero es también para cada uno de nosotros un momento de reflexión y de revisión, para que la luz del Verbo, que se hace carne, nos haga ver cada vez mejor quiénes somos y cuál es nuestra misión.
Todos lo sabemos: el misterio de la Navidad es el misterio de Dios que viene al mundo por el camino de la humildad. Se hizo carne: esa gran synkatábasis. Este tiempo parece haber olvidado la humildad, o haberla relegado a una forma de moralismo, vaciándola de la fuerza desbordante que posee.
Pero si tuviéramos que expresar todo el misterio de la Navidad en una palabra, creo que la palabra humildad es la que más podría ayudarnos. Los Evangelios nos hablan de un entorno pobre, sobrio, inapropiado para acoger a una mujer que está por dar a luz. Sin embargo, el Rey de reyes no viene al mundo llamando la atención, sino suscitando una misteriosa atracción en los corazones de quienes sienten la presencia desbordante de una novedad que está por cambiar la historia. Por eso me gusta pensar y también decir que la humildad ha sido su puerta de entrada y nos invita, a todos nosotros, a atravesarla. Me viene a la mente aquel pasaje de los Ejercicios: no se puede avanzar sin humildad, y no se puede avanzar en la humildad sin humillaciones. Y san Ignacio nos dice que pidamos las humillaciones.
No es fácil entender qué es la humildad. Esta es el resultado de un cambio que el mismo Espíritu obra en nosotros por medio de la historia que vivimos, como le ocurre por ejemplo a Naamán el sirio (cf. 2 Re 5). En la época del profeta Eliseo, este personaje gozaba de gran fama. Era un valiente general del ejército arameo, que había demostrado en varias ocasiones su valor y su audacia. Pero junto con la fama, la fuerza, la estima, los honores, la gloria, este hombre estaba obligado a convivir con un drama terrible: era leproso. Su armadura, la misma que le proporcionaba prestigio, en realidad cubría una humanidad frágil, herida, enferma. Esta contradicción a menudo la encontramos en nuestras vidas: a veces los grandes dones son la armadura para cubrir grandes fragilidades.
Naamán comprende una verdad fundamental: uno no puede pasar la vida escondiéndose detrás de una armadura, de un rol, de un reconocimiento social; al final, hace mal. Llega un momento, en la existencia de cada uno, en el que se siente el deseo de no vivir más detrás del revestimiento de la gloria de este mundo, sino en la plenitud de una vida sincera, sin más necesidad de armaduras y de máscaras. Este deseo impulsa al valiente general Naamán a ponerse en camino para buscar a alguien que pueda ayudarlo, y lo hace a partir del consejo de una esclava, una muchacha hebrea, prisionera de guerra, que habla de un Dios capaz de curar semejantes contradicciones.
Tomando consigo plata y oro, Naamán se puso en camino y llegó ante el profeta Eliseo. Este le pidió a Naamán, como única condición para su curación, el sencillo gesto de desvestirse y bañarse siete veces en el río Jordán. Nada de fama, nada de honor, oro ni plata. La gracia que salva es gratuita, no se reduce al precio de las cosas de este mundo.
Naamán se resistió a ese pedido; le pareció demasiado banal, demasiado sencillo, demasiado accesible. Pareciera que la fuerza de la sencillez no tenía espacio en su mente. Pero las palabras de sus servidores lo hicieron recapacitar: «Si el profeta te hubiese mandado una cosa difícil, ¿no lo habrías hecho? Cuánto más si te ha dicho: “Báñate y sanarás”» (2 Re 5,13). Naamán se rindió y con un gesto de humildad “descendió”, se quitó su armadura, se sumergió en las aguas del Jordán, «enseguida la carne de su cuerpo se renovó y quedó limpia como la carne de un niño pequeño»(2 Re 5,14). Es una gran lección. La humildad de dejar al descubierto la propia humanidad, según la palabra del Señor, llevó a Naamán a obtener la curación.
La historia de Naamán nos recuerda que la Navidad es un tiempo en el que cada uno ha de tener la valentía de quitarse la propia armadura, de desprenderse de los ropajes del propio papel, del reconocimiento social, del brillo de la gloria de este mundo, y asumir su misma humildad. Podemos hacerlo a partir de un ejemplo más fuerte, más convincente, de autoridad: el del Hijo de Dios, que no se sustrajo a la humildad de “descender” en la historia haciéndose hombre, haciéndose niño, frágil, envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cf. Lc 2,16). Todos, despojados de nuestros ropajes, de nuestras prerrogativas, cargos y títulos, somos leprosos, todos nosotros, necesitados de curación. La Navidad es la memoria viva de esta certeza y nos ayuda a comprenderla más profundamente.
Queridos hermanos y hermanas, si olvidamos nuestra humanidad vivimos sólo de los honores de nuestras armaduras, pero Jesús nos recuerda una verdad incómoda y desconcertante: “¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo?” (cf. Mc 8,36).
Esta es la peligrosa tentación —lo he señalado otras veces— de la mundanidad espiritual, que a diferencia de todas las otras tentaciones es difícil de desenmascarar, porque está cubierta de todo lo que normalmente nos da seguridad: nuestro cargo, la liturgia, la doctrina, la religiosidad. Escribí en la Evangelii gaudium: «En este contexto, se alimenta la vanagloria de quienes se conforman con tener algún poder y prefieren ser generales de ejércitos derrotados antes que simples soldados de un escuadrón que sigue luchando. ¡Cuántas veces soñamos con planes apostólicos expansionistas, meticulosos y bien dibujados, propios de generales derrotados! Así negamos nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida desgastada en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es “sudor de nuestra frente”. En cambio, nos entretenemos vanidosos hablando sobre “lo que habría que hacer” —el pecado del “habriaqueísmo”— como maestros espirituales y expertos pastorales que señalan desde afuera. Cultivamos nuestra imaginación sin límites y perdemos contacto con la realidad sufrida de nuestro pueblo fiel» (n. 96).
La humildad es la capacidad de saber habitar sin desesperación, con realismo, alegría y esperanza, nuestra humanidad; esta humanidad amada y bendecida por el Señor. La humildad es comprender que no tenemos que avergonzarnos de nuestra fragilidad. Jesús nos enseña a mirar nuestra miseria con el mismo amor y ternura con el que se mira a un niño pequeño, frágil, necesitado de todo. Sin humildad buscaremos seguridades, y quizás las encontraremos, pero ciertamente no encontraremos lo que nos salva, lo que puede curarnos. Las seguridades son el fruto más perverso de la mundanidad espiritual, que revelan la falta de fe, esperanza y caridad, y se convierten en incapacidad de saber discernir la verdad de las cosas. Si Naamán sólo hubiera seguido acumulando medallas para poner en su armadura, al final habría sido devorado por la lepra; aparentemente vivo, sí, pero cerrado y aislado en su enfermedad. Él buscó con valentía lo que podría salvarlo y no lo que lo gratificaría de forma inmediata.
Todos sabemos que lo contrario de la humildad es la soberbia. Un versículo del profeta Malaquías, que me ha impactado mucho, nos ayuda a comprender, por contraste, qué diferencia hay entre el camino de la humildad y el de la soberbia: «Todos los arrogantes y todos los malhechores serán como paja. El día que se acerca los quemará hasta no dejarles rama ni raíz —dice el Señor del universo—» (3,19).
El Profeta usa una imagen sugestiva que describe bien la soberbia: esta —dice— es como paja. Entonces, cuando llega el fuego, la paja se convierte en cenizas, se quema, desaparece. Y nos dice también que quien vive apoyándose en la soberbia se encuentra privado de las cosas más importantes que tenemos: las raíces y las ramas. Las raíces hablan de nuestra relación vital con el pasado del que tomamos la savia para poder vivir en el presente. Las ramas son el presente que no muere, sino que se convierte en el mañana, se vuelve futuro. Estar en un presente que no tiene más raíces ni ramas significa vivir el final. Así el soberbio, encerrado en su pequeño mundo, no tiene más pasado ni futuro, no tiene más raíces ni ramas y vive con el sabor amargo de la tristeza estéril que se adueña del corazón como «el más preciado de los elixires del demonio» [1]. El humilde, en cambio, vive guiado constantemente por dos verbos: recordar —las raíces— y generar, fruto de las raíces y de las ramas, y de este modo vive la alegre apertura de la fecundidad.
Recordar significa etimológicamente “traer al corazón”, re-cordar. La memoria vital que tenemos de la Tradición, de las raíces, no es un culto del pasado, sino un gesto interior por medio del cual traemos constantemente al corazón aquello que nos ha precedido, aquello que ha atravesado nuestra historia, aquello que nos ha conducido hasta aquí. Recordar no es repetir, sino atesorar, reavivar y, con gratitud, dejar que la fuerza del Espíritu Santo haga arder nuestro corazón, como a los primeros discípulos (cf. Lc 24,32).
Pero para que recordar no se convierta en una prisión del pasado, necesitamos otro verbo: generar. Al humilde —al hombre humilde, a la mujer humilde— no sólo le interesa el pasado, sino también el futuro, porque sabe mirar hacia adelante, sabe contemplar las ramas con la memoria llena de gratitud. El humilde genera, invita y empuja hacia aquello que no se conoce; el soberbio, en cambio, repite, se endurece —la rigidez es una perversión, una perversión actual— y se encierra en su repetición, se siente seguro de lo que conoce y teme a lo nuevo porque no puede controlarlo, lo hace sentir desestabilizado, porque ha perdido la memoria.
El humilde acepta ser cuestionado, se abre a la novedad y lo hace porque se siente fuerte gracias a lo que lo precede, a sus raíces, a su pertenencia. Su presente está habitado por un pasado que lo abre al futuro con esperanza. A diferencia del soberbio, sabe que ni sus méritos ni sus “buenas costumbres” son principio y fundamento de su existencia, por eso es capaz de tener confianza; el soberbio no la tiene.
Todos nosotros estamos llamados a la humildad porque estamos llamados a recordar y a generar, estamos llamados a volver a encontrar la relación justa con las raíces y con las ramas; sin ellas estamos enfermos y destinados a desaparecer. Jesús, que viene al mundo por el camino de la humildad, nos abre una vía, nos indica un modo, nos muestra una meta.
Queridos hermanos y hermanas, si es cierto que sin humildad no podemos encontrar a Dios ni experimentar la salvación, también es cierto que sin humildad no podemos encontrar al prójimo, al hermano y a la hermana que viven a nuestro lado.
El pasado 17 de octubre iniciamos el camino sinodal, al que dedicaremos los próximos dos años. También aquí, sólo la humildad puede ponernos en condiciones de encontrarnos y escuchar, de dialogar y discernir, para rezar juntos, como indicaba el Cardenal Decano. Si cada uno se queda encerrado en sus propias convicciones, en sus propias experiencias, en la coraza de sus propios sentimientos y pensamientos, es difícil dar cabida a esa experiencia del Espíritu que, como dice el Apóstol, va unida a la convicción de que todos somos hijos de «un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y habita en todos» (Ef 4,6).
¡“Todos” no es una palabra que pueda ser malinterpretada! El clericalismo, que como tentación —perversa— serpentea a diario entre nosotros, nos hace pensar siempre en un Dios que le habla sólo a algunos, mientras que los demás sólo deben escuchar y ejecutar. El Sínodo trata de ser la experiencia de sentirnos todos miembros de un pueblo más grande: el santo Pueblo fiel de Dios y, por tanto, discípulos que escuchan y, precisamente por esa escucha, pueden comprender también la voluntad de Dios, que se manifiesta siempre de manera imprevisible. Sin embargo, sería un error pensar que el Sínodo es un acontecimiento reservado a la Iglesia como entidad abstracta, alejada de nosotros. La sinodalidad es un estilo al que debemos convertirnos, sobre todo nosotros que estamos aquí y que vivimos la experiencia del servicio a la Iglesia universal a través de nuestro trabajo en la Curia romana.
Y la Curia —no lo olvidemos— no es sólo un instrumento logístico y burocrático para las necesidades de la Iglesia universal, sino que es el primer órgano llamado a dar testimonio, y por eso mismo adquiere más autoridad y eficacia cuando asume personalmente los retos de la conversión sinodal a la que también está llamada. La organización que debemos implementar no es de tipo corporativa, sino evangélica.
Por ello, si la Palabra de Dios le recuerda al mundo entero el valor de la pobreza, nosotros, miembros de la Curia, debemos ser los primeros en comprometernos a una conversión a la sobriedad. Si el Evangelio proclama la justicia, nosotros debemos ser los primeros en intentar vivir con transparencia, sin favoritismos ni grupos de influencia. Si la Iglesia sigue el camino de la sinodalidad, nosotros debemos ser los primeros en convertirnos a un estilo diferente de trabajo, de colaboración, de comunión; y esto sólo es posible a través de la senda de la humildad. Sin humildad no podremos hacer esto.
En la apertura de la asamblea sinodal utilicé tres palabras clave: participación, comunión y misión. Y nacen de un corazón humilde: sin humildad no se puede hacer ni participación, ni comunión, ni misión. Estas palabras son los tres requisitos que me gustaría indicar como un estilo de humildad al que hay que aspirar aquí en la Curia. Tres maneras para hacer de la humildad un itinerario concreto que podamos poner en práctica.
En primer lugar, la participación. Esta debería manifestarse mediante un estilo de corresponsabilidad. Por supuesto, en la diversidad de funciones y ministerios las responsabilidades son diferentes, pero sería importante que cada uno de nosotros se sintiera partícipe y corresponsable del trabajo, sin limitarse a vivir la experiencia despersonalizadora de llevar a cabo un programa establecido por otra persona. Siempre me quedo sorprendido cuando encuentro creatividad —me gusta mucho— en la Curia, y no pocas veces se manifiesta sobre todo allí donde se deja y se encuentra espacio para todos, incluso para aquellos que, jerárquicamente, parecen ocupar un lugar secundario. Doy las gracias por estos ejemplos —los encuentro, y me gusta— y los animo a que trabajen para que seamos capaces de generar dinámicas concretas en las que todos sientan que tienen una participación activa en la misión que realizan. La autoridad se convierte en servicio cuando comparte, involucra y ayuda a crecer.
La segunda palabra es comunión. No se expresa por mayorías o minorías, sino que nace esencialmente de la relación con Cristo. Nunca tendremos un estilo evangélico en nuestros ambientes si no ponemos a Cristo en el centro, y no este partido o el otro, esa opinión o la otra: Cristo en el centro. Muchos de nosotros trabajamos juntos, pero lo que fortalece la comunión es también poder rezar juntos, escuchar la Palabra juntos, construir relaciones que vayan más allá del mero trabajo y fortalezcan los vínculos de bien, vínculos de bien entre nosotros, ayudándonos mutuamente. Sin esto, corremos el riesgo de ser sólo extraños que trabajan juntos, rivales que intentan posicionarse mejor o, peor aún, allí donde se crean relaciones, éstas parecerían tomar el aspecto de la complicidad por intereses personales, olvidando la causa común que nos mantiene unidos. La complicidad crea divisiones, crea facciones, crea enemigos; la colaboración exige la grandeza de aceptar la propia parcialidad y la apertura al trabajo en equipo, incluso con aquellos que no piensan como nosotros. En la complicidad se está juntos para lograr un resultado externo. En la colaboración se permanece juntos porque nos interesa el bien del otro y, por tanto, el de todo el Pueblo de Dios al que estamos llamados a servir: no olvidemos el rostro concreto de las personas, no olvidemos nuestras raíces, el rostro concreto de quienes fueron nuestros primeros maestros en la fe. Pablo decía a Timoteo: “Recuerda a tu madre, recuerda a tu abuela”.
La perspectiva de la comunión implica, al mismo tiempo, reconocer la diversidad que habita en nosotros como un don del Espíritu Santo. Siempre que nos desviamos de este camino y vivimos la comunión y la uniformidad como sinónimos, debilitamos y silenciamos la fuerza vivificante del Espíritu Santo en medio de nosotros. La actitud de servicio nos pide, yo diría que nos exige, la magnanimidad y la generosidad de reconocer y vivir con alegría la riqueza multiforme del Pueblo de Dios; y sin humildad esto no es posible. A mí me hace bien releer el comienzo de la Lumen gentium, los números 8, 12: el santo Pueblo fiel de Dios. Recuperar estas verdades es oxígeno para el alma.
La tercera palabra es misión. Es la que nos salva de replegarnos sobre nosotros mismos. El que está replegado en sí mismo «mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia. Ha replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado de su inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de sus pecados ni está auténticamente abierto al perdón. Estos son los dos signos de una persona “cerrada”: no aprende de los propios pecados y no está abierta al perdón. Es una tremenda corrupción con apariencia de bien. Hay que evitarla poniendo a la Iglesia en movimiento de salida de sí, de misión centrada en Jesucristo, de entrega a los pobres» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 97). Sólo un corazón abierto a la misión garantiza que todo lo que hacemos ad intra y ad extra esté siempre marcado por la fuerza regeneradora de la llamada del Señor. Y la misión siempre conlleva una pasión por los pobres, es decir, por los “carentes”: aquellos que “carecen” de algo no sólo en términos materiales, sino también en términos espirituales, emocionales y morales. Los que tienen hambre de pan y los que tienen hambre de sentido son igualmente pobres. La Iglesia está invitada a salir al encuentro de todas las pobrezas y está llamada a predicar el Evangelio a todos, porque todos, de un modo u otro, somos pobres, tenemos carencias. Pero la Iglesia también sale a su encuentro porque nos hacen falta: nos hace falta su voz, su presencia, sus preguntas y discusiones. La persona de corazón misionero siente que su hermano le hace falta y, con la actitud del mendigo, va a su encuentro. La misión nos hace vulnerables —es hermoso, la misión nos hace vulnerables—, nos ayuda a recordar nuestra condición de discípulos y nos permite descubrir la alegría del Evangelio una y otra vez.
Participación, misión y comunión son las características de una Iglesia humilde, que se pone a la escucha del Espíritu y coloca su centro fuera de sí misma. Henri de Lubac decía: «Al igual que su Maestro, la Iglesia a los ojos del mundo, hace papel de esclava. Vive aquí abajo “en forma de esclava”. [...] No es una academia de sabios, ni un cenáculo de intelectuales sublimes, ni una asamblea de superhombres. Sino que es precisamente todo lo contrario. Los cojos, los contrahechos y los miserables de toda clase se dan cita en la Iglesia y la legión de los mediocres [...]; resulta difícil, o por mejor decir, imposible al hombre natural, en tanto que sus pensamientos más íntimos no hayan sido transformados, descubrir en semejante hecho el cumplimiento de la Kenosis salvadora y el adorable vestigio de la “humildad de Dios”» (Meditación sobre la Iglesia, 292-293).
Para concluir quisiera desearles a ustedes, y a mí en particular, que nos dejemos evangelizar por la humildad, por la humildad de la Navidad, por la humildad del pesebre, de la pobreza y la esencialidad con la que el Hijo de Dios entró en el mundo. Incluso los magos de oriente, que evidentemente podemos pensar que provenían de una condición más acomodada que María y José o que los pastores de Belén, se postran cuando se encuentran en presencia del niño (cf. Mt 2,11). Se postran. No es sólo un gesto de adoración, es un gesto de humildad. Los Reyes magos se ponen a la altura de Dios postrándose rostro en tierra. Y esta kenosis, este descenso, esta synkatábasis es el mismo que hará Jesús en la última noche de su vida terrenal, cuando «se levantó de la mesa, se quitó el manto y, tomando una toalla, se la ató a la cintura. Luego echó agua en una palangana y comenzó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía a la cintura» (Jn 13,4-5). La consternación que causa este gesto, provoca la reacción de Pedro, pero al final el propio Jesús da a sus discípulos la clave adecuada para entenderlo: «Ustedes me llaman “Maestro” y “Señor”, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy su Señor y Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado ejemplo para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes» (Jn 13,13-15).
Queridos hermanos y hermanas, recordando nuestra lepra, rehuyendo la lógica de la mundanidad que nos priva de las raíces y las ramas, dejémonos evangelizar por la humildad del Niño Jesús. Sólo sirviendo y pensando en nuestro trabajo como servicio podemos ser verdaderamente útiles a todos. Estamos aquí —yo el primero— para aprender a ponernos de rodillas y adorar al Señor en su humildad, y no a otros señores en su vacía opulencia. Seamos como los pastores, seamos como los magos de Oriente, seamos como Jesús. He aquí la lección de la Navidad: la humildad es la gran condición de la fe, de la vida espiritual, de la santidad. Quiera el Señor concedernos ese don a partir de la manifestación primordial del Espíritu dentro de nosotros: el deseo. Lo que no tenemos, podemos al menos empezar a desearlo. Y pedir al Señor la gracia de poder desear, de convertirnos en hombres y mujeres de grandes deseos. Y el deseo es ya el Espíritu actuando en cada uno de nosotros.
¡Feliz Navidad para todos! Y les pido que recen por mí. ¡Gracias!
Como recuerdo de esta Navidad, quisiera darles algunos libros. Pero para leerlos, no para dejarlos en la biblioteca, para que los nuestros los reciban en herencia. En primer lugar, uno de un gran teólogo, desconocido porque es demasiado humilde, un subsecretario de la Doctrina de la Fe, Mons. Armando Matteo, que reflexiona un poco en un fenómeno social y en cómo provoca la pastoralidad. Se llama Convertir a Peter Pan. Sobre el destino de la fe en esta sociedad de la eterna juventud. Es provocativo, hace bien. El segundo es un libro sobre los personajes secundarios u olvidados de la Biblia, del Padre Luigi Maria Epicoco: La piedra descartada, y como subtítulo Cuando los olvidados se salvan. Es hermoso. Es para la meditación, para la oración. Leyéndolo, me vino a la mente la historia de Naamán el Sirio, de quien les hablé. Y el tercero es de un Nuncio Apostólico, Mons. Fortunatus Nwachukwu, que ustedes conocen bien. Él hizo una reflexión sobre el chismorreo, y me gusta lo que ha retratado: que el chismorreo hace que se “disuelva” la identidad. Les dejo estos tres libros, y espero que nos ayuden a todos a seguir adelante. ¡Gracias! Gracias por su trabajo y su colaboración. Gracias.
Y pidamos a la Madre de la humildad que nos enseñe a ser humildes: “Ave María…”
[Bendición]
[1] G. Bernanos, Journal d’un curé de campagne, París 1974, 135.