Pequeñas cortes con servidumbre y bienes donde las abadesas eran dueñas y señoras
Lejos de este mundo, pero expresión de este mismo mundo, hubo una época en que los monasterios femeninos eran una parte clave de la economía feudal. Y, por tanto, eran ricos y poderosos. “La regla general, - explica el historiador Giancarlo Rocca, de la Sociedad de San Pablo, director desde 1969 del Diccionario de Institutos de Perfección -, era no fundar monasterios de ningún tipo si no se garantizaban los fondos para su subsistencia. En la Antigüedad y en la Edad Media, y en parte también en la Edad Moderna, era fácil porque reyes, duques o condes donaban de buena gana tierras, derechos de paso, derechos para el transporte de sal, bosques, casas para alquilar…Y, además, estaba la dote de las nobles muchachas que ingresaban al convento. La vida contemplativa y de clausura necesitaba rentas fijas”.
Los monasterios en ese momento eran pequeñas cortes, con criados y tierras, en los que las abadesas eran damas que gozaban de los privilegios de la época, incluida la administración de justicia. Por ejemplo, la hermana del emperador Carlomagno, Gisella, princesa de sangre real, era la abadesa de la prestigiosa abadía de Chelles, cerca de París. Podemos citar también el caso de Conversano, en Puglia, donde la abadesa del monasterio tenía el rango de obispo, con pleno poder sobre el clero local. Sucedió en 1266 con la llegada de un grupo de monjas cistercienses que heredaron el poder concedido a las abadías masculinas, una realidad que duró hasta 1800 con la disolución del monasterio. Como signo de poder, dos veces al año imponían un besamanos a la abadesa de parte de todo el clero secular. Y cuando algún obispo intentaba contrarrestar este privilegio, las feroces abadesas reaccionaban con dureza respaldadas por las poderosas familias nobles de las que provenían.
Era una práctica común entre los nobles que solo el hijo mayor heredara el patrimonio. Para los varones menores, el destino eran las armas o el sacerdocio. Para las hijas, los matrimonios concertados o el monasterio. De una forma u otra, eran todas estrategias para incrementar el poder de la familia. Y era bastante normal que las monjas de origen aristocrático vivieran en celdas individuales, bien amuebladas, con comidas personalizadas y pocas reglas que observar. La estructura socioeconómica de la época feudal se reflejó en el monasterio ya en la división entre las monjas coristas, hijas de las familias nobles del lugar destinadas a tener puestos de responsabilidad en el monasterio, y las monjas conversas, de familias humildes, mayoritariamente analfabetas y dedicadas al trabajo manual. La economía del monasterio giraba en torno a los derechos feudales y, sobre todo, a la propiedad de las tierras que acumularon a lo largo de los siglos gracias a las continuas donaciones y la astuta gestión.
La excepción a estas prácticas fueron las Clarisas quienes, fundadas por Santa Clara, vivían en pobreza franciscana. Pero su particularidad confirma precisamente cuál era la regla. La misma historia de las Clarisas, con la división entre damianitas (nadie podía obligarlas a aceptar donaciones) y urbanistas (que podían tener propiedades en común), habla de la dificultad objetiva de las monjas para poder sobrevivir sin poder contar con trabajo fuera del monasterio y ni siquiera con ingresos. El Concilio de Trento cayó como un meteorito sobre esta estructura casi milenaria. Mariella Carpinello recuerda en Il monachesimo femminile (Mondadori, 2002), que el 3 de diciembre de 1563, en la última sesión, el Concilio impuso una estricta norma a todas: las monjas no podrían volver a salir del convento ni a recibir a nadie en el convento. Se cortaron los contactos con las familias. Incluso las arquitecturas cambiaron. Los altos muros, el torno en la puerta, las rejas, los claustros cerrados, el fin de la propiedad personal y la prohibición de aceptar donaciones llegaron a todos los monasterios. Cambió todo. Incluso el sistema económico del monasterio.
Precisamente para asegurar el futuro de las monjas se impidieron todas las actividades que no fueran contemplativas, se reglamentó la dote y se hizo obligatoria para las recién llegadas. Era ligeramente inferior a la dote matrimonial. Y fue una elección inevitable porque cuando las monjas enferman o envejecen no pueden valerse por sus propias fuerzas o servirse de las riquezas del monasterio para sobrevivir.
Sin embargo, el advenimiento de una nueva economía y una nueva sociedad, con el crecimiento de la clase mercantil y burguesa, estaba a punto de acabar con el viejo mundo que estaba en el apogeo de la pompa y la riqueza. Mariella Carpinello cuenta cómo se realizaban suntuosos ceremoniales a principios del siglo XVIII, siguiendo una etiqueta principesca. “La profesión de la señorita Rastignac, una bella joven de veinte años, descrita por otra gran dama, Elena Massalka futura princesa de Ligne, es lujosa y espectacular. Una dama, la joven de Guignes, es su madrina, mientras el Conde de Hautefort sostiene la vela durante el rito. La señorita de Rastignac ocupa su lugar en la iglesia con un vestido de seda blanca adornado con plata y salpicado de diamantes. Al final del servicio, el conde la toma de la mano y la conduce al interior del recinto. Luego la puerta se cierra con estrépito detrás de ella”.
Paradójicamente, la imposición del claustro fue contra las religiosas. De hecho, la ideología de la Ilustración consideraba la vida contemplativa como una reliquia dañina del pasado. En 1782, José II de Habsburgo suprimió las comunidades religiosas femeninas en Austria con la excepción de aquellas dedicadas a la enseñanza y el cuidado de los enfermos. Con la Revolución Francesa de 1789 y luego la época napoleónica, Francia y sus satélites también aplicaron una política de supresión de monasterios con confiscación de bienes. Una política de desamortización que continuó en el Reino de Italia a lo largo del siglo XIX. Sucedió en toda Europa donde de pronto cambió de manos un vasto patrimonio de iglesias, edificios, obras de arte, tierras, bosques, granjas y molinos. Nada volvió a ser como antes.
“Las confiscaciones empobrecieron a muchos monasterios, algunos no volvieron a ser lo que eran y otras comunidades tuvieron que establecerse en lugares mucho más modestos. La secularización provocó un cambio en el modelo de vida religiosa femenina. Con las nuevas instituciones masculinas y femeninas del siglo XIX, la organización económica cambia, porque sus miembros ofrecen servicios a cambio de una compensación por el trabajo que realizan de parte de la ciudad, los empresarios o incluso las familias. Los más pobres son atendidos gracias a la vida austera de las comunidades y a los benefactores”, explica sor Grazia Loparco, profesora de Historia de la Iglesia en la Pontificia Facultad Auxilium. Las religiosas de hoy se dedican a la actividad apostólica. Enseñan, educan, ayudan y asisten. Y ganan un salario para ellas y para sus hermanas.
di Francesco Grignetti
Periodista de La Stampa
Abadía real
La abadía de Chelles, en la Île-de-France, fue fundada en la época merovingia. Hacia 788, Gisella, hermana de Carlomagno, se convirtió en su abadesa. Bajo su gobierno fue un importante centro de copia y restauración de manuscritos. Muchos de ellos se perdieron en un incendio en el siglo XIII y luego desaparecieron definitivamente con la Revolución Francesa.