La mañana del lunes 13 de septiembre se concluyó en la catedral de San Martín de Brahislava, donde Francisco se reunió con los obispos, sacerdotes, religiosos, seminaristas y curas eslovacos. Tras el saludo del presidente de la Conferencia Episcopal, el Papa pronunció el siguiente discurso.
Queridos hermanos obispos,
queridos sacerdotes, religiosas, religiosos y seminaristas,
queridos catequistas, hermanas
y hermanos, ¡buenos días!
Los saludo con alegría y agradezco a Mons. Stanislav Zvolenský las palabras que me ha dirigido. Gracias por la invitación a sentirme en casa. Vengo como vuestro hermano y por eso me siento uno de ustedes. Estoy aquí para compartir su camino —esto debe hacer el obispo, el Papa—, sus preguntas, los anhelos y las esperanzas de esta Iglesia y de este país. Y, hablando del país, le acabo de decir a la señora Presidenta que Eslovaquia es una poesía. Compartir era el estilo de la primera comunidad cristiana: eran perseverantes y estaban unidos, caminaban juntos (cf. Hch 1,12-14). También discutían, pero caminaban juntos.
Es lo primero que necesitamos: una Iglesia que camina unida, que recorre los caminos de la vida con la llama del Evangelio encendida. La Iglesia no es una fortaleza, no es una potencia, un castillo situado en alto que mira el mundo con distancia y suficiencia. Aquí en Bratislava el castillo ya existe, ¡y es muy hermoso! Pero la Iglesia es la comunidad que desea atraer hacia Cristo con la alegría del Evangelio —¡no el castillo!—, es la levadura que hace fermentar el Reino del amor y de la paz en la masa del mundo. Por favor, no cedamos a la tentación de la magnificencia, de la grandeza mundana. La Iglesia debe ser humilde como era Jesús, que se despojó de todo, que se hizo pobre para enriquecernos (cf. 2 Co 8,9). Así vino a habitar entre nosotros y a curar nuestra humanidad herida.
Sí, es hermosa una Iglesia humilde que no se separa del mundo y no mira la vida con desapego, sino que la habita desde dentro. Habitar desde dentro, no lo olvidemos: compartir, caminar juntos, acoger las preguntas y las expectativas de la gente. Esto nos ayuda a salir de la autorreferencialidad. El centro de la Iglesia —¿quién es el centro de la Iglesia?— no es la Iglesia, y cuando la Iglesia se mira a sí misma acaba como la mujer del Evangelio: encorvada, mirándose el ombligo (cf. Lc 13,10-13). El centro de la Iglesia no es ella misma. Salgamos de la preocupación excesiva por nosotros mismos, por nuestras estructuras, por cómo nos mira la sociedad. Y esto al final nos llevará a una “teología del maquillaje”, de cómo nos maquillamos mejor. Adentrémonos en cambio en la vida real, la vida real de la gente, y preguntémonos: ¿cuáles son las necesidades y las expectativas espirituales de nuestro pueblo? ¿Qué se espera de la Iglesia? A mí me parece importante intentar responder a estas preguntas y me vienen a la mente tres palabras.
La primera es libertad. Sin libertad no hay verdadera humanidad, porque el ser humano ha sido creado libre y para ser libre. Los periodos dramáticos de la historia de su país son una gran enseñanza: cuando la libertad fue herida, violada y asesinada; la humanidad fue degradada y se abatieron sobre ella las tormentas de la violencia, de la coacción y de la privación de los derechos.
Pero, al mismo tiempo, la libertad no es una conquista automática, que permanece igual una vez para siempre. ¡No! La libertad siempre es un camino, a veces fatigoso, que hay que renovar continuamente, luchar por ella cada día. No basta ser libres exteriormente o en las estructuras de la sociedad para serlo de verdad. La libertad llama a ser responsables de las propias decisiones, a discernir, a llevar adelante los procesos de la vida en primera persona. Y esto es arduo, esto nos da miedo. A veces es más cómodo no dejarse provocar por las situaciones concretas y seguir adelante repitiendo el pasado, sin poner nuestro corazón, sin el riesgo de la decisión. Mejor arrastrar la vida haciendo lo que otros deciden por nosotros —quizá la masa o la opinión pública o lo que nos venden los medios de comunicación social—. Esto no puede ser. Y hoy, mucho de lo que hacemos lo deciden los medios por nosotros. Y se pierde la libertad. Recordemos la historia del pueblo de Israel: sufría bajo la tiranía del faraón, era esclavo; luego fue liberado por el Señor, pero para llegar a ser verdaderamente libre, no sólo liberado de los enemigos, debía atravesar el desierto, un camino difícil. Y les llevaba a pensar: “Casi, casi era mejor antes, al menos teníamos algunas cebollas para comer…”. Una gran tentación: mejor algunas cebollas que la fatiga y el riesgo de la libertad. Esta es una de las tentaciones. Ayer, hablando al grupo ecuménico, recordaba a Dostoyevski en “El Gran Inquisidor”. Cristo regresa de incógnito a la tierra y el inquisidor le reprocha que haya dado la libertad a los hombres. Basta algo de pan y poquito más; basta un poco de pan y cualquier otra cosa. Siempre está esa tentación, la tentación de las cebollas. Mejor un poco de cebolla y pan que la fatiga y el riesgo de la libertad. Les dejo a ustedes que piensen estas cosas.
A veces también en la Iglesia nos puede acechar esta idea: es mejor tener todo predefinido —las leyes que deben observarse, seguridad y uniformidad—, más que ser cristianos responsables y adultos que piensan, interrogan la propia conciencia y se dejan cuestionar. Es el comienzo de la casuística, todo controlado. En la vida espiritual y eclesial existe la tentación de buscar una falsa paz que nos deja tranquilos, en vez del fuego del Evangelio que nos inquieta, que nos transforma. Las seguras cebollas de Egipto son más cómodas que las incertidumbres del desierto. Pero una Iglesia que no deja espacio a la aventura de la libertad, incluso en la vida espiritual, corre el riesgo de convertirse en un lugar rígido y cerrado. Tal vez algunos están acostumbrados a esto; pero a muchos otros —sobre todo en las nuevas generaciones— no les atrae una propuesta de fe que no les deje su libertad interior, no les atrae una Iglesia en la que sea necesario que todos piensen del mismo modo y obedezcan ciegamente.
Queridos amigos, no tengan miedo de formar a las personas en una relación madura y libre con Dios. Esta relación es importante. Esto quizá nos dará la impresión de no poder controlarlo todo, de perder fuerza y autoridad; pero la Iglesia de Cristo no quiere dominar las conciencias y ocupar los espacios, quiere ser una “fuente” de esperanza en la vida de las personas. Es un riesgo. Es un desafío. Lo digo sobre todo a los Pastores: ustedes ejercitan el ministerio en un país en el que muchas cosas han cambiado rápidamente y muchos procesos democráticos se han iniciado, pero la libertad todavía es frágil. Lo es sobre todo en el corazón y en la mente de las personas. Por eso los animo a hacerlas crecer libres de una religiosidad rígida. Salir de esto, y que crezcan libres. Que ninguno se sienta presionado. Que cada uno pueda descubrir la libertad del Evangelio, entrando gradualmente en relación con Dios, con la confianza de quien sabe que, ante Él, puede llevar la propia historia y las propias heridas sin miedo y sin fingimientos, sin preocuparse de defender la propia imagen. Poder decir: “soy pecador”, pero decirlo con sinceridad, no golpearnos el pecho y después seguir creyéndonos justos. La libertad. Que el anuncio del Evangelio sea liberador, nunca opresor. ¡Y que la Iglesia sea signo de libertad y de acogida!
Estoy seguro de que nunca se sabrá de donde viene esto. Les digo algo que pasó hace tiempo. La carta de un obispo, hablando de un nuncio. Decía: “Bueno, nosotros estuvimos 400 años sometidos por los turcos y sufrimos. Después 50 sometidos por el comunismo y sufrimos. ¡Pero los siete años con este nuncio han sido peor que las otras dos veces!”. En ocasiones me pregunto, ¿cuánta gente puede decir lo mismo del obispo o del párroco que tiene? ¿Cuánta gente? No. Sin libertad, sin paternidad las cosas no funcionan.
La segunda palabra —la primera era libertad— es creatividad. Ustedes son hijos de una gran tradición. Su experiencia religiosa encuentra un manantial en la predicación y el ministerio de las figuras luminosas de los santos Cirilo y Metodio. Ellos nos enseñan que la evangelización no es nunca una simple repetición del pasado. La alegría del Evangelio siempre es Cristo, pero las sendas para que esta buena noticia pueda abrirse camino en el tiempo y en la historia son diversas. Las sendas son todas diversas. Cirilo y Metodio recorrieron juntos esta parte del continente europeo y, ardientes de pasión por el anuncio del Evangelio, llegaron a inventar un nuevo alfabeto para la traducción de la Biblia, de los textos litúrgicos y de la doctrina cristiana. Fue así que se convirtieron en apóstoles de la inculturación de la fe entre ustedes. Fueron inventores de nuevos lenguajes para transmitir el Evangelio, fueron creativos en la traducción del mensaje cristiano, estuvieron tan cerca de la historia de los pueblos que encontraban, que hasta llegaron a hablar su lengua y asimilar su cultura. ¿No necesita esto Eslovaquia también hoy? Me pregunto. ¿No es esta quizá la tarea más urgente de la Iglesia en los pueblos de Europa: encontrar nuevos “alfabetos” para anunciar la fe? Tenemos de trasfondo una rica tradición cristiana, pero hoy, en la vida de muchas personas, esta permanece en el recuerdo de un pasado que ya no habla ni orienta más las decisiones de la existencia. Ante la pérdida del sentido de Dios y de la alegría de la fe no sirve lamentarse, atrincherarse en un catolicismo defensivo, juzgar y acusar al mundo malo, no; es necesaria la creatividad del Evangelio. ¡Estemos atentos! El Evangelio aún no está cerrado, está abierto. Está vigente, está vigente, sigue adelante. Recordemos lo que hicieron esos hombres que querían llevar a un paralítico ante Jesús y no lograban atravesar la puerta de entrada. Hicieron una abertura en el techo y lo bajaron desde lo alto (cf. Mc 2,1-5). ¡Fueron creativos! Frente a las dificultades —“Pero, ¿cómo hacemos? Ah, hagamos así”—, frente, quizá, a una generación que no cree, que ha perdido el sentido de la fe, o que ha reducido la fe a una costumbre o a una cultura más o menos aceptable, tratemos de hacer una abertura y seamos creativos. Libertad, creatividad. ¡Qué hermoso cuando sabemos encontrar caminos, modos y lenguajes nuevos para anunciar el Evangelio! Y nosotros podemos ayudar con la creatividad humana, también cada uno de nosotros puede serlo, pero el gran creativo es el Espíritu Santo, es Él quien nos impulsa a ser creativos. Si con nuestra predicación y nuestra pastoral no logramos entrar más por la vía ordinaria, intentemos abrir espacios diferentes, experimentemos otros caminos.
Y aquí hago un paréntesis. La predicación. Alguno me ha dicho que en “Evangelii gaudium” me detuve demasiado en el tema de la homilía, porque es uno de los problemas de este tiempo. Sí, la homilía no es un sacramento, como pretendían algunos protestantes, pero es un sacramental. No es una predicación de cuaresma, no, es otra cosa. Está en el corazón de la Eucaristía. Y pensemos en los fieles, que tienen que escuchar homilías de 40, de 50 minutos, sobre temas que no comprenden, que no les tocan. Por favor, sacerdotes y obispos, piensen bien cómo preparar la homilía, cómo hacerla para que contacte con la gente, e inspírense en el texto bíblico. Una homilía, normalmente, no tiene que durar más de diez minutos, porque la gente después de ocho minutos pierde la atención, a no ser que sea muy interesante. Pero el tiempo debería ser 10-15 minutos, no más. Un profesor de homilética que tuve decía que una homilía debe tener coherencia interna, debe tener una idea, una imagen y un afecto; que la gente se vaya con una idea, con una imagen y con algo que les haya movido el corazón. ¡Así de sencillo es el anuncio del Evangelio! Y así predicaba Jesús, que tomaba los pájaros, los campos, que tomaba esto o lo otro, las cosas concretas, lo que la gente podía entender. Disculpen si vuelvo sobre esto, pero a mí me preocupa… [aplauso] Me permito una maldad, ¡el aplauso lo empezaron las religiosas, que son víctimas de nuestras homilías!
Cirilo y Metodio desplegaron esta creatividad nueva, lo hicieron y nos dicen esto: el Evangelio no puede crecer si no está radicado en la cultura de un pueblo, es decir, en sus símbolos, en sus preguntas, en sus palabras, en su modo de ser. Los dos hermanos tuvieron muchos obstáculos y persecuciones, ustedes lo saben. Fueron acusados de herejía porque se habían atrevido a traducir la lengua de la fe. Así es la ideología que nace de la tentación de uniformar. Detrás de querer ser uniformes hay una ideología. Pero la evangelización es un proceso de inculturación, es semilla fecunda de novedad, es la novedad del Espíritu que renueva todas las cosas. El labrador siembra —dice Jesús—, después se va a su casa y duerme. No se levanta para ver si crece, si brota. Dios es el que hace crecer. En este sentido, no hay que controlar demasiado la vida, hay que dejar que la vida crezca, como hicieron Cirilo y Metodio. A nosotros nos corresponde sembrar bien y cuidar como padres, eso sí. El labrador cuida, pero no va allí a ver todos los días cómo crece. Si hace esto, mata la planta.
Libertad, creatividad y, finalmente, el diálogo. Una Iglesia que forma en la libertad interior y responsable, que sabe ser creativa adentrándose en la historia y en la cultura, es también una Iglesia que sabe dialogar con el mundo, con el que confiesa a Cristo sin que sea “de los nuestros”, con el que vive la fatiga de una búsqueda religiosa, también con el que no cree. No es selectiva de un grupito, no, dialoga con todos, con los creyentes, con los que progresan en la santidad, con los tibios y con los no creyentes. Habla con todos. Es una Iglesia que, siguiendo el ejemplo de Cirilo y Metodio, reúne y mantiene unido el Oriente y el Occidente, tradiciones y sensibilidades diversas. Una comunidad que, anunciando el Evangelio del amor, hace brotar la comunión, la amistad y el diálogo entre los creyentes, entre las diferentes confesiones cristianas y entre los pueblos.
La unidad, la comunión y el diálogo siempre son frágiles, especialmente cuando en el pasado hay una historia de dolor que ha dejado cicatrices. El recuerdo de las heridas puede hacer caer en el resentimiento, en la desconfianza, incluso en el desprecio, induciendo a levantar barreras ante el que es distinto de nosotros. Pero las heridas pueden ser accesos, aberturas que, imitando las llagas del Señor, dejan pasar la misericordia de Dios, su gracia que cambia la vida y nos transforma en agentes de paz y de reconciliación. Sé que ustedes tienen un proverbio: «A quien te tire una piedra, tú regálale un pan». Esto nos inspira. ¡Esto es muy evangélico! Es la invitación de Jesús a romper el círculo vicioso y destructivo de la violencia, poniendo la otra mejilla a quien nos golpea, para vencer el mal con el bien (cf. Rm 12,21). Me impresiona un detalle de la historia del cardenal Korec. Era un cardenal jesuita, perseguido por el régimen, encarcelado, obligado a trabajar duramente hasta que se enfermó. Cuando vino a Roma para el Jubileo del año 2000, fue a las catacumbas y encendió una vela por sus perseguidores, pidiendo misericordia para ellos. ¡Este es el Evangelio! ¡Este es el Evangelio! Crece en la vida y en la historia por medio del amor humilde, por medio del amor paciente.
Queridas amigas y queridos amigos, agradezco a Dios estar entre ustedes, y les agradezco de corazón todo lo que hacen y lo que son, y lo que harán inspirándose en esta homilía, que es también una semilla que yo estoy sembrando... ¡Veamos si crecen las plantas! Me gustaría que continúen su camino en la libertad del Evangelio, en la creatividad de la fe y en el diálogo que brota de la misericordia de Dios, que nos ha hecho hermanos y hermanas, y que nos llama a ser artesanos de paz y de concordia. Los bendigo de corazón. Y, por favor, recen por mí. ¡Gracias!