El martes 14 de septiembre por la tarde, cinco mil jóvenes de Eslovaquia se reunieron en el estadio Lokomotiva de Košice para un encuentro con el Papa Francisco. Tras escuchar los saludos y testimonios de algunos de ellos, el Papa pronunció el siguiente discurso.
Queridos jóvenes, queridos hermanos y hermanas, dobrý večer! [¡buenas tardes!]
Me ha dado alegría escuchar las palabras de Mons. Bernard, los testimonios y las preguntas de ustedes. Me han hecho tres y yo quisiera intentar buscar respuestas junto con ustedes.
Comienzo por Peter y Zuzka, por su pregunta acerca del amor en la pareja. El amor es el sueño más grande de la vida, pero no es un sueño de bajo costo. Es hermoso, pero no es fácil, como todas las grandes cosas de la vida. Es el sueño, pero no es un sueño fácil de interpretar. Les robo una frase: «Hemos comenzado a percibir este don con ojos totalmente nuevos». En verdad, como han dicho, se necesitan ojos nuevos, ojos que no se dejan engañar por las apariencias. Amigos, no banalicemos el amor, porque el amor no es sólo emoción y sentimiento, esto en todo caso es al inicio. El amor no es tenerlo todo y rápido, no responde a la lógica del usar y tirar. El amor es fidelidad, don, responsabilidad.
La verdadera originalidad hoy, la verdadera revolución es rebelarse contra la cultura de lo provisorio, es ir más allá del instinto, del instante, es amar para toda la vida y con todo nuestro ser. No estamos aquí para ir tirando, sino para hacer de la vida una acción heroica. Todos ustedes tendrán en mente grandes historias, que leyeron en novelas, vieron en alguna película inolvidable, escucharon en relatos emocionantes. Si lo piensan, en las grandes historias siempre hay dos ingredientes: uno es el amor, el otro es la aventura, el heroísmo. Siempre van juntos. Para hacer grande la vida se necesitan ambos: amor y heroísmo. Miremos a Jesús, miremos al Crucificado, están los dos: un amor sin límites y la valentía de dar la vida hasta el extremo, sin medias tintas. Aquí delante de nosotros está la beata Ana, una heroína del amor. Nos dice que apuntemos a metas altas. Por favor, no dejemos pasar los días de la vida como los episodios de una telenovela.
Por eso, cuando sueñen con el amor, no crean en los efectos especiales, sino en que cada uno de ustedes es especial, cada uno de ustedes. Cada uno es un don y puede hacer de la propia vida un don. Los otros, la sociedad, los pobres los esperan. Sueñen con una belleza que vaya más allá de la apariencia, más allá del maquillaje, más allá de las tendencias de la moda. Sueñen sin miedo de formar una familia, de procrear y educar unos hijos, de pasar una vida compartiendo todo con otra persona, sin avergonzarse de las propias fragilidades, porque está él, o ella, que los acoge y los ama, que te ama así como eres. Eso es el amor, amar al otro como es, y eso es hermoso. Los sueños que tenemos nos hablan de la vida que anhelamos. Los grandes sueños no son el coche potente, la ropa de moda o el viaje transgresor. No escuchen a quien les habla de sueños y en cambio les vende ilusiones. Una cosa es el sueño, soñar, y otra tener ilusión. Los que venden ilusiones hablando de sueños son manipuladores de felicidad. Hemos sido creados para una alegría más grande, cada uno de nosotros es único y está en el mundo para sentirse amado en su singularidad y para amar a los demás como ninguna otra persona podría hacer en su lugar. No se trata de vivir sentados en el banquillo para reemplazar a otro. No, cada uno es único a los ojos de Dios. No se dejen “homologar”; no fuimos hechos en serie, somos únicos, somos libres, y estamos en el mundo para vivir una historia de amor, de amor con Dios, para abrazar la audacia de decisiones fuertes, para aventurarnos en el maravilloso riesgo de amar.Les pregunto, ¿creen en esto? Les pregunto, ¿es vuestro sueño? [responden: “¡Sí!” ¿Seguros? [“¡Sí!”]. Muy bien.
Quisiera darles otro consejo. Para que el amor dé frutos, no se olviden las raíces. ¿Y cuáles son sus raíces? Los padres y sobre todo los abuelos. Presten atención, los abuelos. Ellos les han preparado el terreno. Rieguen las raíces, vayan a ver a sus abuelos, les hará bien; háganles preguntas, dediquen tiempo a escuchar sus historias. Hoy se corre el peligro de crecer desarraigados, porque tendemos a correr, a hacerlo todo de prisa. Lo que vemos en internet nos puede llegar rápidamente a casa, basta un clic y personas y cosas aparecen en la pantalla. Y luego resulta que se vuelven más familiares que los rostros de quienes nos han engendrado. Llenos de mensajes virtuales, corremos el riesgo de perder las raíces reales. Desconectarnos de la vida, fantasear en el vacío no hace bien, es una tentación del maligno. Dios nos quiere bien plantados en la tierra, conectados a la vida, nunca cerrados sino siempre abiertos a todos. Enraizados y abiertos. ¿Han entendido? Enraizados y abiertos.
Sí, es verdad, pero —me dirán ustedes— el mundo piensa de otro modo. Se habla mucho de amor, pero en realidad rige otro principio: que cada uno se ocupe de lo suyo. Queridos jóvenes, no se dejen condicionar por esto, por lo que no funciona, por el mal que hace estragos. No se dejen aprisionar por la tristeza, por el desánimo resignado de quien dice que nunca cambiará nada. Si se cree en esto uno se enferma de pesimismo. ¿Y ustedes han visto la cara de un joven pesimista? ¿Han visto qué cara tiene? Una cara amargada, una cara de amargura. El pesimismo nos enferma de amargura. Se envejece por dentro. Y se envejece siendo jóvenes. Hoy existen muchas fuerzas disgregadoras, muchos que culpan a todos y todo, amplificadores de negatividad, profesionales de las quejas. No los escuchen, no, porque la queja y el pesimismo no son cristianos, el Señor detesta la tristeza y el victimismo. No estamos hechos para ir mirando el piso, sino para elevar los ojos y mirar al cielo, a los otros y a la sociedad.
Y cuando estamos decaídos —porque todos en la vida estamos decaídos en algún momento, todos hemos tenido esta experiencia—, y cuando estamos decaídos, ¿qué podemos hacer? Hay un remedio infalible para volver a levantarse. Es lo que has dicho tú, Petra: la confesión. ¿Han escuchado a Petra, ustedes? [“¡Sí!”]. El remedio de la confesión. Me preguntaste: «¿Cómo puede un joven superar los obstáculos del camino hacia la misericordia de Dios?». También aquí es una cuestión de mirada, de mirar lo que importa. Si yo les pregunto: “¿En qué piensan cuando van a confesarse?” —no lo digan en voz alta—, estoy casi seguro de la respuesta: “En los pecados”. Pero —les pregunto, respondan—, ¿los pecados son verdaderamente el centro de la confesión? [“¡No!”] No los escucho… [“¡No!”] Muy bien. ¿Dios quiere que te acerques a Él pensando en ti, en tus pecados, o pensando en Él? ¿Qué desea Dios, que te acerques a Él o a tus pecados? ¿Qué desea? Respondan [“¡A Él”]. Más fuerte, que soy sordo [“¡A Él!”]. ¿Cuál es el centro, los pecados o el Padre que perdona todo? El Padre. No vamos a confesarnos como unos castigados que deben humillarse, sino como hijos que corren a recibir el abrazo del Padre. Y el Padre nos levanta en cada situación, nos perdona cada pecado. Escuchen bien esto: ¡Dios perdona siempre! ¿Lo han entendido? ¡Dios perdona siempre!
Les doy un pequeño consejo: después de cada confesión, quédense un momento recordando el perdón que han recibido. Atesoren esa paz en el corazón, esa libertad que sienten dentro. No los pecados, que no están más, sino el perdón que Dios te ha regalado, la caricia de Dios Padre. Eso atesórenlo, no dejen que se lo roben. Y cuando vuelvan a confesarse, recuerden: voy a recibir una vez más ese abrazo que me hizo tanto bien. No voy a un juez a ajustar cuentas, voy a encontrarme con Jesús que me ama y me cura. En este momento quisiera dar un consejo a los sacerdotes: yo les diría a los sacerdotes que se sientan en el lugar de Dios Padre que siempre perdona, abraza y acoge. Demos a Dios el primer lugar en la confesión. Si Dios, si Él es el protagonista, todo se vuelve hermoso y la confesión se convierte en el sacramento de la alegría. Sí, de la alegría, no del miedo o del juicio, sino de la alegría. Y es importante que los sacerdotes sean misericordiosos. Nunca curiosos, nunca inquisidores, por favor, sino que sean hermanos que dan el perdón del Padre, que sean hermanos que acompañan en este abrazo del Padre.
Pero alguno podría decir: “Yo igualmente me avergüenzo, no logro superar la vergüenza de ir a confesarme”. No es un problema, es algo bueno. Avergonzarse en la vida en ocasiones hace bien. Si te avergüenzas, quiere decir que no aceptas lo que has hecho. La vergüenza es un buen signo, pero como todo signo pide que se vaya más allá. No permanecer prisionero de la vergüenza, porque Dios nunca se avergüenza de ti. Él te ama precisamente allí, donde tú te avergüenzas de ti mismo. Y te ama siempre. Les cuento algo que no está en la gran pantalla. En mi tierra, a esos descarados que hacen todo mal, los llamamos "sin-vergüenza".
Y una última duda: “Padre, yo no consigo perdonarme, por tanto, ni siquiera Dios podrá perdonarme, porque caigo siempre en los mismos pecados”. Pero —escucha—, ¿cuándo se ofende Dios, cuando vas a pedirle perdón? No, nunca. Dios sufre cuando nosotros pensamos que no puede perdonarnos, porque es como decirle: “¡Eres débil en el amor!” Decirle esto a Dios es tremendo, decirle “eres débil en el amor”. En cambio, Dios siempre se alegra de perdonarnos. Cuando vuelve a levantarnos cree en nosotros como la primera vez, no se desanima. Somos nosotros los que nos desanimamos, Él no. No ve unos pecadores a quienes etiquetar, sino unos hijos a quienes amar. No ve personas fracasadas, sino hijos amados; quizá heridos, y entonces tiene aún más compasión y ternura. Y cada vez que nos confesamos —no lo olviden nunca— en el cielo se hace una fiesta. ¡Que sea así también en la tierra!
Y finalmente, Peter y Lenka. Ustedes en la vida han experimentado la cruz. Gracias por su testimonio. Han preguntado cómo «animar a los jóvenes para que no tengan miedo de abrazar la cruz». Abrazar: es un hermoso verbo. Abrazar ayuda a vencer el miedo. Cuando somos abrazados recuperamos la confianza en nosotros mismos y también en la vida. Entonces dejémonos abrazar por Jesús. Porque cuando abrazamos a Jesús volvemos a abrazar la esperanza. La cruz no se puede abrazar sola, el dolor no salva a nadie. Es el amor el que transforma el dolor. Por eso, la cruz se abraza con Jesús, ¡nunca solos! Si se abraza a Jesús renace la alegría, renace la alegría. Y la alegría de Jesús, en el dolor, se transforma en paz. Queridos jóvenes, les deseo esta alegría, más fuerte que cualquier otra cosa. Quisiera que la lleven a sus amigos. No sermones, sino alegría. ¡Lleven alegría! No palabras, sino sonrisas, cercanía fraterna. Les agradezco que me hayan escuchado y les pido una última cosa: no se olviden de rezar por mí. Ďakujem! [¡Gracias!]
Nos ponemos todos de pie y oremos a Dios que nos ama, recemos el Padre Nuestro: “Padre nuestro...” [en eslovaco]
[Bendición]