No debemos buscar a Dios «en sueños e imágenes de grandeza y poder», sino que debe ser reconocido «en la humanidad de Jesús y, por consiguiente, en la de los hermanos y hermanas que encontramos en el camino de la vida». Lo dijo el Papa Francisco en el Ángelus recitado a medio día del 22 de agosto desde la ventana del Estudio privado del Palacio apostólico vaticano con los fieles presentes en la plaza de San Pedro. Comentando el pasaje evangélico de la liturgia del domingo (Juan 6, 60-69) el Pontífice pronunció las siguientes palabras.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de la liturgia de hoy (Jn 6, 60-69) nos muestra la reacción de la multitud y de los discípulos al discurso de Jesús después del milagro de los panes.
Jesús nos ha invitado a interpretar ese signo y a creer en Él, que es el verdadero pan bajado del cielo, el pan de vida; y ha revelado que el pan que Él dará es su carne y su sangre. Estas palabras suenan duras e incomprensibles a los oídos de la gente, tanto que, a partir de ese momento –dice el Evangelio–, muchos discípulos se vuelven atrás, es decir, dejan de seguir al Maestro (vv. 60.66).
Jesús preguntó entonces a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?». (v. 67), y Pedro, en nombre de todo el grupo, confirma la decisión de estar con Él: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69). Y es una hermosa confesión de fe.
Detengámonos brevemente en la actitud de quienes se retiran y deciden no seguir más a Jesús ¿De dónde surge esta incredulidad? ¿Cuál es el motivo de este rechazo?
Las palabras de Jesús suscitan un gran escándalo.
Nos está diciendo que Dios ha elegido manifestarse y realizar la salvación en la debilidad de la carne humana. Es el misterio de la encarnación. La encarnación de Dios es lo que causa escándalo y lo que para esas personas, pero a menudo también para nosotros, representa un obstáculo. De hecho, Jesús afirma que el verdadero pan de salvación, el que transmite la vida eterna, es su propia carne; que para entrar en comunión con Dios, antes que observar las leyes o cumplir los preceptos religiosos, es necesario vivir una relación real y concreta con Él. Porque la salvación ha venido por Él, en su encarnación. Esto significa que no debemos buscar a Dios en sueños e imágenes de grandeza y poder, sino que debemos reconocerlo en la humanidad de Jesús y, por consiguiente, en la de los hermanos y hermanas que encontramos en el camino de la vida. Y cuando decimos esto, en el Credo, el día de Navidad, el día de la anunciación, nos arrodillamos para adorar este misterio de la encarnación. Dios se hizo carne y sangre: se rebajó a ser hombre como nosotros, se humilló hasta asumir nuestros sufrimientos y nuestro pecado, y, por tanto, nos pide que no lo busquemos fuera de la vida y de la historia, sino en la relación con Cristo y con los hermanos. Buscarlo en la vida, en la historia, en nuestra vida cotidiana.
Y este, hermanos y hermanas, es el camino para el encuentro con Dios: la relación con Cristo y los hermanos.
Hoy también la revelación de Dios en la humanidad de Jesús puede causar escándalo y no es fácil de aceptar. Esto es lo que san Pablo llama la «necedad» del Evangelio frente a quienes buscan los milagros o la sabiduría mundana (cf. 1 Co 1, 18-25).
Y este «escándalo» está bien representado por el sacramento de la Eucaristía: ¿qué sentido puede tener, a los ojos del mundo, arrodillarse ante un pedazo de pan? ¿Por qué debemos comer este pan con asiduidad? El mundo se escandaliza.
Ante el prodigioso gesto de Jesús que alimenta a miles de personas con cinco panes y dos peces, todos lo aclaman y quieren llevarlo en triunfo, hacerlo rey.
Pero cuando Él mismo explica que ese gesto es signo de su sacrificio, es decir, del don de su vida, de su carne y de su sangre, y que quien quiera seguirlo debe asimilarlo a Él, debe asimilar su humanidad entregada por Dios y por los demás, entonces no gusta, este Jesús nos pone en crisis.
Preocupémonos si no nos pone en crisis, ¡porque quizás hayamos aguado su mensaje!
Y pidamos la gracia de dejarnos provocar y convertir por sus «palabras de vida eterna».
Que María Santísima, que llevó en su carne al Hijo Jesús y se unió a su sacrificio, nos ayude a dar siempre testimonio de nuestra fe con la vida concreta.
Al finalizar la oración mariana, el Papa saludó a los fieles presentes con estas palabras.
Queridos hermanos y hermanas:
Os saludo a todos vosotros, fieles de Roma y peregrinos de varios países.
Muchos países están aquí, lo veo por las banderas...
Saludo en particular a los sacerdotes y seminaristas del Pontificio Colegio Norteamericano -están allí-; así como a las familias de Abbiategrasso y los motociclistas del Polesine.
También este domingo me alegra saludar a varios grupos de jóvenes: de Cornuda, Covolo di Piave y Nogaré en la diócesis de Treviso, de Rogoredo en Milán, de Dalmine, de Cagliari, de Pescantina cerca de Verona, y al grupo de scouts de Mantua. Queridos chicos y chicas, muchos de vosotros habéis vivido la experiencia de un largo camino juntos: que esto os ayude a caminar en la vida por el camino del Evangelio.
Y también saludo a los muchachos de la Inmaculada Concepción.
Os deseo a todos un feliz domingo.
Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!