Con Mary Ward llegó la primera revolución de las monjas
Era el año 1595 y en Mulwith, un pequeño pueblo de Yorkshire, Inglaterra, una niña de diez años se oponía a la voluntad de su padre, quien le planeaba un matrimonio concertado y de postín. Nacida en el seno de una acomodada familia inglesa, Mary Ward se guio desde su juventud por una fe inquebrantable que daría lugar a discrepancias, grandes y pequeñas, con cualquiera que esperara de ella una vida dentro de la norma. El último de los intentos para casarla fue orquestado por su padre confesor.
En 1609, en el marco de unas persecuciones anticatólicas cada vez más acuciantes, Mary cruzó el Canal de la Mancha para poder vivir su vocación religiosa en el monasterio francés de las Clarisas de Saint-Omer. Llegó allí con algunas compañeras y entró sin hacer ningún voto.
Pero la vida contemplativa necesitaba una aplicación en la práctica y fue así cómo Mary Ward ideó una escuela en Sant-Omer dirigida a la educación de las jóvenes. Nació la compañía de las llamadas “Damas inglesas” ya que sus miembros eran católicas inglesas, un grupo de mujeres dedicadas al apostolado, no atadas a una regla y sin hábito ni claustro. El vínculo indisoluble con la espiritualidad ignaciana, la cercanía al carisma de la Compañía de Jesús, cuya espiritualidad y estilo de vida adoptó Mary, les valió el sobrenombre de “Jesuitas”.
Además de la formación de las jóvenes, las Damas Inglesas ayudaron materialmente y apoyaron espiritualmente a los perseguidos y prisioneros católicos proclamando a Dios sin llevar ningún atuendo religioso, a veces incluso vistiendo a la moda para realizar obras de caridad sin llamar la atención. Liderado por mujeres que habían rechazado el claustro, este innovador apostolado activo en beneficio de la educación de las jóvenes y de la dignidad de la mujer en la sociedad y en la Iglesia, tuvo como centro radiante la espiritualidad ignaciana centrada en el discernimiento.
A través de la meditación y la oración, el vínculo de Mary con Dios se hizo cada vez más cercano, íntimo y coloquial hasta el punto que en su biografía pudo afirmar que “Dios estaba muy cerca de mí y dentro de mí ... lo vi entrar en mi corazón y esconderse allí”. Su libertad interior nacía precisamente de esta relación “directa” con el Señor de la que se sentía un “instrumento”. Una relación que se refleja en una de sus hermosas oraciones: “Oh padre entre los padres / Amigo de todos los amigos / Sin que yo te lo pidiera / Me tomaste bajo tus alas / Con pequeños pasos me liberaste / De todo lo que no eres porque / Te pude ver, te amo / ... / O feliz nueva libertad / Comienzo de todo mi bien”. El discernimiento la llevó así a reflexionar sobre cuál era el plan que Dios tenía para ella y esta conciencia la liberó de cualquier forma posible de tentación proveniente de las “cosas terrenales”: las riquezas, el honor o la gloria nunca llegaron a la mente y el corazón de esta pionera de una vida religiosa femenina a contracorriente. Mary Ward, guiada por el Espíritu, demostró así que las mujeres no eran criaturas débiles y volubles, destinadas al matrimonio o la vida conventual, sino capaces de actuar, orar y vivir en el mundo. Cuando en 1611, durante un éxtasis escuchó las palabras, “toma lo mismo de la Compañía”, Mary ya había adquirido tal familiaridad con las reglas ignacianas de discernimiento de los espíritus que estaba lista para reconocer la providencia y a qué “estandarte” pertenecían dichos espíritus.
Obrando con la conciencia de ser guiada desde lo alto, pudo hacer frente a las innumerables objeciones y dificultades que inevitablemente encontró. A las críticas y a las maledicencias por hablar abiertamente de cosas espirituales frente a hombres adultos, incluidos sacerdotes, a los comentarios paternalistas de Thomas Sackville que veía a las “jesuitas” como mujeres volubles y exaltadas (“su fervor pasará, porque al fin y al cabo no son más que mujeres”), Mary, dirigiéndose hacia sus compañeras, respondió: “Entre mujeres y hombres no hay tal diferencia que sugiera que las mujeres no pueden hacer grandes cosas y se darán cuenta de que las mujeres en el futuro, como espero, harán mucho”.
Pero la santidad de la vida ordinaria de Mary Ward y su proyecto, demasiado avanzado para aquellos tiempos, siguieron encontrando obstáculos y desconfianza hasta que, en 1631, el Papa Urbano VIII suprimió su obra ahora difundida en varios países de Europa. Acusada de ser “hereje, cismática y rebelde a la Santa Iglesia” y considerada peligrosa por su esfuerzo por dar una dignidad y un papel a la mujer en la Iglesia Católica, fue “invitada a quedarse” unos meses en el monasterio de las Clarisas en Múnich. Mary se negó a firmar la declaración de culpabilidad preparada por los inquisidores y en 1637 se embarcó en un largo viaje a Roma para encontrarse directamente con el Papa. Cuando, dos años después, se le permitió regresar a Inglaterra, pudo abrir algunas comunidades junto a algunas compañeras, primero en Londres y después en el pueblo de Heworth, donde murió en 1645.
Su congregación fue aprobada en 1703, mientras que la Santa Sede aprobó definitivamente su Instituto de la Santísima Virgen María en1877 siempre que no apareciera el nombre de Mary Ward. Fue necesario esperar a principios del siglo XX para que el clima cambiara y fuera reconocida oficialmente como la fundadora. En 2003 la congregación tomó el nombre de “Congregatio Jesu”, después de haber recibido del padre jesuita Pedro Arrupe las Constituciones ignacianas adaptadas a las mujeres, según la voluntad de Mary Ward.
En 2009 se le otorgó el título de Venerable y sigue en marcha el proceso para su beatificación por la práctica heroica de las virtudes que ejerció en vida.
de Elena Buia Rutt