Lidia Maksymowicz se presentó al Papa Francisco mostrándole el brazo con la marca del número 70072. «Tenía 3 años – cuenta – y nada más entrar en el campo de concentración de Birkenau, uno de los campos de Auschwitz, me arrancaron del abrazo de mi madre para transformarme en un conejillo de Indias del “doctor” Mengele».
Lidia, antes que nada, sonríe mientras se desabrocha los puños de la camisa para remangarse y mostrarle esa marca a Francisco. Y el Papa, profundamente conmovido, besó el brazo de la mujer, precisamente ahí donde la carne lleva impreso el intento de cancelar, con el nombre, la identidad.
El gesto del Pontífice marcó la audiencia general del miércoles 26 de mayo, en el patio de San Dámaso.
Lidia fue impresa con esa marca hace casi 80 años, cuando, en 1942, fue “arrojada” desde un vagón sellado en la inverosímil estación de tren de Birkenau. De inmediato, su recuerdo es cristalino, «me arrancaron del abrazo de mi madre y me marcaron».
«Sí — dice — mi nombre es Lidia Maksymowicz, pero no me olvido que durante tres años, hasta 1945, me llamaban con el número 70072: por eso me presento siempre mostrando el brazo marcado».
Para ella, mujer de fe, no existe la cuestión del perdón a quien la encerró en un campo de concentración cuando tenía 3 años, usándola como conejillo de indias para atroces experimentos, tanto que recuerda muy bien el rostro y el tono de voz del conocido Mengele. «No odié a mis perseguidores cuando era una niña, no les odio ahora que tengo más de 80 años» afirma. «Si tuviera que vivir pensando en el odio o la venganza me haría daño a mí misma y a mi alma, estaría enferma porque el odio me mataría también a mí como ha matado a esos hombres que han sembrado muerte».
Por esto, cuenta, «la misión que he elegido y que llevaré delante hasta que viva es recordar, hablar de lo que me sucedió. Contarlo sobre todo a los jóvenes, para que no permitan que suceda nunca más algo así».
Después de la liberación en 1945, Lidia – de origen bielorruso cuyos abuelos eran de Wadowice, el país natal de Karol Wojtyła — fue encomendada a una familia polaca que la cuidó como a una hija. Estaba segura de que su madre había sido asesinada «y sin embargo una mañana de 1962 escuché llamar a la puerta y me la encontré delante… Cuando nos separaron violentamente en el campo de concentración me prometió que, un día, iría a buscarme. Y mantuvo esa promesa».
“La niña que no sabía odiar” – es el título del documental que cuenta su historia – ha regalado a Francisco un pañuelo que recuerda su prisión, un rosario y un cuadro (pintado por Renata Rechlik) que la representa de la mano de su madre mientras entran en Auschwitz. Están retratadas con un vestido de elegancia sencilla porque la dignidad no la perdieron nunca. Ni siquiera cuando les marcaron un número en el brazo tratando de cancelar los nombres.
Junto a Lidia, en el patio de San Dámaso para ver al Papa estaban, entre otros, un joven con autismo y una familia que está afrontando la experiencia de la enfermedad de un hijo. Con ellos también los protagonistas de proyectos solidarios. Empezando por los representantes de la asociación Hand in Hand International y de “Run for Sla”, una iniciativa deportiva que atrae la atención sobre la asistencia a las personas con esclerosis lateral amiotrófica. Han regalado también al Pontífice una mesa de “futbolín”, un juego que la asociación deportiva de Altopascio (Lucca) utiliza en la promoción del “deporte para todos”. Con afecto, finalmente, el Papa Francisco saludó a los 22 niños que, dentro de pocos días, recibirán la primera Comunión en la parroquia de Santa María del Popolo en Altino, en provincia de Chieti. Están aquí, confía el párroco, para una peregrinación que es experiencia de comunidad.
de Giampaolo Mattei