Mujeres e inquisición: una relectura al margen de la leyenda negra
“¡La bruja!, ¡viene la bruja!, ¡matadla!, ¡a la hoguera!, ¡preparad el fuego!, ¡encended la chimenea!”
“¡Ha llegado la bruja!”, gritaban por las calles y desde los balcones los habitantes de Zardino en la novela de Sebastiano Vassalli La chimera, cuando pasaba la carroza con la jaula donde portaban a una joven mujer que sería quemada en la hoguera un buen día del siglo XVII. Antonia era una chica normal, cuyo único delito era ser bella e inteligente, y que quizá, algo ingenuamente, demostró algo de inconformismo. Señales suficientes para que el párroco y los habitantes del pueblo la definieran como bruja y la hicieran arder en el fuego.
¿Cuántas Antonias ha habido en la Historia?, ¿cuántas mujeres han sido tildadas de brujas y han sufrido una muerte terrible? En la literatura hay muchos ejemplos de historias dramáticas e impactantes como las contadas por Vassalli, Manzoni, Eco, Sciascia...
Encontramos historias también en el cine como la bruja del maravilloso Dies Irae de Theodor Dreyer. Las brujas son parte del imaginario y de la Historia. Incluso han vuelto a ser noticia. Recientemente, la diócesis católica de Eichstatt en Baviera se ha disculpado por la caza de mujeres inocentes que tuvo lugar en Alemania entre los siglos XV y XVIII. Más de 25.000 personas fueron acusadas de conspiración con el diablo, en su mayoría mujeres. “Una herida sangrienta en la historia de nuestra Iglesia”, lamentó el obispo Gregor Maria Hanke.
Sin embargo, los estudios más recientes del Vaticano dan hoy otros números y otros juicios. La comisión histórico-teológica constituida con motivo del Jubileo, cuyos resultados se dieron a conocer en 2004, desmintió con los datos en la mano la “leyenda negra” que planeó durante siglos sobre la Inquisición, el tribunal eclesiástico fundado por Pablo III. Solo cuatro años antes, con motivo del Jubileo, Juan Pablo II había pedido perdón por los pecados cometidos por la Iglesia, cuando, al mismo tiempo, los expertos daban a conocer que la obra de la Inquisición no era la que se pensaba y que los números de la caza de brujas tampoco eran los que se habían manejado durante siglos. Es cierto que en esos años hubo decenas de miles de juicios, pero solo el 1,8 por ciento terminó con la hoguera y la tortura no fue tan común. Un ejemplo, de los 125.000 juicios de la Inquisición española solo 59 terminaron siendo sentenciados a la hoguera. La Inquisición portuguesa quemó a 4 personas y la italiana a 36.
En total, las hogueras no fueron más de 100.
Por tanto, y como se ha creído durante siglos, las mujeres a las que temía la Iglesia no eran las brujas que fabricaban pócimas mágicas, adoraban a satán u organizaban aquelarres. Tampoco eran mujeres expertas en hierbas y remedios que practicaban la medicina popular y se dedicaban a traer bebés al mundo como parteras. No eran ellas las mujeres a las que temía la Iglesia en los siglos XVI y XVIII.
¿Y entonces?
La lucha contra las brujas, las hogueras, la violencia contra mujeres inocentes, - que existió y fue sangrienta -, se produjo, sobre todo, en la Edad Media no en los siglos siguientes, los de la Inquisición, que fueron objeto de estudio de la comisión vaticana. El problema es que la documentación sobre la Edad Media es escasa. O quizás los datos aún no se hayan estudiado lo suficiente. Además, son menos claros que los de los siglos posteriores que revelan otros miedos, otras reticencias y otras discriminaciones.
Sobre la verdad de Inquisición se corrió un tupido velo y, al mismo tiempo, se desveló otra realidad aún más sorprendente, trágica e interesante. Alejandro Cifres, director del archivo de la Congregación para la Doctrina de la Fe, - dicasterio que en junio de 2014 acogió una jornada de estudio sobre la Inquisición y las mujeres- , describe claramente esta nueva realidad. “En la época moderna, es decir, del siglo XVI al XVIII, las brujas y las hogueras fueron episodios aislados. En ese momento las preocupaciones de la Iglesia eran muy diferentes”. Entre ellas, las mujeres a las que la Iglesia temía y reprimía. La Inquisición era un organismo “racionalista, cauteloso y moderado”, alejado, por tanto, de la imagen que siempre ha tenido, al que no le preocupaban unas pocas figuras femeninas, sino “la reforma protestante que se iba extendiendo en Europa alcanzando a grandes países”. A lo que se dedicó principalmente fue a luchar contra la herejía. Tuvo especial cuidado en poner coto al fenómeno de la santidad afectada, de los místicos, del poder de los monasterios y de la libertad de expresión de las mujeres considerada casi herética. Por tanto, el tribunal eclesiástico no actuaba contra las ingenuas campesinas expertas en hierbas o de fuerte carácter, sino “contra el carisma femenino que influyó fuertemente en la sociedad, la iglesia y la política”.
El genio femenino, - reconocido siglos después por Juan Pablo II -, en esos siglos se desarrollaba por sí solo y fue lo que la desconfiada Inquisición investigó, condenó y, sobre todo, sometió a un estricto control. “No usaría la palabra miedo, - dice Cifres -, sino más bien prepotencia. En aquellos años la Iglesia pensaba que lo controlaba todo, tenía una excesiva confianza en sí misma y desconfiaba de los que tenían el poder. Las mujeres tenían el poder, los conventos lo ejercían, había muchas religiosas y ellas eran las protagonistas. Por eso había que frenarlas”.
El miedo a las mujeres, o la prepotencia de la Iglesia hacia ellas al principio de la era moderna era fuerte y estaba muy extendido. Esos siglos están llenos de protagonistas poco conocidas solo descubiertas hace algunos años. El tribunal eclesiástico las acusó, sobre todo, de ser “falsas santas, mujeres portadoras de profecías y de nuevos valores, porque gozaban de prestigio religioso y político y eran seguidas por las masas”, explica Gabriella Zarri, historiadora, autora de la investigación Le sante vive. Encontramos la narración de esas vidas en el texto Mujer e Inquisición, volumen editado por Marina Caffiero y Alessia Lirosi. Son muchas y tienen una mentalidad tan flexible y elástica que “son los mismos archivos de la represión los que también dan testimonio de su libertad. Reflejan la fuerza de la mujer, más que su debilidad”, escribe Marina Caffiero. Se cuentan por cientos las historias que dibujan el panorama general con suficiente claridad. ¿Quiénes son las mujeres que la Inquisición quería controlar y someter? En el siglo XVI eran las santas vivas, “beatas del príncipe” o santas de la corte en el centro-norte de Italia porque otorgaban prestigio a los reinantes gracias a su carisma. De ahí que tuvieran una importante posición en la esfera política e influyeran en las decisiones del poder.
La Contrarreforma se las lleva por delante porque el modelo de las jerarquías eclesiásticas no admite carisma y profecía. Ambas se asocian a la debilidad natural de la mujer y se miran con recelo. El punto de mira se pone en los claustros donde la religiosidad femenina y su transgresión son sometidas a las rígidas reglas que ejercen los confesores. Quieren controlar todo, pero no pueden. Como explica Marina Caffiero, son incapaces, por ejemplo, de supervisar una escritura en la que se ve una fuerte aspiración al prestigio y al poder, así como un modelo de santidad exclusivamente femenino que en el siglo XVII encontró cómo desarrollarse. “El espíritu profético desborda los muros de clausura”, explica la historiadora, y las videntes y profetisas continúan afirmándose “como figuras de veneración local, de peregrinaje popular y de devoción incluso por parte de los religiosos”. De este modo vuelven a ganar autoridad y poder. Hay historias, aún desconocidas y fascinantes, de nobles y plebeyos que proponen su propia idea de santidad, que afirman dones proféticos y poderes carismáticos.
La Iglesia las temía y quería controlarlas y silenciarlas. Incluso es obvio que cuando la herejía de Lutero se difunde son consideradas peligrosas para la jerarquía y usurpadoras del sagrado papel masculino. Menos evidente es la resistencia que persiste a lo largo de los siglos, la obstinación con la que se repite la transgresión de una religiosidad y un carisma femeninos. “A finales del siglo XVII, la profecía es el camino obligado de la expresión religiosa de la mujer, dada su exclusión del sacerdocio y de la palabra pública y oficial”, afirma Marina Caffiero.
También resiste al siglo de la Ilustración, al racionalismo del siglo XVIII que ofrece el escenario para la lucha entre carisma y jerarquía, nuevos protagonistas. Son las convulsiones de las mujeres que, a través del lenguaje corporal, una vez más quieren influir en las elecciones y pretenden guiar la vida y los valores. Son ellas las que intentan frenar la derrota de la Iglesia ante la modernidad. Pero la Iglesia las sigue temiendo porque prefiere aferrarse a una modernidad que la quiere dejar de lado. En el siglo XVIII y también en el XIX seguirán siendo “brujas”. No las quemarán en la hoguera, pero seguirán sin tenerlas en cuenta.
A la luz de la Historia y de estos relatos no es raro preguntarse cuánto de aquello sigue hoy presente y cuánto de ese miedo determina todavía comportamientos y decisiones.
de Ritanna Armeni