Arcangela Tarabotti, que ya hablaba de igualdad en el siglo XVII
La llamaré Elena. Despojándola, -al menos en lo que dura esta historia-, del hábito monástico que nunca quiso usar. Dentro del cual luchó toda su vida como si estuviera envenenado, como el vestido que Medea había entregado como regalo de bodas a la futura esposa de Jasón. Esto es lo que dicen sus palabras, lo que se lee en sus escritos que tienen la fuerza, la perspicacia y el genio de una verdadera escritora. Leyendo L’inferno monacale de Elena Tarabotti pensaba en el diario de Etty Hillesum. Escrito, este último, en el lado opuesto del dolor. Etty también era una joven curiosa de brillante inteligencia, condenada sin culpa, encarcelada en una cárcel sin sentido.
Pero ella, Etty Hillesum, en el poco tiempo del que disponía, logró conquistar el mundo, amó, paseó por la ciudad y durmió en algunas camas. Tuvo a su disposición su cuerpo para disfrutarlo o sufrirlo. Y con aquello se procuró el hambre y la belleza. Y esa capacidad de ver lo hermoso en cualquier persona y en cualquier cosa la acompañó hasta el final de sus días en el campo de concentración de Auschwitz. Pensé en ella porque en sus cartas y en su diario Etty escribe que le gustaría convertirse en escritora.
Probablemente la misma vida que Elena Tarabotti se había imaginado, si no la hubieran encerrado en un convento contra su voluntad cuando solo tenía trece años para no salir jamás. “Encarcelada no en un claustro sagrado y religioso, sino en las entrañas de la ballena que nunca las vomita”, escribe sobre el destino de jóvenes como ella. Etty era judía, Elena había heredado un pequeño defecto físico de su padre: estas fueron las razones de su pena de muerte y su cadena perpetua. Etty Hillesum murió a los 29 años. Escribió poco, -el diario y las cartas-, porque no tenía tiempo. Al igual que con otros escritores cuyas vidas fueron demasiado cortas, -Raymond Radiguet, Alain Fournier, Emily Brontë, Sylvia Plath-, solo podemos lamentarnos de las maravillas que nunca leeremos. Pero en lo poco que escribió se nota que ya era escritora, no que aspiraba a serlo. Como Elena Tarabotti. Cada una dentro de sus circunstancias. Para Elena, fueron los muros que la aprisionaron y que eligió no ignorar convirtiéndolos en el tema de todos sus escritos. ¿Qué podría haber hecho?, ¿qué podía contar una mujer que había sido hecha prisionera a los trece años si no es su encarcelamiento, su desesperación?
Elena, Elena Cassandra Arcangela Tarabotti, nació en Venecia en 1604, en el barrio de Castello, en el seno de una familia rica. Pero no lo suficiente como para proporcionar la dote necesaria para casar adecuadamente a sus numerosas hijas. Aut murus aut maritus. Según una costumbre de la época, su padre Stefano optó por sacrificar a quien, según su incuestionable opinión, habría tenido mayores dificultades para encontrar marido. Elena era coja, como él.
No sabemos nada más sobre su apariencia. Sus escritos y ensayos sobre ella siempre van acompañados de un retrato que durante mucho tiempo se creyó suyo. En cambio, es María Salviati, esposa de Giovanni de Medici y madre del Archiduque Cósimo I, una obra atribuida a Pontormo y conservada en los Uffizi en Florencia. Fue pintado unos cincuenta años antes del nacimiento de Elena quien, por tanto, no es esa mujer de nariz larga y fina, ojos ligeramente diferentes entre sí y boca bien dibujada.
Elena era coja, tenía pies zambos, como el diablo.
¿Podría haber sido esta realmente la razón por la que fue elegida como víctima de esa abominación, del confinamiento monástico forzado? Quizá, o quizá tenía un carácter menos sumiso que las otras hermanas, una vocación a la independencia que se podía leer en su alma, aunque fuera solo una niña. Quizá Elena fue señalada como una de esas mujeres difíciles de domesticar, nunca satisfecha y demasiado inteligente para contentarse con un matrimonio de conveniencia. Una de esas mujeres histéricas, cuya pasión o, peor aún, raciocinio podría volar la cadena de montaje procreación / herencia / renta. Quizás Elena, además de coja, no fue lo suficientemente despierta como para ocultar su inteligencia y talento, por lo que la familia tuvo que empeñarse en atajarlos.
En 1617 fue destinada, a la edad de trece años, al monasterio de Sant'Anna. De ese convento, en el que recibió la consagración doce años después, nunca volvió a salir.
Su primer libro, aquel en el que aún estaba fresca la rabia por la condena, lo escribió a los veinte años y lo llamó Tirania Paterna, pero no se publicó. Vio la luz póstumamente, con el seudónimo de Galerana Baritotti y el título La semplicità ingannata, y fue incluido en el índice de libros prohibidos en 1661. El volumen condenaba la práctica de la reclusión monacal forzada y reivindicaba la dignidad de la mujer y el derecho a la educación. El siguiente, L’inferno monacale, permaneció inédito durante cuatrocientos años, pero el manuscrito estaba circulando y sobrevivió una transcripción en la colección de Alvise Giustiniani. La primera edición es de 1990 (Turín, Rosenberg & Sellier), a cargo Francesca Medioli. Lo compré en Amazon, cuesta 1 euro y cinco céntimos, pero está ahí, obstinadamente. Obviamente no es una escritora famosa y, sin embargo, después de 400 años, su libro se puede comprar en una plataforma de comercio electrónico. Es como una de esas bacterias que se esconden entre las vendas de las momias para sobrevivir y, una vez liberada, va pavoneándose por todas partes.
¿Qué es ese infierno? La versión grotesca del paraíso al que habían prometido llevarlas. Todos mienten a las jóvenes que tienen que cruzar el umbral del convento. La familia miente cuando les promete que vivirán en un lugar donde todo es ligereza y donde serán libres de la obligación de trabajar y cumplir con los deberes de esposa o madre. En el convento, les dicen, habrá abundante comida y habitaciones en las que descansar. Pero, sobre todo, a las jóvenes forzadas a ser monjas se les dice que podrán disfrutar de la máxima libertad.
“Avariciosos de poco dinero, pero pródigos de la libertad de los demás”, escribe Tarabotti sobre los padres que se liberan de sus hijas encarcelándolas. Mienten como mienten las otras mujeres, las monjas, víctimas también ellas de aquella práctica. De hecho, estas últimas mienten aún más de acuerdo con un mecanismo psicológico que conocemos: en la cárcel, los más atroces son los compañeros de destino, que delatando y engañando, tratan de obtener incluso las más pequeñas concesiones durante su encierro.
Dentro, las jóvenes van vestidas con una túnica de lana oscura, pero se preferiría vestirlas con pieles de camello, como ermitañas; o con hojas de laurel, para ahorrar; o incluso sin nada, para ahorrar aún más. Porque lo que pasa es que las familias, una vez dentro del convento, abandonan a sus hijas. Por culpa o alivio no quieren saber nada más y, sobre todo, no quieren gastar más en ellas. Y el convento se llena de enfrentamientos, insultos contra los familiares que las dejaron ahí y contra las superioras que lo permitieron. “Bajo la apariencia de duras fibras tensadas por nudos irrompibles, se mueven desesperadamente y se debaten entre esas paredes sin obtener ningún otro fruto que un dolor atormentador. La obediencia no es más que una función, una ceremonia, todo es vanidad y sombra que engaña al ojo de quien mira la corteza sin penetrar hasta la médula”.
Así, la ceremonia de afirmación se asemeja sobre todo a un funeral: “tirada boca abajo en el suelo [la novicia] se cubre con un paño negro. Se coloca una vela a sus pies y una en la cabeza mientras cantan letanías. Todos son signos que representan su muerte. Ella misma escucha su propio funeral y lo acompaña con lágrimas y sollozos, sacrificando todos los sentidos a la pasión y al dolor ... La superiora le entrega el sorazzetto”, para recordarle que los próximos tres días tendrá que estar en silencio.
Una vez muerta así, enterrada y olvidada, se publica el cuarto libro de Elena Tarabotti que se titula, Paradiso monacale. Sin embargo, no se trata de una retractación, sino de un fingimiento más hábil. “Me corté el pelo, pero no erradicaron los afectos; cambié mi vida, pero los pensamientos, igual que el pelo, cuanto más crecen, más vuelan”. Tal como escribió en L’inferno, qui nescit pretendare, nescit vive.
Escribió más, siempre escribió. En 1644 estrenó en Venecia la antisátira para los tipos de Valvasense en respuesta a la sátira misógina del sienés Francesco Buoninsegni Contro ’l lusso donnesco. La obra fue publicada con el nombre en clave, “D. A. T.”, y estaba dedicada a Vittoria Della Rovere, esposa del Gran Duque Fernando II, quien mantenía correspondencia con la propia autora. Y en 1651, nuevamente bajo el seudónimo de Galerana Barcitotti, publicó el controvertido tratado Che le donne sono della spetie degli huomini, en respuesta a una obra latina de 1595 atribuida a Valens Acidalius e impresa en italiano en 1647.
En 1650, el editor Guerigli publicó sus Lettere familiari e di complimento, que reflejan su red amigos y relaciones, como la que mantenía con la Accademia degli Incogniti que se reunía en la casa de su fundador, el escritor veneciano Giovan Francesco Loredan. Allí se debatía, se leía y se organizaban espectáculos.
Filosóficamente libertina y sospechosa de gnosticismo, la Academia se dispersó cuando en 1644, Ferrante Pallavicino, uno de sus principales animadores, fue decapitado en Aviñón por lesa majestad y apostasía.
Sor Arcangela Tarabotti murió “de fiebre y mala suerte” el 28 de febrero de 1652 a la edad de 48 años.
de Elena Stancanelli
La autora
Nacida en Florencia, vive en Roma. Aparece en escena en 1998 con Benzina (Einaudi Stile libero), funda la asociación Piccoli Maestri, que además preside, y colabora con los diarios Repubblica y La Stampa. Su último libro es Venne alla spiaggia un assassino (La Nave di Teseo)