El 26 de julio se celebra el primer aniversario de la muerte del cardenal cubano Jaime Ortega y Alamino. Durante treinta y cinco años Arzobispo de La Habana, su vida y su acción pastoral marcaron de forma decisiva las relaciones entre la Iglesia y el Estado en Cuba. Creado cardenal por el Papa Juan Pablo II en el consistorio de noviembre de 1994, en pleno “período especial” (la difícil crisis económica que afectó al país después de la caída de la URSS), fue elegido inmediatamente después vicepresidente de la Conferencia Episcopal Latinoamericana. Una personalidad culta, siempre cortés, tranquila, sonriente, Ortega y Alamino encarnó a lo largo de su vida los grandes valores evangélicos del diálogo, el respeto, la expectativa tenaz, la misericordia y el fervor.
El que escribe sobre él hoy ha disfrutado de su amistad, su confianza en compartir sueños y luchas. Como todo auténtico profeta, vivió éxitos incuestionables y sufrió no pocas incomprensiones. Siempre disfrutó de la estima y el apoyo de los Papas: la fidelidad al Papa era para él un todo con la fidelidad a Cristo y a su Iglesia. Recordar su memoria no es, sin embargo, una simple expresión de gratitud, sino que anima hoy a Cuba y a toda la Iglesia a recoger y hacer suyo un testimonio luminoso para realizar las grandes perspectivas del Concilio en todas partes. Ortega era el hombre del diálogo. En él se encarnaron en detalle las grandes ideas expresadas por Pablo VI en Ecclesiam suam, la primera encíclica de su pontificado. No por la escrupulosa observancia de la letra, sino por la expresión de un espíritu innato en su ser. No fue fácil, en un país que ha conocido años muy duros de enfrentamientos y malentendidos, tras el advenimiento de la revolución de 1959 que cambió el orden social de Cuba y el equilibrio político de toda la región del Caribe.
En palabras de Eusebio Leal Spengler, famoso Historiador de la Ciudad de La Habana, miembro del Consejo de Estado y amigo personal del Cardenal Ortega, podemos decir que «el choque ideológico que se produjo en ese momento era prácticamente inevitable: había una gran contradicción entre los intereses de ambas partes; entre la doctrina católica y el vertiginoso desarrollo de los acontecimientos revolucionarios. No sólo la curia, sino toda persona, católica o no, será víctima del desprecio en un período de intransigencia ideológica, imbuida del ideal de libertad y emancipación elaborado por el gobierno revolucionario. Junto con los homosexuales y disidentes, muchos fieles cristianos (incluidos los religiosos) de cualquier denominación serían llevados a las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (umap), es decir, a los trabajos forzados. También le tocó al Padre Jaime Ortega, que acababa de regresar de sus estudios de teología en Montreal y comenzó su vida como sacerdote en la diócesis de Matanzas».
Las dificultades de aquellos años, el conocimiento directo de las represiones sufridas por la Iglesia, no oscurecieron la capacidad de Ortega de “ir más allá”, de retomar el camino del diálogo en la búsqueda de convergencias que ayudaran a sintetizar y mejorar cualitativamente la vida del pueblo. La lógica de la oposición a largo plazo nunca vale la pena. Los anatemas utilizados en el pasado han alimentado a menudo, con odio y rencor, verdaderos conflictos sangrientos. La historia es a la vez testigo y juez. El Padre Jaime, que ha vivido un duro trabajo, lo sabe. Él reelabora todo a la luz de la enseñanza del Concilio que, guiado por la sabiduría patrística, nos invita a ver en todas partes y en todos las semillas del Verbo. El diálogo se nutre entonces de respeto. El otro, el Estado, no es un enemigo. Detrás de los sistemas e ideologías hay personas. Dentro de las ideologías hay semillas de verdad que deben ser resaltadas, fortalecidas y purificadas. El respeto no equivale a un desprecio superficial de las diferencias ni al olvido del sufrimiento sufrido por muchos que tal vez se vieron expropiados de un día para otro, sin derecho de apelación. Pero Jaime no se limita a la denuncia y al resentimiento. Trata de lograr el bien que es concretamente posible, demostrando la actitud inútil y estéril del enroque. Sin juzgar quién abandona el país, permanece en su amada patria. Comparte sus alegrías y sus penas. Espera con confianza los tiempos de Dios, que no siempre coinciden con los tiempos del hombre.
Su visión pastoral, su trabajo, siempre fueron muy apreciados y apoyados por la diplomacia vaticana, que nunca interrumpió el diálogo con el gobierno de La Habana.
La primera Conferencia Eclesial Nacional Cubana (Enec), celebrada en 1986, fue decisiva. Su lema fue: «Bienaventurados sean los que conocen los signos de los tiempos». Después de una intensa reflexión, al final de esa reunión quedó abierta una pregunta: ¿cómo aceptar la posibilidad de colaboración entre la Iglesia Católica y el Estado Marxista, rechazando cualquier actitud de conflicto? Para buscar una respuesta, el clero cubano tuvo que repensar críticamente su propia historia, para poder discernir entre “grano y cizaña”. A su vez, había llegado el momento de demostrar que no se podían escribir historias paralelas para la nación y la Iglesia de Cuba, porque por razones históricas y culturales ambas estaban íntimamente entrelazadas. Jaime Ortega fue entonces arzobispo de La Habana durante cinco años. Sus rasgos de personalidad, sus méritos y la originalidad de su mensaje ya lo habían convertido en el principal líder de la Iglesia cubana. Se dio cuenta de que la alta dirección del partido y del gobierno, involucrada en un proceso de corrección de errores, estaba dispuesta a hacer reparación o justicia a los fieles cristianos.
La figura de Monseñor Jaime Ortega, que en 1994 recibirá la púrpura cardenalicia, puede considerarse de importancia internacional, ya que se encuentra entre los principales artífices de las tres visitas papales a Cuba: Juan Pablo II, en 1998; Benedicto XVI, en 2012 y Francisco en 2015. Él mismo fue también un importante mediador para el restablecimiento de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos.
Aunque Ortega nunca se consideró el protagonista de la visita de Juan Pablo II, de hecho todo el mundo en Cuba reconoce que su posición ética, su aptitud para el diálogo y su capacidad para reconocer en todos los signos del Espíritu, constituyó uno de los pilares que garantizaron el pleno éxito del viaje histórico del Papa. Por primera vez, un sucesor de Pedro tocó suelo cubano. Los detalles de la peregrinación, el encuentro con el Jefe de la Revolución y los actos más importantes, fueron transmitidos en vivo, en su totalidad, por los medios de comunicación. La prohibición de las procesiones públicas cesó y una atmósfera de alegría caracterizó esos días inolvidables. Este éxito también se debió al excelente trabajo de la comisión conjunta Iglesia-Estado.
Años más tarde, en noviembre de 2005, Fidel Castro participó en una reunión organizada por el Nuncio Apostólico, los obispos cubanos y otros religiosos para celebrar el septuagésimo aniversario del establecimiento de relaciones con la Santa Sede. Juan Pablo II había muerto el 2 de abril del mismo año y, recordándolo, Fidel dejó escrito en el libro de condolencias de la nunciatura apostólica a Cuba: «Descansa en paz, infatigable batallador por la amistad entre los pueblos, enemigo de la guerra y amigo de los pobres. Fueron vanos los esfuerzos de quienes quisieron usar tu prestigio y tu enorme autoridad espiritual contra la causa justa de nuestro pueblo en su lucha contra el gigantesco imperio. Nos visitaste en tiempos difíciles y pudiste percibir la nobleza, el espíritu solidario y el valor moral del pueblo que te recibió con especial respeto y afecto porque supo apreciar la bondad y el amor por los seres humanos que impulsaron tu largo peregrinar sobre la Tierra».
Una nueva fase de diálogo entre la Iglesia y el Estado se inició cuando el General Raúl Castro Ruz, al asumir la presidencia en 2008, lanzó el proyecto de modernización de la sociedad cubana, adaptándose a los tiempos y circunstancias del mundo globalizado. Las conversaciones trascienden las cuestiones religiosas. Eusebio Leal estuvo con el Presidente Raúl en reuniones con el Cardenal Jaime que precedieron a la importante liberación de prisioneros en 2011. Los altos niveles de entendimiento mutuo eran claros. Ortega, con su calma y tenaz paciencia, logró resultados que no se habían esperado hasta unos años antes. Nada habría sucedido si su capacidad de diálogo no se hubiera alimentado de la sólida virtud evangélica de la misericordia (que no tiene en cuenta el mal recibido) y de la capacidad de esperar el kairós del Espíritu.
A partir de ese momento, los bienes de la Iglesia comenzaron a ser restituidos; había publicaciones periódicas y, en las principales diócesis, cientos de jóvenes estudiaban la doctrina social cristiana, recibiendo así conocimientos complementarios a la educación pública. Importantes eventos litúrgicos fueron transmitidos por televisión y radio. Para muchos intelectuales fue finalmente posible establecer una clara diferencia entre la fe y la ideología. Entonces podríamos hacer válido el querido lema de la generación anterior de la Acción Católica: «Cada vez más, cada vez mejor. Dios, patria y justicia».
La visita del Papa Benedicto XVI significó otro momento de gran valor para el Cardenal Jaime en su acercamiento al gobierno cubano y en su incansable trabajo. A pesar de los ataques que recibió de sectores intransigentes de la comunidad cubana en el exterior e incluso dentro del propio país, donde no pocos cuestionaron su liderazgo, fue recibido por el Pontífice en un encuentro privado. Después de escuchar atentamente lo que el Padre Jaime decía sobre las circunstancias por las que pasaba el país, el Papa le dijo: «Usted ha hecho y está haciendo lo que se debe hacer: la misión de la Iglesia es construir puentes». Necesitamos hombres verdaderamente santos: animados por la caridad que no cede al rencor y por grandes visiones que sepan mirar al futuro cercano y remoto con profunda esperanza. Ortega lo era.
Con la llegada del Papa Francisco, la capacidad de diálogo del cardenal Ortega se incrementó aún más. Con la intención de invertir todo su carisma y el prestigio del Pontificado en un intento de influir en el futuro de Cuba y América Latina de la mejor manera posible, Francisco le dio a Jaime Ortega la delicada misión de hacer todo lo posible para hacer realidad el encuentro entre Raúl Castro y Barack Obama. El cardenal comenzó a viajar y a tener numerosas reuniones de mediación. Así, el 17 de diciembre de 2014, los presidentes de Cuba y de los Estados Unidos hicieron el anuncio que conmovió a la opinión pública mundial. Fue el primer paso hacia la normalización que sólo se logrará cuando se levante finalmente el bloqueo económico-financiero, que el Cardenal Jaime siempre ha condenado. También depende en gran medida del nuevo rumbo de los Estados Unidos, y del resultado de la actual pandemia, que requiere que toda la humanidad se replantee radicalmente no sólo los modelos de desarrollo y la economía mundial, sino también las relaciones entre los pueblos, las culturas y las religiones.
Cuando se reunieron en el aeropuerto de La Habana el 12 de febrero de 2016, en un acto de excepcional importancia histórica para el cristianismo, el Papa Francisco y Kirill, Patriarca de toda Rusia, expresaron su adhesión a la paz mundial como un deber sagrado. Jaime Ortega estuvo presente en el evento, siendo testigo de un valor que caracterizó toda su vida como hombre, como creyente, como pastor: la prevalencia del diálogo sobre las diferencias. ¡El diálogo hace la comunión!
De Massimo Nevola
Superior de la comunidad jesuita de San Ignacio en Roma y asistente nacional de la Comunidad de Vida Cristiana