· Ciudad del Vaticano ·

MUJERES IGLESIA MUNDO

En Apertura
Las mujeres y el Salterio: reflexiones de una monja benedictina

Las Salmodiantes
de ayer y hoy

 Le Salmodianti  DCM-004
06 abril 2024

La primera palabra de una mujer registrada en las Sagradas Escrituras es la ingenua respuesta de Eva a la serpiente. La segunda es la respuesta a Dios en la que la mujer confiesa haber sido engañada. La tercera palabra que recoge la Biblia -un símbolo- es la acción de gracias dirigida a Dios que surge de la experiencia de la maternidad. Esa maternidad que da rostro concreto al nombre recibido por Adán tras el dramático acontecimiento del Edén:

“Adán llamó a su mujer Eva, por ser la madre de todos los que viven” (Gn 3,20). La redención de la muerte, de los dolores del parto (Gen 3,16; Juan 16,21).

En el otro extremo de la historia de la salvación está María de Nazaret. En Sagrada Escritura habla solo con palabras de oración (como la pregunta al ángel, el reproche al hijo adolescente o la constatación de la falta de vino para la boda son una súplica). Y precisamente por este “estar” en oración será reconocida por Jesús como mujer (Jn 19,27).

Aquella vez que María explica su experiencia de maternidad en un canto de oración – escondida todavía de todos - habla con palabras de los salmos. El Magnificat es como un espléndido tapiz en cuyo reverso se reconocen la trama y la urdimbre: todas expresiones salmológicas. Así, entre el grito asombrado de victoria de la madre de todos los vivientes y el canto exultante de la niña de Nazaret que baila por las colinas de Galilea y las montañas de Judea, toda la historia de la salvación en la que las mujeres -por ley- “guardan silencio” (1 Cor 14,34) se llena del temblor de la oración de las mujeres que con cánticos llaman al Altísimo cerca.

En los acontecimientos más difíciles, y a diferencia de aquellos más abiertos a los sueños y a lo imposible, las mujeres en oración cantan considerando que el Tú más fiel a sus sufrimientos y alegrías - a sus angustias y esperanzas, a la “carne” de su vida humana - es el Él, el Altísimo, “mi Go'el” (Lc 1,46). Una experiencia profundamente en sintonía con estas mujeres orantes es la que está en la raíz del monaquismo femenino. Estoy segura de ello después de después de sesenta años de vida monástica. Es la experiencia de la oración la que se descubre y se vuelve cada vez más acogedora para toda la humanidad, habitando permanentemente -entre el cansancio y el sopor- inmersa en la palabra de los salmos y en el ritmo de los días del monasterio.

Cada día cuando entro al coro y me siento en mi sitio me encuentro frente al fresco del siglo XIV de la oración de Jesús en Getsemaní. Junto a él están los tres discípulos dormidos. Y dejo resonar en mí su silencioso desconcierto, la vergüenza por no haber velado y vigilado que va de generación en generación y llega también hasta mí, así como la pregunta insistente, matriz de toda oración verdadera: “¡Enséñame!” (Lc 11,1). Fue un día único y trascendental, aunque no esté escrito, aquel en el que los salmos de diferentes épocas, círculos espirituales y generaciones distintas fueron reconocidos por la comunidad creyente como obra del Espíritu de Dios y el Salterio fue incluido en el canon.

Este es el sustrato de la oración con fe que, como parte de una comunidad de religiosas, busco y dejo entrar en mi vida. Sesenta años de “bautismo” en las palabras de los salmos no debilitan, sino que arraigan profundamente esta evidencia: al salmodiar juntas - incluso solas - Dios ora a Dios. Agustín, que describió esta experiencia con palabras eternas, nos abrió la puerta.

Más cercana a nosotros en el tiempo, encontré muy descriptiva la expresión de una mujer -un pasaje de una Carta de Cristina Campo a su amiga Mita - que describe su experiencia de salmodia a partir de su asistencia a las celebraciones monásticas. Fue una poetisa de gran sensibilidad:

“En los Salmos encontraréis todo, mi historia y la vuestra, y todo maravillosamente arrojado en el regazo de Dios, un enorme diario de todo el hombre escrito solo para los ojos de Dios”.

Y, un poco más adelante, escribe: “Me gustaría mucho que descubriera en el Salterio un secreto que he visto con claridad: cómo la oración lo hace todo y el hombre no es más que un vaso en ypoméne. Es la oración la que lentamente se apodera del hombre, no el hombre de la oración; es ella quien bebe al hombre y sacia su sed y solo en segunda instancia la cosa es mutua. La expresión “absortos en oración” es literalmente exacta. El método y la constancia necesaria tienen como único objetivo producir el vacío que haga posible este proceso. Es él, [Dios] el primero que tiene hambre de nosotros. Es oración que quiere ser orada por nosotros, es decir, alimentada por nosotros”. “[...el Salterio] quizás no sea un libro para leer solo por la tarde y en silencio. De hecho, creo que es el libro que debe crearnos en todas partes, según nuestra fidelidad, velada y silencio. Esto se aprende poco a poco”.

Al otro lado del río de la oración de los Salmos -un río que muchas veces se ha ido hundiendo en senderos kársticos para resurgir en el corazón de quienes se sumergen en él- una mujer de origen judío, que llegó al Salterio a través del misticismo cabalístico, expresó así su descubrimiento sobre el sabor “ecuménico” de esta oración: “Hace unos diez años que devoro los salmos. Lo confieso, no puedo hacer otra cosa [...] Su lenguaje y su inquietante belleza acompañan mis despertares y mis noches. Busco detrás del velo de sus palabras amores siempre nuevos. [...] Nos vemos así arrojados, sin que lo sepamos, a palabras que hacen de nosotros algo [...] una nueva capacidad de ver y sentir [...]. Los salmos son las tramas que sustentaron las metamorfosis más profundas vividas por hombres y mujeres” (Olivia Flaim, La danza de David. De la lectura de los salmos a las letras del cosmos, Edizioni Ghibli)

Y su intuición es certera incluso comparada con la humilde experiencia monástica: rezar los Salmos con todas sus palabras sin excluir ninguna, decirlos, leerlos, comentarlos, recitarlos de memoria, cantarlos y tocarlos, es una forma de transformación personal que agudiza el sentido de la vida. Y de la vida en la fe. Todo -al rezar los salmos- parte de la voluntad de sumergirse, de renunciar a un espiritualismo narcisista, de descubrir la dimensión “bautismal” de la oración. La oración es siempre una entrega del control sobre la propia vida. Pero no es una entrega al uso porque es una entrega a aquel que Tú reconociste como “el Altísimo, mi salvador” (Lc 1,47). La pérdida de control tiene el color, el sonido, el olor de la confianza: “c'est la confiance” (Teresa de Lisieux). Tras las huellas de Jesús y -en la raíz de la confianza- la práctica espiritual de la salmodia conduce a la maduración del consentimiento para acoger en nuestro seno la historia que nos une al signo último de la fortuna humana: “Acuérdate, Señor, de la afrenta de tus siervos: lo que tengo que aguantar de las naciones, de cómo afrentan, Señor, tus enemigos” (Sal 89,51). Es la vocación del Elegido, el Mesías.

La práctica del canto conjunto en los días, en las horas, en los momentos, reconsiderada a la luz de años, décadas de experiencia coral, nos hace comprender en todo su significado la expresión de Isaac el Sirio, monje del siglo VII. “No os aburráis por la duración del oficio divino y la extensión de nuestras oraciones y por las muchas repeticiones que en ellas hay. Solo debemos tener cuidado de no creer o de pensar que son el fruto y no la raíz” (Centurie, iv. 70). Significa que asimilar la oración que vive en el río de los salmos requiere de mucha paciencia (en ypomonè como dice Cristina Campo, cf. Lucas 8,15). Es la paciencia que permite “salvar el alma” perdiéndola. La paciencia - enseña el patriarca del monaquismo - de “adherirse con la mente a la voz” mediante la atención del corazón. (Regla para los monasterios, San Benedetto da Norcia, c. 19,7).

El paso de la raíz al fruto es un arte exquisitamente femenino. Como en Filipos, donde en medio de una historia destrozada, dispersadas en otra tierra en un cambio de época, las mujeres temerosas de Dios con Lidia abrieron los umbrales de Europa, espacio vital de una cultura gloriosa, pero en decadencia, a la novedad regeneradora del Evangelio. Y volvieron a atar lazos rotos, abrieron la puerta al encarcelamiento injusto guiadas por la intuición espiritual generada por aquellas raíces, las oraciones junto al río (Sal 137,1). El paso “de la raíz al fruto” es el lugar corpóreo-espiritual para madurar la sabiduría del corazón filtrada por esas raíces que son los salmos, donde lo humano pulsa en todas sus pasiones, noches y amaneceres, muertes y renacimientos. ¿Acaso Jesús no comprendió su existencia sabiendo que era hijo orando con las palabras de los salmos? La práctica coral constante con el Salterio, acompañada del estudio cuidadoso de los textos, permite madurar en la comunidad monástica femenina una familiaridad liberadora y circular, desprovista de ministerios ordenados y rica en el sacerdocio bautismal, una verdadero “vivir juntas”.

Pero, por supuesto, el dinamismo espiritual de la mente que concuerda con la voz compromete la libertad del corazón en una aventura espiritual alternativa, completamente desconocida para la cultura que respiramos en este agotador y complejo punto de inflexión de cambio de época: la cultura del construirse a uno mismo. Sin embargo, aplicable a los salmos encontramos el axioma de la sabiduría espiritual monástica que desafía todas las recetas fáciles de los distintos espiritualismos:

“Quien lee superficialmente sílabas preciosas, superficializa su corazón y lo priva de ese poder santo que le da el dulce sabor de aquellas enseñanzas, que son capaces de causar asombro en el alma” (Isaac de Nínive). El asombro, la agilidad que genera el uso asiduo del salterio exige la competencia típica de una humanidad “materna”, capaz de convertirse en “el seno de la desolación de los pueblos” así como entrañas empáticas para custodiar cada brote de esperanza (Sal 131,3) y conducirlo a la madurez. En resumen, podemos condensar el esquema de un largo y paciente proceso de vida diciendo que la postura del coro de monjas que salmodian puede reconocerse como tendente hacia la verdad plena de aquel revelador verso sálmico que se reproduce solo dos veces a lo largo del salterio e indica la aspiración de cada verso murmurado o rezado juntas:

“…yo soy oración”.

de Maria Ignazia Angelini
Monja benedictina de la Abadía de Viboldone, Milán

#sistersproject